Yo como que te he visto. Yo como que te conozco.

Aristipo el africano, hijo de riquillos, amante de los deleites y ávido seguidor de los deportes, fue a Grecia a ver los juegos olímpicos y al oír sobre la fama de Sócrates lo buscó en el mercado y tan impresionado quedó, que inmediatamente se hizo su discípulo, hasta que su maestro fue ejecutado y sin siquiera despedirse sale corriendo de la locura ateniense, regresando a su lugar de origen a enseñar filosofía, fundando su propia escuela.

Pero el barco en que viajaba naufragó y, junto a los que con suerte llegaron a la desconocida playa, se alza Aristipo entre ellos señalando unos diseños geométricos hallados en la arena, y calmando a los sobrevivientes indica que aquel lugar, sin dudas, por la evidencia matemática, era civilizado. Y tenía razón, pues eran las costas de la isla de Rodas, famosa en la antigüedad por su Coloso dios del sol, una enorme estatua de bronce con unos 108 pies de altura creada por Chares de Lindos, discípulo del conocido escultor Lisipo, artista responsable por algunas 1,500 estatuas por toda Grecia y al cual luego los romanos imitarían ad nauseam.

Una vez llegado al norte de África, a la ciudad de Cirene, Aristipo elabora su filosofía que se concentra en la búsqueda de los placeres que generan unos sentidos que pone como fundamento del entendimiento que podemos tener sobre el mundo y sus ciencias. Un hedonismo que este intentaba justificar como consecuencia de las enseñanzas de Sócrates, pero que más bien se inclinaba hacia los mecanismos argumentativos de los sofistas, además de utilizar la enseñanza filosófica como fuente de ingreso, ofreciendo sus servicios al mejor postor. Una práctica que Aristipo carga desde sus tiempos en Atenas y con la cual pretendió pasar ayudas financieras a Sócrates, las cuales, según el peripatético Fanias Eresio, el maestro se las devolvía, alegando que su “daimon” no le permitía recibirlas.

La idea de orientar la acción y moral sobre los sentidos, haciendo del placer la confirmación de que se anda por el camino correcto fue y ha sido hasta el presente, una poderosa forma de pensar, aunque no libre de críticas y acusaciones. Timón el Silógrafo tildaba de afeminado a Aristipo, por pretender no saber nada a menos que lo tocara. Dionisio por otro lado lo alababa, por a la par con el goce de los placeres que se le brindaban, muy bien sabía seguir adelante sin necesidad de insistir en los que se le negaban.

Anníceres, miembro de la escuela cirenaica de Aristipo, y que impulsaba la variante de que se deben buscar los actos que ayudan a los demás pues, aunque incluyan sacrificio, no hay nada como el placer de la gratificación que estos producen, llegó también a argumentar que la razón en sí misma no era garantía de quedar fuera del error. Según Diogenes Laërtius fue Anníceres, consecuente con sus ideas, quien pagó el rescate de Platón de manos del tirano de Siracusa. Platón, que luego de ser invitado para asesorar en asuntos gubernamentales, por esos años andaba embebido en las ideas de su República, se puso a predicar el gobierno de los filósofos contra los corruptos, teniendo que salir huyendo de la isla, para terminar siendo vendido como esclavo en el extranjero.

Plutarcadas

Cabezón era Pericles —razón para el eterno casco corintio de sus bustos— y aun así, casi dos mil cuatrocientos años después, sabemos quién fue.

Es todavía difícil optar por no tener hijos y enfrentar la presión social de tenerlos. La biblia, en su historia del comienzo, presenta la reproducción como propósito del ser y ordenanza divina. El César en Roma se preguntaba el porqué de tanto extranjero rico cargando perritos y monitos por la ciudad como si fueran niños.

Panita de Anaxágoras el Pericles; como quien ve a Biden y Žižek jangueando por el Mall.

En la Atenas de Pericles se juntaron tanto el extendido ocio ciudadano como la exhuberante riqueza de los cofres administrativos, de manera que para aliviar uno con el otro, se enviaban en embarcaciones por el Mediterráneos, con todos los gastos pagos y por meses, a centenares, sino miles de atenienses a disfrutar y aprender las artes marítimas. No siendo suficiente, se transportaban igual cantidad de personas a Tracia, Italia y los confines del mundo griego a poseer tierras y convivir con otras variantes de la cultura, tan solo por el placer de la experiencia. De más estaria decir lo popular y poderoso que todo esto hacia a Pericles, para envidia de la aristocracia a la que les había arrebatado el poder.

El bochinche de Atenas apropiarse de los fondos que se transferían a su ciudad desde las diferentes parte del mundo griego para embellecerse a sí misma, “como una mujer vana que se carga de piedras preciosas,” en lugar de protegerlos para la defensa contra la amenaza Persa —su propósito original— es más antiguo de lo que pensaba. Tan viejo como el arte de la verborrea gubernamental que todo lo justifica y que bien manejaba el maestro Pericles, cuando convence a los atenienses de que ellos merecían eso y mucho más, pues eran sus tropas las que contenían a los Persas, para que las cidades contribuyentes no tuviesen que arriesgar nada. Así que después de asegurarse que se hiciese para lo que se les pagaba, arremata con el eslogan de que “el dinero es de quien lo recibe no de quien lo da.”

Solo a Pericles se le ocurre la inimaginable idea —pienso en otro país, por supuesto— de escribir un decreto para que todos los griegos que vivían en Europa, Asia o en cualquier parte y ciudad, grande o pequeña fueran bienvenidos a Atenas a deliberar sobre sus asuntos. Nadie se presentó.

Paréntesis

Si hiciera una lista de todos los momentos, encuentros y personas que brevemente me impactaron y que al desaparecer me pasé el resto de la vida buscando, sin éxito, sería el andamiaje de un buen libro.

Plutarcadas II

Es inspirador Plutarco cuando basa buena parte de su historia sobre lo que dicen los versos de tal o cual poeta. Uno de estos días me siento a escribir la historia de nuestros días usando solo estrofas de bardos como referencia.

un sueño que despierta
es aun un sueño
y si camino con sueños
pensándome despierto
despertar se hace falacia
imposibilidad de lo cierto
pues cuando en mi adentro se mezcla
lo pensado con el recuerdo
aparece frente a mí
la posibilidad del acierto
un caudal de preguntas todas
fluyendo en mar abierto
olfato y oído afinados
en el majestuoso
vaivén de los vientos

Ciento cincuenta naves inundadas de las mejores infanterías y caballerías antes vistas, infundían terror en el enemigo con la energía de que por fin se iban a repeler las tropas invasoras cuando, listos para zarpar, una inesperada sombra oculta el sol, sembrando el terror en las tropas y desalmando, en pocos minutos, lo que era la más temida de las fuerzas. Y pienso yo que con tanta filosofía, esto le pasa a los atenienses por no ser babilónicos ni mayas, pues de haberlo sido, el eclipse hubiese estado como parte del calendario y todos los marineros lo esperarían deseosos al borde de sus naves, como victoriosa señal de partida.

Los Galos fueron conquistados con mucha astucia militar, pero sin aprobación del senado romano. Cuando las renegadas tropas regresan a Roma a reclamar lo suyo, tuvieron primero que hacer lo que hasta hoy aun hacemos, esto es, envalentonarnos a ir adelante independientemente de las consecuencias y cruzar el Rubicón. Pero si de sagacidad en la batalla se trata, no bastaría sin mencionar las tropas acorraladas de Aníbal, entre el mar y las montañas donde miles de soldados romanos esperaban para masacrar un ejército sin salida. Recordando el botín que venían cargando de pasados saqueos, Aníbal ordenó amarrar antorchas a los cuernos de unas dos mil vacas que, pastoreadas en la noche hasta la falda de las montañas, da instrucciones a sus hombres para encenderlas. Cuando los romanos de lejos vieron el espectáculo, pensaron que las tropas de Aníbal avanzaban jalda arriba, lo cual con la dificultad y la superioridad numérica que tenían sobre estas, les pareció que sería una victoria más fácil de lo imaginado. Hasta que el fuego, luego de consumir las antorchas pasa a quemar el cuero y las colas de las vacas y estas, en encendida estampida, arrancan montaña arriba, sembrador el terror en unos romanos que no entendían la capacidad física de las tropas de Aníbal para cubrir tanto y tan difícil terreno de manera tan rápida, saliendo despavoridos y abriendo así la oportunidad de ser aniquilados por un muy reducido y casi derrotado ejército.

si soy tirano y revolucionario
batallando frente al espejo
mirando bien siempre veré
al enemigo que desprecio

Astronautas

En Boston, Duke Ellington se hizo una realidad conectada a las memorias de las películas de Woody Allen que vi en Puerto Rico y México. Esa extraña y angustiosa verdad que me tocó vivir y que me obliga a estar agradecido. Un destino de acumulación de la más diversa cornucopia, difícil de predecir pero que de alguna manera deseado por algo muy adentro que me llevaba a ser y hacer más allá de lo pensado y planificado, sensibilizándome con las memorias de otros que, al mezclarlas con las mías, me creaban nuevo en el proceso. Un recuerdo que por la consistencia de su revisita se enraizaba en la idealización de un pasado, mientras respiraba alimentado por soles de lejano lar. Este ejercicio de contrastación continua, adictivo abrir de puertas a los placeres del posible entendimiento, produce la peculiar cercanía de lo lejano. Esto es, una separación de astronauta que, con la vista fija en la tierra que se distancia, filtra los infinitos espacios y sus estrellas en función del origen, creando una síntesis tan única y atesorada en su belleza, como la prenda más valiosa que se guarda en el cofre de la herencia. Esa que en cada ocasión especial se pende sobre el pecho y se luce, para luego volverla a colocar en la mesa de laboratorio que asegura su permanente pulido, la incesante búsqueda de un brillo siempre mejor, siempre nuevo. Mas la metáfora espacial el tiempo la ha hecho inapropiada, con la expansión del cuadro de lontananza hacia la impensable mayoría. Como si en su momento de debacle el planeta hubiera comenzado a ser abandonado, y desde allá abajo observan los que van quedando, creando la batalla de los sentidos entre la esperanza de la insistencia y la búsqueda de lo que se es, en la transformación de hacerse en lo inexplorado. Una calamidad que parece necesitar culpables y, en su amor a la rapidez, los encuentra mirándose en la separación de los espejos, olvidando que las transformaciones del viaje son el tema principal de la historia humana, siendo los que logran mantener el puente vivo del presente, ese que conecta el legado con la experiencia, los que con mayor frecuencia componen los mejores candidatos a la persistencia. Una cadena que de romperse hace vulnerable a sus pedazos y los convierte, sumergidos en la sopa del olvido o de la integración, en simplemente otra cosa. Así el planeta no se puede llevar a las fronteras siderales, pero es la lógica planetaria la que ofrece el sustrato que ayuda a crear el nuevo hogar, con la necesaria esperanza de que el flujo entre los lados se incremente y sea uno, nuevo y transformado, en los asuetos que se trajeron en la maleta ahora recocidos de manera inesperada, en nuevo atuendo. Una genética de la mezcla que fortalece la especie haciéndola más apta frente a los mutuos abismos del aislamiento y la repetición.

Amanecer

Casi siempre despierto antes de la cuatro de la madrugada. Hoy no fue la excepción. Al mirar el reloj pensé que aun tenía poco más de media hora de sueño antes de las 4:30am, hora en que bajo a tomar café y ayudar a mi esposa a preparar todo para llevar los niños a la escuela.

Añadí a mi pensar el hecho de tener que salir y abrir la puerta del lugar donde duermen las cabras, pues en cuanto estas ven luz en la casa comienzan a balar, exigiendo que se les deje salir, e ignorarlas no es una opción, pues son fastidiosas en su insistir. Todo esto hasta que me doy cuenta que es sábado y que no hay escuela y, por lo tanto, tampoco luces tempranas en la cocina que avisen a los animales. Pero para ese entonces había ya perdido el sueño —cosa común—, decidiendo así prender el teléfono y revisar en lo que me había quedado trabajando el día anterior, los escritos del italiano Gaetano Mosca.

Resulta que en estos días regresé a uno de los textos que más he adorado a través de las décadas, los dos volúmenes de “Partidos políticos” del alemán Robert Michels. Es una relectura que vengo haciendo desde el siglo pasado, cuando aprendí de el en un curso con Milton Pabón, jamás siendo posible sacudir de mi ser la tesis de que toda organización política, de hecho toda organización, contiene la inevitable tendencia de preservar su liderato, en una marca oligárquica de la cual se les hace imposible liberarse. La teoría de Michels, lo que este llama la “ley de hierro de la oligarquía,” es aun más arrolladora pues no se desarrolla en el estudio de organizaciones políticas conservadoras y de derecha, lo cual no hubiese significado descubrimiento alguno, sino en el análisis de los comportamiento de partidos políticos y organizaciones de izquierda, las cuales construyen todo su programa en función de eliminar las oligarquías en el poder, resultando que liquidar no es una buena descripción de su misión, sino más bien sería la de sustituir por la nueva oligarquía de la oposición, la cual, de lograr su meta, tan solo continuaría poniendo en práctica todo el comportamiento de preservación propia y exclusión que venía demostrando de antemano.

En esta enésima relectura que hago de Michels he ido más allá de lo acostumbrado, pues he investigado las fuentes anteriores en las cuales el autor encuentra inspiración, apareciendo así el nombre de Gaetano Mosca, el cual, de hecho, era parte de un grupo de intelectuales italianos que habían desarrollado lo que vino a conocerse como la teoría de las élites. Estudiando estos escritos —incluyendo los de Vilfredo Pareto, miembro de la mencionada escuela italiana— se hizo evidente que estos a su vez, en especial los de Mosca, se alimentaban de los trabajos del francés Henri de Saint-Simon, lo cual me lleva al muy recomendado texto del británico Keith Taylor, “Henri Saint Simon 1760-1825: Selected writings on science, industry and social organization,” que lamentablemente no tengo y tampoco pude conseguir su pdf en el internet, no costándome más remidió que buscarlo en Amazon y ordenarlo. Pero como es costoso y al momento tengo otras prioridades económicas, tuve que añadirlo a la lista de “saved for later,” la cual llegada al límite de lo permitido, me obligó a revisarla y eliminar títulos que ya no me interesen tanto. Esto último es mucho más fácil decirlo que hacerlo, pues nada en esa lista es realmente desechable, teniendo entonces que priorizar. Por “suerte,” uno de los textos guardados para luego era la edición de René R. Khawam de “Las mil y una noche,” la cual ya no estaba disponible y que, luego de buscarla incansable en otras fuentes, termino no hallándola (aun) y, en el proceso, aprendiendo cosas interesantísimas sobre la historia del clásico árabe. Pues sucede que la trayectoria de sus ediciones y traducciones, desde sus comienzos hasta nosotros, es tan fabulosa como las historias que contaba Scheherazade. Para muestra un botón basta, pues por increíble que parezca, el texto más antiguo que tenemos se encontró en el 1948, cuando Nabia Abbott, la primera mujer en la facultad de Estudios Orientales en la Universidad de Chicago, examinando un poco común pero excepcional texto sirio del temprano medioevo, reconoce algo familiar. Anotaciones al margen y en el reverso de por lo menos seis diferentes manos que, utilizando todo el espacio disponible apretujaban el bosquejo de una carta personal, la certificación de un contrato legal, una crudamente dibujada figura humana y garabateadas frases dispersas en los márgenes de un ahora famoso pasaje de Las mil y una noches. En un trabajo digno de las más capaces de las académicas, Abbott no solo logra descifrar toda la marginalia, sino además proveer un análisis completo del texto, incluyendo su datación en la parte temprana del siglo IX, haciendo del pequeño pasaje de más de 1,100 años, la prueba física más temprana que se conoce de la literatura alrededor de Scheherazade.

La publicación donde Abbott anuncia los detalles de su descubrimiento, comienza con una descripción del deplorable estado en que se encontraban la conservación e investigaciones norteamericanas sobre textos árabes de la antigüedad, siendo las universidades de Chicago y Michigan las únicas que habían adquirido material que por lo regular, permanecía abandonado. Uno de los trabajos europeos que Abbott cita como comparación y contraste, es el del austriaco Josef von Karabacek, y su seminal estudio sobre la naturaleza del papel usado por la intelectualidad árabe en los principios de nuestra era, intentando resolver el álgido debate que existía en la academia europea de finales del siglo XIX, sobre si el material principalmente usado en su confección era o no algodón.

Ya para este punto en los días de semana he terminado mi café y los niños están listos para que mi esposa los lleve a la escuela en el carro nuevo que le compré, luego de enseñarla a manejar, pues después de varios años llevándolos yo me cansé del mucho tiempo que esto absorbía del trabajo en mi biblioteca, que es hacía donde me dirijo ahora, en esta hermosa mañana filipina donde el arrebol en el horizonte de la ventana me avisa que es tiempo de continuar, donde me quedé ayer.

¿Vidente o profeta?

La vida monástica, o el deseo de separarse de la multitud de personas en búsqueda de alguna espiritualidad o conocimiento que requiera la devoción intensa de nuestros esfuerzos en la remoción del velo, ha sido y sigue siendo parte de nuestra humanidad y su historia. Es el llamado a identificar y señalar los signos del fin, el esfuerzo por salvar los amenazados ciclos naturales, la herencia de los rituales al sol y la luna en el temor de que se detengan, entendiéndolos como motor de las estaciones, la fertilidad, las cosechas, siendo necesario mantenerlos como recipientes de una reverencia de la que todos los dioses han sido objeto, el nacimiento de la ceremonia como confirmación de nuestro existir, pues nadie quiere ver los poderes enfurecidos, trastornando lo esperado, haciendo pagar justos junto a pecadores. Se doblan así las rodillas y espaldas bajo el peso del mundo de la responsabilidad, anhelando el claustro, bien sea sacrificando el cuerpo en devoción, o quizá en intensa preparación para el necesario mensaje que todos, tarde o temprano, tendrán que escuchar. Pues se entiende que la dedicación a asegurar estudiando el orden de las cosas, el tortuoso camino a las musas, allá por el Helicón, revela unas verdades desconocidas para las mayorías, haciendo del ardor de lo descubierto uno imposible de aplacar, a menos que sea compartiéndolo, predicándolo a otros.

Pero los otros, lo que se dejó atrás, pueden ser también los olvidados para siempre, en la unción plena y exclusiva del yo con la idea. Una negación de los alrededores que se funde con lo buscado, donde la satisfacción de la epifanía ya poco o nada comparte con el mundo, pues es solo un asunto entre lo supremo y el individuo, que se mide en escalones de purificación en dirección a la divina eminencia.

Así en ambos casos, bien sea con la separación total que limita la aspiración y el contacto con la suma y origen del todo a la exploración de la infinitud hacia adentro, o con el ideal que se realiza en una comunidad que entiende y acepta la revelación de su papel en la construcción de un nuevo reino, la imagen y presencia del que asume el presagio como forma de vida se convierten en la clave que desatará el nudo que impedía la comunión plena entre la ahora abandonada confusión, y el camino al entendimiento y la liberación.

El registro de la imaginación

En la distancia, desde donde todo se ve más claro perdiendo el sabor del detalle, quizá nunca sabremos si la habilidad humana de grabar historias sobre superficies llegó antes o después del discurso mismo. Pero si pensamos en un reino animal que procura dejar huella de su presencia marcando territorio, comunicando la vereda a seguir para los de su especie, o su disposición sexual, sería prudente pensar que contar historias con el lenguaje hablado se desarrolló paralelo a alguna forma de registro.

Es sabido que la creación del alfabeto aceleró de manera irónica el olvido, debilitando la necesidad de una memoria capaz de trasmitir extensas tradiciones. Los escritos más antiguos que hoy conocemos, fueron los más efectivos por estar grabados en piedra, haciendo de la identidad de los que por ellos vivían rodeados, una firme e imperecedera. Aún hoy conocemos cosas de los egipcios, los mayas y las culturas de Mesopotamia, entre muchos otros, que desconocemos de culturas más recientes que aprendieron a depender de superficies amenazadas por la entropía y la caducidad para documentar su existencia. Este proceso ha continuado de manera acelerada y, para los que participamos del advenimiento de la computadora personal, es posible que aún guardemos cajas de “floppy disk” con centenares de escritos virtualmente atrapados y, por lo mismo, perdidos para siempre.

Una vez abandonada la roca como territorio para la inscripción de la palabra haciendo de la memoria un asunto de cada vez más corta extensión y profundidad, la reflexión y comprensión de lo presente, en función de lo pasado, quedó también estampada con el mismo carácter temporal, añadiendo a su narración la continua necesitaba de reinventarse. La memoria entró así en un estado de persistente deterioro, hasta nuestros días, sin que el recién logrado acceso masivo a la información haya aliviado la necesidad de la reconstrucción continua de origen y significado, en forma de una inevitable creación y repetición de “verdades,” como descubrimientos novedosos que surgen por doquier y frente a los cuales se debe siempre partir de cero. Sin embargo, el poder de la claridad que surge de la preservación y continuidad de un catálogo de ideas y descubrimientos sobre el cual se pueda construir en beneficio propio no ha desaparecido, sino que continúa solidificándose, como posesión exclusiva de los pequeños grupos que lo controlan y se enriquecen en la dispersión fragmentada del entendimiento que reina en el resto de la población. Pero el hecho no es novedoso, pues aun en los tiempos donde la literatura vivía en las paredes de la ciudad, era una élite la que determinaba la historia oficial, la cual era accesible solo para los capaces de leerla, siempre asumiendo que esta destreza no era universal. ¿Existió entonces algún tiempo en el lejano pasado, donde la distribución del conocimiento almacenado era plena y efectivamente asimilada? Es también difícil saberlo. Pero la tentación de imaginar grupos de la preconquista europea o pequeñas poblaciones de la prehistoria que sí contaban con mecanismos para evitar el acopio del entendimiento, es frecuentemente desarrollada durante la historia del pensamiento. Más si esto resultara ser cierto, tampoco hay porqué dudar que la ambición de tener más que el otro —evidentemente presente a través del reino animal—desde siempre ha representando un pedazo del carácter humano y, aunque quizá puesto inicialmente en jaque de manera exitosa por los que vieron en esto un peligroso camino a seguir, la verdad es que con el tiempo la lógica de la acumulación de valor en pocas manos terminó prevaleciendo, hasta llegar en el presente a permear y afectar prácticamente toda actividad humana, incluyendo la agudeza de análisis.

Por largo tiempo después del impulso de las revoluciones agrícolas y en especial la industrial, se pensó que la extension de la educación al resto de la población —más allá de las elites privilegiadas— era su boleto de salida de la pobreza financiera. Grandes bloques de los presupuestos nacionales se canalizan entonces hacia el esfuerzo de redistribuir el conocimiento a la población en general, como estrategia de enriquecimiento para los países. Pero resultó cuestión de tiempo antes de que el apetito arrollador del gran capital pusiera ojo y esfuerzo en la apropiación de tan inmensas cantidades de dinero. Así en las últimas tres o cuatro décadas se comienza el desmantelamiento de la educación pública, despojando la complejidad del saber de su inherente dificultad, embadurnándola de una simplicidad que llama a todos a considerarse expertos, y a sostenerse en la idea del valor intrínseco que posee cada ser humano, para ratificar el respeto que demanda la opinión superficial y escasamente investigada, convirtiendo a los educados en asesores al servicio de la impresión.

La insistencia en la preservación de un pasado como modelo de lo mejor es siempre conservadora, y aunque nuestro presente ha eliminado de la conciencia popular la consistencia en el inventario de lo que fue, esto en realidad parece hacer más fácil su manipulación, pues cualquier cosa hoy se inventa y se promueve como un ayer que es mejor o peor según la conveniencia. El reto real está en imaginar el futuro, pues es ahí donde se encuentra la justicia mayor y el real mejoramiento de las cosas. El presente, tanto como el pasado, son estancias imperfectas que deben siempre ser superadas y no existe otro lugar para erigir la ilusión que no sea el porvenir. Pero delinear lo que viene es difícil, pues requiere un prolongado esfuerzo, siendo aquí donde a los que no les conviene que las mayorías logren tal cosa hayan desplegado un ardor supremo para eliminar el repertorio ininterrumpido de la herencia, haciendo del entrenamiento mental y espiritual que estimula la creatividad que el futuro requiere, un asunto escondido de sus minorías que, mientras se aseguran negarlo a los demás, crean una carencia que luego usan de plataforma, en su autopromoción de mesías que suplen la humanidad de una muy necesitada esperanza.

Los Hijos de Silili

Labrado nuestro sillar en cantera de galopantes jinetes y avezadas nuestras costillas para el betún del punzante zapato -ese gallardo caballero de la empuñada espuela- hicimos lo posible por ocultar el dolor que nuestro recuerdo arrastraba. Aquellas historias que desde pequeños escuchamos y que, grabadas en nuestras memorias, insistían en cincelarnos un destino de servidumbre.


Sigilosos, escondíamos nuestras cabezas en el más próximo de los arbustos, avergonzados por los surcos que calaban las lágrimas en las mejillas, camino a nuestros ollares. Amados por los dioses de la batalla, éramos Estrategos y Genitor, lomo sostenedor de conquistadores y terror de los que, combatiendo a pie, nos veían por primera vez; allí donde la herradura del casco aplastaba el ripio, pavimentando viejos reinados y donde pocos sabían del origen de nuestro engañado y traicionado amor.


Fue en tales viajes donde nuestras orejas, alzadas cual picos de gemelos volcanes que abrían el valle del hirsuto tupé, aprendieron a envidiar la extensa coprolalia de los vencidos. Aquellos que como nuestra madre, presenciaban el desmoronamiento de su mundo, la destrucción de sus sueños más queridos. Fue diosa hermosa nuestra dadora de vida, ensanchando las idóneas calles de Uruk cuando, con sus sedosas caderas, parecía hacer más bellas las fastuosas zigurats del centro de la ciudad. Los caminantes, detenidos por la admiración de las portentosas grupas que nuestra madre exhibía en su fino caminar, hicieron que la voz llegara hasta el templo, a los oídos de su deidad, la protectora de su urbe. Ishtar, regente de toda sexualidad y del romance que emanaba, confundiendo a los hombres en aromas de voluntaria esclavitud, inmediatamente procuró que hasta ella fuese traída la que con tanta beldad había arrebatado la paz de la gloriosa urbe. Al verla, erguida solemne sobre sus extremidades de delicada rodilla y regio corvejón, la regente le mostró su cuerpo, vestido de amor y con gestos de serpentina cadencia que la invitaban a su lado. La visitante, sacudiendo su ancho cuello con robustez, contrastaba el fino color de su dorado crin, con el lapislázuli que enmarcaban las puertas del templo.


¿Qué me ofreces a cambio de poseer mi pecho y dejarte respirar el perfume que despiden mis ijares?, preguntaba nuestra madre, tratando de ocultar el trepidante respirar que la atracción hacia la majestad divina le causaba. ¿Acaso serás mi sustento, proveedora de las distintas harinas, ya sea ázimo, ya sea leudado y sus debidas mezclas con aceite, leche, cerveza y dulce aromatizado con especias? ¿Qué estás dispuesta a ofrecer, oh tu diosa de la guerra, por el placer de frotar hasta el éxtasis mis babillas? Tú, la más formidable de las diosas, la que con el coagulado hielo de sus venas enamoró las doncellas de cada valiente guerrero que pasó por tu templo, para luego gozarte en el lamento que le dieron tus desprecios. ¿Serás capaz de prometer ahora, hija del gran Anu, dios de dioses, que sea yo la última de tus aventuras?

Eres hermosa Silili, respondía la diosa, sorprendida y a la vez intricada por la postura de nuestra madre y sus añagazas. El atrevimiento de tu lengua -continuaba Ishtar- y la altanería de tus reclamos son un juego peligroso. Ninguno de los sacerdotes que sirven este templo cuestionaría si en mi derecho decido terminar tu existencia, ni tampoco encontrarías el guerrero, de entre los que ahora te rodean, indispuesto a alzar su puñal, obediente y alegre por el privilegio, ante mi orden de hacer tu sangre bañar los pisos que sostienen mi paso. Pero te sabes bella, despertando en mí el apetito de mi deseo. Ven y dame tus frutos, haciéndote mi esposa. Te haré así un carruaje con ruedas de oro, tirado por esbeltos leones y fuertes mulas a su lado, para que en él te sientes y entres gloriosa a nuestra casa, consumida por el dulce aroma del cedro.

Nuestra encantadora madre, seducida por los halagos que brotaban de la suave boca de Ishtar y embobada por la vitalidad y encantos que despedían la voluptuosidad de la divinidad que la enamoraba, baja sumisa su sien, mostrando una nuca que con humildad aceptaba hacerse partícipe en los amoríos que le ofrecían. De ese romance que terminó condenando a mi madre al llanto perpetuo, nacimos todos los de nuestra especie.

Desde entonces, la altura de nuestras escápulas han servido a los hombres, instrumentos del desprecio divino, para medir nuestro lugar en su mundo de dominio. La libertad de los abiertos campos de naturaleza pura nos fue arrebatada y suplantada por cruces de Rubicón, allí donde la vergüenza de nuestros rotos corazones repite el ritual de bajar nuestras sienes, mostrando subordinación al amo, cual Bucéfalo que enseña la profética marca de la estrella en su frente.

to’ pa’llá y na’ pa’ aca

Con el paso de los años he aprendido a mejor seleccionar mis amigos virtuales y, luego de un antiguo inicio donde la cantidad insistió en mostrar su falso encanto, me agotó la repetición del reducido grupo que persistía en mi página, diminuto e invariable, y sostenido por un inmenso fantasmal de personas que nunca o casi nunca interaccionaban conmigo. Me tomó un tiempo borrar tan grande carga, y mientras me preguntaba cómo había sido tan fácil añadir tantos nombres y ahora era tan largo y pesado eliminarlos —algo así como las libras del cuerpo— también me sorprendía como me había dejado arrastrar por la ilusión del gran público oyente, que de escuchador tenía poco. Así creé para mí la regla de que quien anda por mis redes buscando solo que lo lean pero jamás se digna en considerar lo que yo tenga que decir, se transforma inmediatamente en un peso que solo parece reducir dramáticamente lo que mi página me muestra. En fin, que el “to’ pa’llá y na’ pa’ aca” me resulta altamente desagradable, a menos que —y aun quedan en mi lista algunas de estas muy contadas excepciones— lo que usted tenga que decir sea de una calidad tan enorme, que yo le perdone el no hacerme caso. Pero hay muy buenos escritores a los cuales no le he soportado su silencio —y alguna que otra falta— como respuesta al entusiasmo que muestro en la lectura y reflexión de su trabajo, y he decidido eliminarlos. Lo cual para nada quiere decir que no procure sus libros y que continue aprendiendo de la grandeza que reconozco sus escritos puedan tener; pero eso tampoco quiere decir que tenga que cargarlos como amigos virtuales, pues en realidad no lo son.

Por ser la literatura mi pasión, más allá de familiares y compañeros de la juventud, solo de lectores y escritores está hecha mi lista de amistades electrónicas que, por tener el aditivo de que me leen tanto como yo los leo a ellos, han hecho de mi decisión una muy gratificante y deleitosa. Podría mencionar algunos ejemplos, pero no quisiera abusar de su confianza e invito a quien esté interesado, a mirar mi lista de amigos, la cual es pública. Pero para ejemplo un botón anónimo basta.

En estos días leía con mucho placer el post de una reciente amistad que compartía la edición de una revista en la cual se incluía uno de sus ensayos. El número está dedicado a la obra de Hebe Uhart y todos los trabajos, incluyendo el de mi nueva amiga, se desarrollan alrededor de la escritora. Esto de por sí me pareció significativo, pues de entrada no estaba frente a algún escritor desesperado por promover su oscuro escrito, sino que la obra de la autora que se discutía era el centro y cada ensayo, solo una pieza de un rompecabezas mayor. Más interesante aun, pues es aquí donde se prueba la belleza de tener buenos amigos virtuales, la escritora discutida era desconocida para mí, habiendo pocas cosas que disfrute más que aprender sobre una buena letrada de la que, a pesar de haber amasado una colección de más de siete mil volúmenes, jamás había escuchado. De inmediato me di a la tarea de investigar las publicaciones de Hebe Uhart y en poco tiempo fue evidente que me hallaba frente una de las más reputadas y maduras escritoras argentinas. Conseguí entonces varios de sus títulos y de puro azar me concentré en una colección de tres novelas breves, inéditas hasta el 2021 y enseguida me sumergí en la lectura de la primera.

“Beni” era el nombre del novio de la voz narradora llamada Luisa. Un joven inestable y soñador que se concentraba en la creación de un inmenso negocio que solo existía en las grandes ideas de su mente y para el cual no tenía capital pero que andaba convencido lo podía conseguir. La seguridad de su futura empresa estaba sostenida por la reflexión que este había hecho sobre las diferentes oportunidades identificadas por el y que, en la ignorancia extendida de los demás, nadie había sido capaz de percibir. Beni no tenía nada y aun así lo sabia y comprendía todo. En seguida supe que Beni era yo cuando joven.

Luisa, mayor que Beni, y por ello con más experiencia en las cosas, veía todo el asunto como lo que era, una mezcolanza de aventuras y aspiraciones que se sostenían más que nada en el deseo. Pero por tenerle cariño era cuidadosa en no contrariar el entusiasmo de Beni, siempre procurando, con mucha paciencia, contribuir un tanto con sugerencias como la necesidad de estudios de factibilidad y “progresos que vienen de la coherencia y la consolidación” y no el mero empuje del pensamiento y la artimaña. Todo esto motivaba mucha admiración y cierta inspiración para Beni, pero que en realidad, por lo menos no en muchos años, los tomaría como puntos de su agenda propia. Luisa en definitiva era yo ya de adulto mayor. Esto lo pude reafirmar con certeza al ir descubriendo que Luisa también tenía sus lecturas pasadas, y quizá aun presentes, a las cuales en ocasiones, en su mente, apelaba para reflexionar sobre lo que veían sus ojos. Así saltaban de las páginas los nombres de Platón, Nietzsche, Sartre y Oscar Wilde, para ayudarse a mejor entender los eventos de su día.

Sin embargo fue el nombre de Epiménides en boca de Luisa lo que más me sorprendió y a la vez lanzó por una vertiente imprevista, como solo un buen escrito es capaz de hacer. Pues viniendo de la más antigua Grecia, lo que sabemos del sabio se encuentra entrelazado con la mística de personajes que aún tenían conexión cercana con los dioses y que por ello representan los orígenes más difíciles de rescatar de la cultura. Heredero y propulsor del pensamiento órfico, pero ya adelantando algunos de los sabores que florecerían con los presocráticos, Epiménides pertenecía a ese mundo de transición que luchaba por apreciar la herencia de un pasado que se iba agotando y que por ello añadía leña al fuego del pensamiento que buscaba en la observación de la naturaleza, la explicación del porqué de las cosas que los dioses ya no eran capaces de explicar.

Yo de pequeño, que siempre veía Los Picapiedras en Puerto Rico y, por supuesto, en español, recuerdo uno de mis episodios favoritos en donde Pedro Picapiedra se queda dormido en las afueras de un pasadía familiar, y no despierta hasta muchas décadas después, ya anciano y con larga barba blanca con la cual, por falta de costumbre, continuamente tropezaba al enredársele con ella los pies. Al encontrar a su amigo de toda la vida, Pablo Mármol, también anciano, le pregunta por su esposa Wilma, la cual no solo está también ya mayor, pero incluso casi sorda. Para quien conoce la historia de Epiménides y veía muñequitos en los años 60 del siglo pasado como yo, le parecerá muy lógica la referencia que hago, pues la tradición nos cuenta que fue este quien se quedó dormido por 50 años en una cueva cretense, indicando lo extensa que es la influencia que la vida de este antiguo sabio ha tenido en la cultura popular. Aun el apóstol Pablo, en su Carta a Tito lo cita, al recomendarle a su discípulo y encargado de la iglesia que había fundado en Creta, que no le hiciera caso a los rumores locales que pretendían apartarlo de la fe pues, como bien dijo uno de ellos mismos, “los cretenses son siempre mentirosos,” lo cual es una conocida frase de Epiménides.

la Carta a Tito es breve y ahora que la releía recordaba como la estudié muchas veces en mi adolescencia pentecostal, sin jamás haberme percatado del tono arrogante y autoritario con el que se comunica Pablo, pues esas son sensibilidades que desarrollé más adelante en la vida. Pero como quien intentaba traer una nueva filosofía a Grecia, al mundo de los filósofos, Pablo de Tarso se ubica en la misma tradición de los presocráticos, —o sea, los Benis de la vida, los eliminados de mi lista, yo cuando mucho más joven— los cuales con autoridad incuestionable pretendían regalarle al mundo la verdad que a solo ellos les había sido revelada y que nadie más, en la amplia ceguera en que se encontraban, habían podido discernir. Un estilo de pensar y hablar filosófico que persiste hasta nuestros días, a pesar de que Sócrates lo hirió de muerte con su postura de que la filosofía era búsqueda continua —llevada a la excelencia literaria en los diálogos de Platón—, y que solo se hallaba en el intercambio de ideas con los demás.

La relación entre Beni y Luisa prosigue uno de los múltiples rumbos que como lector barajaba, cumpliendo la promesa que implica el título de la trilogía, de explorar las insólitas formas que puede tomar el amor. Así como la experiencia de acrecentar amigos virtuales curiosos, estudiosos y abiertos a la comunicación mutua es la explosión misma de inesperados y deliciosos caminos, que vale la pena emprender.

Anotaciones en torno a una variante del pensamiento de Henri Bergson

La vida es y puede ser muchas cosas, y entre estas existen los tiempos en que los inquietos nos preguntamos cómo, al encontrar y ver lo nuevo, podemos saber si estamos frente a una reciente creación del universo o simplemente a algo previo que solo hasta ahora descubrimos.

Una mente que constantemente intenta prever lo próximo, se halla con frecuencia sorprendida por lo inesperado. Y aunque podamos aceptar que la sorpresa pueda ser el resultado de no tener a disposición y de antemano todos los datos para un análisis completo, esperar el cumplimiento de tal requisito es adormecerse en el sueño newtoniano del universo como mecanismo que solo necesita del hombre acumular la información total sobre sus variables, para predecir con exactitud cualquier evento en cualquier futuro. Ya el mismo Newton veía la dificultad que creaba un tercer objeto, digamos planeta, en la descripción del movimiento orbital de dos de ellos. Problema que hacía de la solución de sus ecuaciones, a largo plazo, un asunto insondable.

Usando su mente, Schrödinger fue capaz de construir la matemática que delinea el comportamiento del electrón en el átomo de hidrógeno. Pero una vez un segundo electrón entraba en escena, la solución a su ecuación, aunque en teoría posible, se convertía en un proyecto inalcanzable. Imagine nada más el escenario que pretenda predecir la posición futura de los 92 electrones en el un átomo uranio. Así la Mecánica Cuántica se fue por la vía que mostró Heisenberg con su Principio de Incertidumbre, el cual establece la incapacidad humana de determinar la posición junto con la dirección o viceversa, de cualquier partícula atómica, sobre la base de que el acto mismo de observar alteraba su comportamiento, limitando de esta manera la información capaz de adquirir. Más aun, dos electrones que forman parte de un mismo átomo y que como tal se influyen de forma mutua, contienen una elevada probabilidad numérica de hacerlo a pequeñas distancias subatómicas, como también lo hacen en el caso poco probable, pero no imposible, de que se encontrasen en lados opuestos del universo. Aun así, este entendimiento aproximado y circunscrito está en la base de todo avance tecnológico presente, con resultados altamente eficientes. Es como decir que todo el que quiera verme sabe que, basado en los estudios estadísticos de mi comportamiento, tiene inmensas oportunidades de encontrarme trabajando mañana en mi biblioteca, como que puede que esté en cualquier parte imprevista, pero aun siendo yo. Pero aun así, y no importando cuánto se conozca y planifique, un evento puede suceder exactamente como lo imaginamos y sin embargo, al vivirlo, nos damos cuenta de que posee una originalidad imprevista, pues aunque nuestros cálculos nos presenten un universo perfectamente posible, el que nos encontramos al experimentarlo nunca cesa de sorprendernos. Todo esto para reafirmar que el futuro es pensable, pero jamás predecible con exactitud, siendo lo inesperado el único elemento del cual podemos tener certeza. Pues de una manera muy kantiana, cualquier realidad que concibamos de antemano no es más que una abstracción, una idea que para serlo tuvo que trabajar separada de la experiencia y como tal, la experiencia a través de los sentidos, parece siempre tener la ultima palabra.

Si se adentra en el problema de la conciencia, y aun extendiéndola a todo lo orgánico, la pregunta inicial persiste en el momento en que esta introduce sentido a lo inorgánico, como por ejemplo a una foto, no sin dejar de mencionar que los antiguos no tuvieron problema en asignar alma a las piedras y, ¿por qué no?, si estamos hechos de los mismos materiales.

Las piedras serían como seres que han alcanzado nirvana. Puros, inertes, vivos pero tan seguros de sí y como son las cosas, que optan por la más mínima intervención posible pues, a fin de cuentas, no importa cuanto agites, lo que va a ser simplemente será, y no hay razón para andar sintiéndonos obligados a insertar conciencia a los eventos, y mucho menos a lo inanimado.

Pero la novedad también tiene su papel, haciendo del universo un proyecto inacabado, la inconformidad de la rebelión frente a las piedras, la negación de lo establecido, la insistencia en resistir la idea de que lo mejor hecho está, la opción del sentimiento como la herramienta que abre caminos. Por esto para Henri Bergson el mundo material es incapaz de existir sin la conciencia. La realidad y la historia no pueden ser el desarrollo o proyección de una película ya grabada, capaz de ser predicha si se posee toda la información de lo que la compone y su comportamiento durante el rodaje. Pues en este caso, ¿cuál sería el punto? La película tiene que ser sorpresa aun para su creador, una especia de divinidad que anticipa el deleite de la imprevista reacción. Ya que si la transcendencia de lo concebido hacia el plano del accionar en el tejido del vivir — o sea, el paso del tiempo—, no es capaz de cambiar nada, entonces en sí misma es nada, y el Parménides de la Relatividad que elimina la mudanza como parte de las cosas, es el dios impotente del universo estático que fue torpe en el descuido de no crear la alteración y se tuvo que conformar con contar un cuento del cual siempre supo el final, quedando solo el desorden como esperanza de variación. Se hace necesario entonces desmantelar para poder rearreglar de maneras novedosas e insospechadas un relato que fue pensado y desplegado para mostrar un ya fijado final infeliz, pues el dolor del presente es real y permitirlo sin perturbar la película del devenir es inconcebible, haciendo imperante intentar asumir los papeles de una divinidad que apuesta a la bondad, cuando no existen garantías de que la cinta se compondrá sola. El paso del tiempo es entonces nuestro aliado en el empeño de ajustar el desarrollo de la historia. La ilusión de lo inalterable en la creación sería la confirmación del más cruel de los dioses, la atrocidad que se muestra en la incapacidad de no poder ir más allá de lo creado, pues un verdadero dios tendría que poseer la habilidad de superarse a sí mismo en la reformulación de su obra. Es decir que la deidad se confirma añadiendo el carácter de inconformidad insobornable frente a un impuesto destino, y al infinito mismo, la posibilidad de su destrucción. Lo que esclaviza y limita es la expresión misma del maligno. El enemigo envidioso que por no poder ser como dios, —todopoderoso en el ejercicio de su opción de garantizar lo impredecible, como salvaguarda de autorregulación—, se le hace necesario fabricar la regla, la ley que encajona la inspiración, la prohibición explícita de intentar crear nuevos dioses.

El dios que todo lo sabe es un dios menor, incapaz de imaginar lo desconocido pues va en contra de su naturaleza. El verdadero iniciador inventa lo que es capaz de seguir soñando, la búsqueda ansiosa del asombro, ya que la única historia que vale la pena poner en marcha es la que encierra un número infinito de fortuitos relatos y tentativos desenlaces, creando así el regocijo absoluto tanto del creador como de los creados. Pues a nadie le gusta tener frente a sí y mucho menos ser parte de una historia ya contada, dolorosa por lo predecible, angustiosa en espera de lo inevitable. El placer siempre está en lo posible, donde la obra del artista se va formando en colaboración entre la idea previa y el accidente, la puerta hacia el insospechado movimiento.

Así vamos por la vida preocupándonos por lo que pudiese ser el vano intento de alterar los patrones y repeticiones que la naturaleza de las cosas de por sí posee, sin pensar que acaso es posible el pensamiento y el cuestionamiento de lo aceptado y aun —horror de horrores para los mecanicistas—, atrevernos a proponer la consideración del anhelo que altere el curso de las cosas, como resultado de querer siempre algo mejor. ¿Somos entonces víctimas de un orden preestablecido, actores de una obra escrita de final sabido, o acaso artistas, escritores de un libreto que se nos entregó en forma de lápices y páginas en blanco? Hijos de un dios que lanzó unos dados asegurándose de que tenían un numero infinito de caras y muchas más combinaciones, todas posibles, todas tejidas entre la realidad que es capaz de moldearse de la manera que queramos. Pues después de todo, nuestra percepción de la realidad es solo una pequeña fracción de lo posible, con la suerte de que quedamos con la capacidad de siempre dar otro vistazo, hasta hallar el ángulo deseado.

Elogio al pestañeo

Parpadear es un existir alternado entre la maravillosa revelación de un mundo experimentado y el breve, pero sistemático, recordatorio de la nada, de la oscuridad, la desaparición total de lo querido, de lo odiado, la fragilidad instantánea. Todo pasa tan rápido que la costumbre de la rutina nos hace olvidar lo cercano que estamos, en todo momento, de cesar nuestra regular relación con las cosas. Un pensamiento etéreo que a la vez permanece lo suficientemente activo en el transfondo, como para poder recuperarlo y de inmediato entenderlo como posible, sin necesidad de prolongada reflexión.

Pero los ojos cerrados son también la mente activada. La antesala al pensamiento que busca lo profundo evitando la distracción de las brillantes imágenes que en su vibrar nos capturan, anestesiando nuestra capacidad analítica. Cerramos nuestros ojos al besar, porque el sueño también merece su lugar en la oscuridad. Aun los ojos abiertos que leen no parecen ver nada excepto letras y así, ciegos para lo demás, al unísono abren las puertas de todos los universos.

La idea de la evolución nos hizo pensar y explicar el parpadeo como una simple e involuntaria estrategia adquirida por la necesidad de humedecer los ojos. Pero en el proceso nos enseñó a vivir una oscuridad útil, convertida en aventura, el alimento que impulsa la creatividad, la adaptación y la inconformidad que no descansa en su búsqueda por una mejor manera de ser y hacer. La continuidad de una vida de mira y luego piensa, como si ahí no estuvieran las cosas.

Historias I

sentado observó sin recordar
los que alegaban ser sus hijos
lo que dicen fue su biblioteca

solo recuerda el intenso sabor a sal

la colección es amplia
y luego de recorrerla con la vista
pudo ver libros de ciencia
que supuso describían
la naturaleza de la sal

imaginó que en ella
fue bueno trabajar
aunque a esta edad y difunto
no valía la pena empezar

también sospechó una pesadez
el temor de que perdió otras cosas

pero más se extravió en el barco
que atrás lo dejó en alta mar

en su época
morir en carabela
era cosa peligrosa
no para el muerto
para la tripulación

con aspirantes a doctor
que saben poco
es seguro asumir contagio
una envoltura rápida
y con suerte
alguien que recuerde
alguna oración

allí sí había libros
hasta del viejo en el océano
y no entendía como los veía
mientras su cuerpo descansaba
en el saleroso fondo de la mar

Teorema de la tonalidad

“Estamos haciendo un libro,
testimonio de lo que no decimos.”

Jaime Sabines

En la ilusión del rojo me tenía un electrón atrapado. Salta que te salta entre orbitas y yo de la flor enamorado.

De danzantes chorizos se hizo mi juventud añorada. En la tarde le decía ¡Marvin!, ya me voy a casa que mi mamá me espera y sobre la mesa, el delicioso guiso.

Identidad deslumbrante haciendo todo más difícil, la fácil letra insípida, esperando mi trapo de mendigo hecho, paño nacional. Hasta que tropecé con la paradoja y el ritmo fue dulzón, fuegos de belleza pura. La novedad no duró mucho. Otros ya conocían bien el truco de la pulida exageración.

Hoy, en la antípoda boricua, que por estar tan lejos está a un milímetro de estar tan cerca, observo desde mi ventana de lector la caravana de candidatos a jefe de barrio. Trajes repetidos y motocicletas de sincopado escape parecerían ofrecer en la falta, una esperanza desde abajo. Pero es iluso. El encanto de la solución total, encarnado en la apuesta al panismo resulta ser, tristemente universal.

Así me puse a escribir páginas extraviadas. En caso de que aparezca quien quiera leer por detrás, un libro cerrado.

Las trampas de la eterna corrección

Terminé. Finalmente y me alegro, pues pude entender a cabalidad la razón de ser del título. Existen algunas claves regadas durante el relato para nombrarlo de una manera que parece no tener mucho que ver con la historia, pero el final todo lo aclara de manera genialmente angustiosa. Pensé mucho, mientras lo leía, en la obra de Horacio Castellanos Moya “El asco,” la cual completa su título como un homenaje a Bernhard y a la evidente influencia que ejerce en su estilo, en un brillante trabajo donde El Salvador podría ser fácilmente sustituido por Puerto Rico, o cualquier otro pequeño país latinoamericano. Una manera de narrar que tentadoramente puede considerarse cansona, pero que en su arriesgada repetición, ejerce una maestría tan depurada que en lugar de soltar el texto, nos vemos atrapados como si en el vuelo circular de una ave de rapiña que, en interminables vueltas sobre su objetivo, lo va estudiando en lo que parece una redundancia, pero que insiste en buscar la perfección pura en la caza de lo anhelado. Un poco también quizá como la obra musical de un Philip Glass, donde cada nueva línea de acordes parece idéntica a la anterior, solo para al final darnos cuenta de la lenta progresión que sin notarlo, termina en lo inimaginado. No en balde Bernhard se convierte en uno de los más emblemáticos escritores de la segunda mitad del siglo pasado. Pensé también un poco en algunos textos de García Márquez, donde la extensa oración que nunca parece hallar su punto final agota en el proceso todo lo que una idea pueda ofrecer; y al final, por qué no, también en Pizarnik y en el compromiso obsesionado del escritor por hallar la descripción excelsa, sublime, junto con las trampas de la eterna corrección.

Extraviado Spinoza

Imaginación es palabra común en el mundo literario. Pero no esperaba verla en los escritos de Kant, y muchos menos emparejada con sensibilidad. Pero era la “Crítica de la razón pura” y definirla tomó varias docenas de tortuosas páginas. Por suerte todo comienza con una descripción preliminar, que me recordó a Spinoza, en un libro que leí hace muchos años. Fui a buscarlo, por supuesto, entre los libros del pulidor de lentes. No estaba. Busqué entonces el inventario electrónico de mi biblioteca, para ver su fecha de publicación, pues es la manera general en que organizo la colección. 2013, pero tampoco estaba entre los de ese año. Aquí se complica la cosa, pues en ocasiones, luego de estudiarlo, coloco el libro entre los años a los que se refiere. Pero esto significa que debería estar alrededor de donde están los libros de Spinoza. Tampoco estaba y, con la certeza de que lo tenía, me dispongo a la tediosa y última opción de recorrer con mi vista la colección completa. Por lo menos sé exactamente como se ve su lomo. Afortunadamente puedo hacer esto con cada uno de mis 4,000 libros. Sin embargo el camino es largo y mi vista se agota y torna borrosa. Solo la voluntad, mezclada con la incapacidad para concentrarme en otra cosa hasta que no encuentre lo que busco, me ayudaron a proseguir la tarea. Para aliviar un poco la tensión, publico un pequeño comentario de la situación en Facebook. Este es el tipo de cosas que a la gente le encanta envolverse en línea y como era de esperarse, los comentarios y testimonios de similares frustraciones comenzaron a fluir entre la lista de los comelibros que tengo por amigos. Claro, que de este ahora más elaborado escrito no podré esperar la misma cantidad de reacciones, pero escribir es lo que hago, me lean o no. Finalmente lo hallé, quizá unos 90 minutos de búsqueda. Resulta que hace muchos años, al leerlo, había descubierto que era una reimpresión de un texto clásico del 1940. Por eso no estaba en los libros del 2013, ni tampoco con los de Spinoza, pues la prioridad de la organización es cuando se publican primero y no las reimpresiones. Pero esto es ya más difícil de guardar en la memoria. Eso fue esta mañana y ya de tarde me siento más tranquilo y listo para continuar con mis lecturas.

Ecos de un antiguo lelolai

Manetho y Berossus eran dos sacerdotes del antiguo mundo heleno. El primero de Egipto y el segundo de Babilonia, ambos escribiendo durante el tercer siglo anterior a la presente era, tanto en sus antiguos idiomas como en el griego de su época y a ambos les debemos una detallada relación de gobernantes y eventos que van profundos en el pasado de sus lugares. Los textos completos no sobrevivieron, pero sobre los fragmentos y citas posteriores que tenemos, se basa toda la arqueología que siglos venideros usan, hasta nuestros días, para orientarse en los estudios de la antigüedad del este mediterráneo. Eran tiempos de un nacionalismo solapado que intentaba salvar un mundo que desaparecía, bajo los auspicios de la bota imperial griega. No escribían a escondidas, pues tenían todo el apoyo y asistencia de las autoridades helenas, las cuales se jactaban de promover las culturas locales, siempre y cuando los puertos, el comercio y las leyes constitucionales respondieran a los intereses griegos. En fin, la versión anticuada de la colonia.

Una vez los romanos superan a los griegos como fuerza principal del mundo antiguo, tomando control de toda la cuenca del mediterraneo con una influencia que llegaba hasta lo que era Persia, las tradiciones que intentaban rescatar Manetho y Berossus van desapareciendo en el olvido, en especial con la llegada oficializada del cristianismo, en donde el texto bíblico se convierte en el documento antiguo de preferida referencia. Pero aun este, con un Nuevo Testamento escrito en idiomas locales, pero ya con un gran peso en favor del griego, mantiene las características generales de los tardíos textos sacerdotales del Nilo, el Tigris y el Eufrates, esto es, mucho pecho pa’lo de ellos, pero con los puertos, el comercio, las leyes constitucionales griegas o romanas y, por supuesto, sus idiomas irremediablemente mezclados con la lengua imperial. Solo la arqueología moderna pudo rescatar y recuperar la riqueza de lo que fue el antiguo Egipto y las civilizaciones de la enterrada Mesopotamia, para colocarlas exactamente donde los griegos y romanos las querían, en la memoria de los textos históricos, la evidencia de lo que fue, la orgullosa celebración de lo que ya no es.

Scholia

En su novela “The unbearable lightness of being,” Milan Kundera describe a un Tomas sorprendido de sí mismo ante el deseo de cuidar y proteger a Tereza, la cual se había simplemente aparecido, como si de la nada, en su puerta. Soltero —en realidad divorciado— empedernido, ni siquiera permitía que sus amantes de ocasión pasaron la noche en su cama e insistiendo en su necesidad de dormir solo, las llevaba a donde estas quisieran después de la medianoche. Pero para Tomas, Tereza era diferente, pensándola como una niña abandonada en un cesto flotando en el río, sintiéndose responsable mientras imaginaba lo diferente que fuera la historia si la hija del Faraón no hubiese recogido a Moises o tal vez, qué hubiese sido de Sófocles y el futuro de la literatura universal, si la esposa de Pólibo no hubiese recogido a Edipo.

Hasta aquí todo bien. Pero a la hora de determinar quién era la esposa de Pólibo, —importante pues es la que cria a Edipo y luego al este llegar a adulto es la que le revela que no es hijo natural del rey de Corinto—, existen diferentes versiones. Su nombre podría ser Peribea. Pero según Sófocles, su nombre era Mérope, y según Higino se llamaba Medusa. Pues resulta que la tragedia de Edipo Rey eran tan famosa en la antigüedad, que todo el que la estudiaba y la copiaba, se sentía en la obligación de hacer anotaciones al margen que pretendían explicar, corregir o mejorar la versión que copiaban. Séneca hizo lo propio en Roma insistiendo en una interpretación estoica de la obra, y Aristarco de Samotracia, filólogo y bibliotecario de Alejandría hizo también copiosas anotaciones que con el tiempo se fueron integrando al texto. En el último siglo y medio académicos han creado miles de páginas en estudios y especulaciones sobre cuál era el texto original de Sófocles y cuáles las anotaciones; aun sin desprestigiar las añadiduras, interpretaciones y correcciones que fue acumulando la historia, por considerar estas una valiosa mina de información sobre las épocas en que fueron creadas y el pensamiento y evolución de cada una de ellas.

En los últimos meses he estado trabajando en la revisión y edición de mi próximo poemario, el cual espera Carlos Roberto para publicar en Editorial Isla Negra. Yo aun no me creo mucho que este tipo de cosas me pasen a mí, pero en el proceso, más largo y tedioso de lo imaginado, he reescrito, editado, corregido y desechados sobre un grupo inicial de cien poemas que escribí entre los años 2019 y 20. Páginas y páginas de comentarios que guardo y con una sonrisa escondida y pícara imagino uno de esos improbables universos alternos en donde los estudiosos se pasarán la vida debatiendo todos las implicaciones de mis centenares de notas al margen, pues de la imaginación y sueños de todos es que se construye todo lo escrito.

Espejos

Detenida la breve lluvia, miraba las olvidadas gotas de agua sobre el cristal del carro. Sus compañeras, unidas en torrente habían rodado cuesta abajo sobre el estacionamiento, cumpliendo ahora su destino de calmar la sed de la hectárea de arroz que esperaba las últimas bendiciones de una temporada que llegaba a su fin. Era ya casi noviembre, y el tiempo seco se asomaba, reduciendo a un mínimo las oscuras nubes que despidiéndose sobrevolaban el primer amarillo que asomaba la grama.

De joven adulto pensaba que los colores otoñales de Boston aparecían con la paulatina partida del calor. Pero pronto aprendí que los tardíos calores de otoño, lo que ellos llaman el “Indian summer,” en nada ayudaban a dar un último aliento a unos árboles que habían ya despedido un verde que se regía por la cantidad de luz solar, y no la temperatura.

Las múltiples gotas, a falta de viento, permanecían como si pegadas al cristal del carro, invitándome a la mirada. Allí estaba yo, multiplicado en cien imágenes, todas similares, todas con una fracción de ángulo diferente, mostrándome lo que los espejos de mi vida se habían encargado de hacer desde la niñez. Eso me salvo de la sorpresa de Narciso, al cual la profecía le garantizaba una vida feliz, siempre y cuando no se mirara a sí mismo. Pero eso era antes. En nuestro mundo el romance con uno mismo llega temprano, así como la decepción, reservando la infelicidad para aquellos que persisten en mentirse a sí mismos.

Cansado de por años manejar cuatro veces al día los 22 kilometros que hay entre nuestra casa y la escuela de los niños, decidí enseñar a guiar a mi esposa, y comprarle un carro nuevo. Así podría aprovechar de lleno los años de retiro y dedicarme por completo a la lectura y la imaginación, en fin, a mis letras. Fue entonces ella la que desde el asiento del conductor me saca de mi pensativo embobamiento y de regreso a la Tierra, al abrir una ventana que, mientras liquidaba los múltiples espejos que alimentaban mi viaje, me abofeteaba con la sentencia, “let’s go Asawa; kids are hungry and ready to go home”

Culots

“…what can life be worth if the first rehearsal for life is life itself?”

Milan Kundera

Robespierre sabía que la muerte lo asechaba. Morir joven, decía, “es el precio que pagan los virtuosos.” Tuvo razón, por lo menos en lo de su prematuro fin. Pero su visión tiene otra cara, pues implica que los de larga vida hemos optado por lo seguro, la sombra de los eventos.

Las muchachas de mis años de vagabundo isleño usaban lo que le llamaban culots, pantalones que terminaban en algún punto entre el tobillo y la rodilla, y que en el espacio de una pierna cabían seis. Obviamente no es una palabra del español. En la época de James Monroe se usaba una variante con el mismo nombre y, como era de esperarse, parece copiada del inglés. Pero Robespierre sabría mejor, pues en realidad es una palabra francesa, siendo que los “sans-culottes” (sin culots), los miembros más radicales de las clases bajas que hicieron la revolución, se caracterizaban por andar armados y no usar culots, prenda preferida de las clases pudientes.

El Tiresias de la mitología griega se la pasaba retando a los dioses y de castigo fue trasformado de hombre a mujer y luego de nuevo a hombre, varias veces. Como recompensa por sus tribulaciones, le fue dado el don de la profecía. Y me acuerdo de el / ella por la historia de los culots, ya que los poderosos franceses y norteamericanos eran varones, y como bien señala la feminista francesa Genevieve Fraisse, desde Atenas, la ciudad y su realidad política fueron los hombres, añadiría yo, y sus culots. Pero en mi época esto era cosa de muchachas. Así que algo tuvo que haber cambiado en el camino, ¿pero qué?

Yo me sospecho que en estos asuntos parece haber algún progreso. Zeus, que era varón, no pudo contener lo primero que se nos ocurre a nosotros y le preguntó a Tiresias que cuál de los sexos, basado en su experiencia en los dos campos, disfrutaba más el placer sexual. Como era de esperarse Tiresias confirmó que la mujer, por lo menos diez veces más.

Comento esto sobre mis lecturas mezcladas con los recuerdos, como quien a la sombra de lo seguro llegó a viejo buscando quizás, en la escritura irreverente, algún tipo de redención.

Pulida unicidad

Rebeldía es solo el comienzo, la oportunidad para afinar algo único que nace de algo tan común como la inconformidad. El desagrado es una antesala construida de miseria y si no se piensa, buscando la oculta belleza que encierra el dolor del rechazo, se hace fácil quedarse estancado en la ira y la frustración. Es un paso que requiere algo especial. Una capacidad que escondida o adquirida, es la llave para proseguir hacia la posible felicidad. Detenerse sería el final, irónicamente, en el principio. Todos somos especiales, en la medida en que combinamos de manera singular el evento de existir. No cabe duda de esto, ante la arrolladora evidencia de billones de seres que tanto en el pasado como el presente, demuestran en sus historias la virtual infinitud de maneras interesantes de actuar en el drama de la vida. Así debemos de andar confiados en que por el simple hecho de haber nacido, se nos ha provisto con una combinación que resulta en una forma de ser y pensar nunca antes vista y, muy probable, irrepetible en el futuro. Es entonces la certeza de tal singularidad el primer elemento de impulso, el antídoto contra la perenne duda que nunca parece descansar. Sin embargo, es innecesario promover nuestra particularidad como mercancía, en el intento burdo de convencer a los demás sobre su valor, pues es esta una actividad que consume mucho tiempo, valioso tiempo, el cual debe dedicarse a la perfección del talento, o talentos, los cuales en su despliegue se encargarán de hacer evidente la necesidad y placer de prestarles atención. El rasgo de nuestra contribución es, en la inmensa mayoría de los casos, una variante de algo ya visto y practicado y, aunque nuestro novedoso enfoque es capaz de abrir puertas hacia impredecibles universos, por iniciarse como un pequeño desvío de algún camino ya trazado requiere, es de hecho imprescindible que, para mayor certeza y efectividad en la construcción de lo nuevo, se empape y reflexione sobre la avenida mayor de la que somos una oferta de salida. Ese anclaje en la tradición nos ubica como alternativa que no comienza en la nada, sino como visión para una renovada continuidad de algo que, fabuloso en el pasado, parecía haber perdido su fuego inicial. Así que adelante, explórese y luego manifiéstese. No como pretendida nobleza que reconoce su unicidad y por ese simple hecho demanda atención, sino como pulido valor que se esfuerza en tallarse y en el proceso nos ofrece la dicha de descubrirlo, según se va descubriendo el mismo.

nostalgia blanca

Yo también me tiré a la calle en mi primera nevada. Era la mañana de un primero de noviembre y acabábamos de recibir la noticia de la cancelación escolar. Un amigo definió esto como vacaciones sorpresa “coming out of nowhere.” Para Rosa, hija de puertorriqueños nacida y criada en Iowa, la nieve no era ninguna novedad. Pero sabía lo suficiente como para apoyar mi curioso entusiasmo y, prestándome uno de sus “coats” de invierno, pues aun no tenía uno, andamos por la ciudad con los trabajosos pasos que provocan unas ocho pulgadas de nieve. Tanta nieve temprano en noviembre era considerada inusual, aunque no imposible. Por eso existe una regla entre muchos bostonianos de nunca ponerse el abrigo de invierno antes del día de Acción de gracias. Yo pretendía estar siguiendo esa regla, como explicación a mi falta de coat, pero la verdad era que mi situación respondía más al no saber, combinado con escasez de fondos. Un boricua que llevaba años en la ciudad me había recomendado que adquiriera un buen coat, de por lo menos 100 dólares, pues una vez llegara el frío de verdad, lo iba a agradecer. No muchos años pasaron para que esa cantidad de dinero dejara de ser suficiente, y muchos menos para yo entender lo que eran las temperaturas invernales de Boston. No en balde la novedad de la temprana nevada no parecía ser compartida por nadie en la calle ese día, mostrando más bien rostros de amargura mezclada con resignación, pues el invierno resulta ser no solo extremadamente frío, sino igual de largo. Por ello entendí, llegado abril, porque las personas salían jubilosas y en pantalones cortos, una vez la temperatura subía a los 50 grados. El pasar de los años me dio admisión al mayoritario club de los que no se agitaban mucho por la primera, ni por ninguna otra nevada de la temporada. Aunque siempre conservé un ojo y corazón de aprecio a la belleza del evento, cosa que terminó contrastando con el disgusto que mostraban la mayoría de los residentes hacia la nieve. Un día tomé una hermosa foto de una de las ventanas de mi cocina enmarcando las ramas congeladas de un árbol al lado de la casa, y la publiqué en Facebook. Fue la ocasión en que tuve que lidiar con una isleña que la tomó como plataforma para alabar las bendiciones del cálido terruño, lo cual me pareció bien, hasta que continuó con su despilfarro de odio describiendo lo que para ella era la ridiculez de vivir, imagino que en especial un boricua, en un sitio como ese. Yo muy ingenuo intenté compartir lo emocionante que era apreciar el elemento estético que ofrecía mi ventana, lo cual para ella solo servía si se acompañaba con un palo de pitorro. Para muestra un botón del exclusivismo isleño con que por más de treinta años he tenido que batallar, en su falta de reconocer que si acaso existe tal cosa como ser puertorriqueño, los números y la situación apuntan a que por definición, se necesitaría vivir fuera de la Isla.

“so simple and enchanting”

Luego de unas treinta paginas adentrada la lectura, pensé que una buena manera de darle sentido a la sorpresiva narrativa de Xue, era verla como una metáfora de China, tanto la ancestral como la presente. Y no puedo negar que funcionó, pues entre fábulas de extraños seres subterráneos que buscaban a sus antepasados e historias de humanos donde la sencillez de una conversación familiar se interrumpía por la presencia amenazante de un gigantesco búho, la historia del gran país que se autonombra como el central, perecía ser recogida en un texto tan simple como fantástico.

“This kind of reasoning led to no outcome at all.”

Pero tal singularidad metafórica, como es de esperarse, resultó limitada. Pues la imaginación de Xue nos mueve constantemente entre el relato inocente de un niño visitando a su tío, o quizá la belleza de unas rosas capaces de cautivar a una joven y de momento, sin aviso alguno, abri la puerta de un apartamento en un alto piso y descubrir que todas las escaleras habían desaparecido, o que bajo las hermosas flores se encontrarán enterrados otros niños, algunos vivos y otros muertos. Y por supuesto, con historias de esta naturaleza, casi cualquiera metáfora interpretativa sería capaz de funcionar, o aun ninguna, pues la pluma de Xue hace que cada una de las historias pueda ser apreciada en sí misma, sin necesidad de referencia.

“…but I had already abandoned normal logic.”

El estilo de Xue no es totalmente novedoso, y para quedarme local, podría pensar en escritores como nuestros Aravind Adyanthaya, José Liboy Erba, o el mismo Rafael Acevedo en su Exquisito Cadáver. Pero lo sorprendente de Xue es su habilidad de envolvernos en la totalidad de una fábula, para luego continuar con la suavidad de la más simple cotidianidad humana y de momento, en una línea, entrar en una realidad onírica a la que nada parece extrañarle la transición por la que acaba de pasar. Como la narración reflexiva de algún insecto emparentado con los gusanos de tierra, seguida por la hogareña mujer, madre de familia que mientras trabaja en su jardín, sin pensarlo se encuentra en un lejano pantano con lo que parece ser su ilusión de juventud y terminar haciendo con este el amor; o ancianas que venden algodón de azúcar en las calles y de pronto son capaces de producirlos en el aire, para el disfrute de los chiquillos.

“In moments like that, my brain was transformed into an endless ocean.”

Leí a Can Xue porque estaba en la lista de fuertes candidatos para el Nobel de este año, y aunque no fue así, no sería imprudente que la Academia considerara en un futuro reconocer la calidad creativa de esta escritora asiática. Una maestra en la exposición de una complejidad que no necesita de rebuscado vocabulario ni de oscuras referencias históricas o literarias para envolvernos en una serie de inesperados y fabulosos universos.

Edgardo Molina

Sentado frente a la entrada de los baños públicos, pensaba en los años que tejían su existencia con aquel lugar. Abandonó la idea de cuantificar. Era suficiente con saber que aquellos bancos habían sentido sus nalgas centenas de veces. Suficientes como para ayudarlo a bosquejar un fugaz croquis de su vida en la ciudad.

Las cuantiosas sentadas abrían las puertas para otra serie de incontables eventos, cada uno acompañado de un alto grado de permutaciones. Digamos que Edgardo Molina intentaba la laboriosa tarea de absorber en un solo instaste, la realidad de que mitad de su vida estaba en aquella ciudad.

Contrastaba la variedad de lo vivido con la inmutable urbe y aquella estación de tren. El presente momento muy bien podía ser cualquier punto años atrás, pues todos los elementos de aquel lugar, como si centro de la vorágine del tiempo, habitaban en un soplo suspendido donde pasado y presente perdían significado.

Era un jovenzuelo recién llegado cuando se enteró que aquel baño de hombres, punto de encuentro entre la estación del tren urbano y el otro tren de alta velocidad que conecta con todas las grandes ciudades del país, era también el punto de encuentro favorito de algunos homosexuales de la localidad. Desde que supo esto evitaba el lugar, excepto en ocasiones en donde la necesidad vencía los temores. Entraba entonces con mucha aprensión y con todos los sentidos en alerta, siempre tratando de avanzar lo más posible y salir a toda prisa.

Ahora, muchos años después, y con su pequeño hijo sentado a su lado, veía la acostumbrada camada que merodeando el territorio, esperaba a que los incautos varones mordieran el insospechado anzuelo de la necesidad, y entraran al lugar en donde la inevitable muestra de sus miembros servía de punto de partida para la imaginación de los siempre presentes.

Un grito advirtió la salida de la pareja. Todos en la estación enfocaron los ojos en un hombre negro, fornido, sospechó Edgardo que en sus cuarenta, articulando frases de incierta sintaxis, y persiguiendo a otro hombre, blanco, como de también unos cuarenta, que ahora se encorvaba, cual si presintiendo lo terrible porvenir, mientras recibía par de bofetadas.

El agresor, inmerso en un escabroso lenguaje de lejano código, se aseguraba que la palabra “faggot”, la cual usaba como látigo justiciero frente a una audiencia petrificada, se distinguiese con cristalina claridad. Despertando del momentáneo asombro, Edgardo Molina le ofrecía la protección de sus brazos a su hijo, un espacio que pensó seguro.

Nuestro verdugo regresaba al baño, y junto al abofeteado que lentamente se recuperaba y seguía su camino, pudo Edgardo Molina distinguir una audiencia que continuaba con sus lecturas, sus textos, sus mensajes, sus llamadas, y conversaciones, en un mundo paralelo al nuestro, y al cual las repercusiones de lo acaecido no llegaban.

Edgardo Molina, aun respirando la frescura de lo recién visto, se aprestaba a ponderar las implicaciones del evento, con la firme certeza de no ser un individuo de tan violenta calaña. Es entonces sorprendido por las palabras de su pequeño hijo, que aun entre sus brazos y con inesperada agudeza le decía, “He did not listen Daddy. He did not listen.”

Tokio Blues

Rodeaban las plañideras una ceremonia a la que resignado me tocó ir solo. Bueno, también estaban el conductor de ritos y los empleados del cementerio a los que supongo les correspondía dar vuelta a la manigueta que baja el ataúd, e imagino que también palear la montaña de tierra que estaba al lado, discretamente tapada con un gigantesco paño verde. Me di cuenta de lo poco que parecía afectarme el asunto, cuando descubrí mis pensamientos ensimismados en las razones del color verde. Confundirse con los demás hitos del lugar fue lo único que se me ocurrió. Un gigantesco y aceitunado mapa que con sus lápidas como puntos de referencia, intentaba orientar al extraviado hacia su deseado destino, bien fuese ahora, o en su viaje final. Todo se presentaba razonable, excepto por mi indiferencia y el albornoz que noté llevaba encima, cubriendo un cuerpo que andaba solo en calzoncillos. Eso me ayudó a calmar la extrañeza que me sobrecogía, pues era evidente que estaba soñando. Hay quienes piensan que los sueños, sueños son.

A María le serví el café que era mi costumbre y como en esos tiempos leía a Freud, me la pasé el día entero repasando los detalles del sueño en busca de su significado. Varias semanas pasaron y nada. Aun así, no me desanimé. Bien decía el austriaco en su voluminoso texto, que la interpretación de los sueños requiere de mucha paciencia y disciplina, pues no es hasta que preñados intensamente y por largo tiempo de los detalles del pasado viaje nocturnal —dejando así que algún fortuito evento nos transporte al más inimaginable recuerdo, muy probablemente de la niñez—, que caeremos en cuenta de las conexiones necesarias para captar lo que a todas luces parece una historia sin sentido. Y así fue, pues leyendo a Murakami, sorprendido desde las primeras páginas por la sencillez de su prosa, me preguntaba cómo era posible que un escritor de esta llaneza narrativa pudiera estar siempre en las listas de fuertes candidatos a ganar el premio Nobel de literatura.

Diez páginas y era evidente que no estaba frente a un Conde de Lautréamont que, con la fantástica poética de su narrativa, me ha servido de mina inagotable para el conjuro de mis versos. Cuarenta páginas de Murakami pasaban en un suave fluir que también me hacía cuestionar la inversión de mi tiempo, pues en las tablillas de mi biblioteca me esperaban ansiosos los textos de Lezama Lima y los interminables placeres de unas rocosas relecturas que a través de los años me han forzado a tallar mi propio universo literario, inspirado en la valentía de quien fue capaz de leer la realidad sin temor de escribirla a su modo, que más que neobarroco es caribeño; ¡chúpense esa, Garcilaso y Góngora! Y es que como lector me he acostumbrado, por insistencia personal, a buscar escritores que vean en el lenguaje un instrumento subversivo que, como tal, cuestione lo establecido de lo que se considera literatura, transformando el entendimiento a través de textos que procuren con tesón decir las cosas no solo de manera bella, sino también de formas que nadie haya explorado aun.

Ochenta páginas de Norwegian Wood sin desviar la atención a ningún otro texto, en la espera de hallar alguna similitud con la prosa de alguien quizá como Rancière, uno de mis escritores favoritos, pues si bien no es filósofo el japonés, tal vez su fuerza narrativa estaba en la propuesta política que escondían sus personajes. Ojalá, pensaba, la novela se proyectara en el molde de una extensa metáfora que se entiende mejor como una crítica solapada a su sociedad y a su irracional apego al capitalismo corporativo, en total detrimento de la humanidad de sus empleados. Pero no, no Yukio Mishima ni nada por el estilo, y mucho menos nada de la compleja prosa que el francés ha hecho su signo, contrastando las tradiciones ciudadanas atenienses con las prácticas del presente, o explorando las vidas nocturnas de los artesanos y trabajadores durante la revolución francesa, revelando, en un texto tan hermoso como intrincado, e invitando a la relectura de sus miles interpretaciones, como estos se lamentaban no tanto por la dureza de sus tareas, sino por la sed de descanso en unas noches que hubiesen preferido dedicar al estudio y lectura de la poesía. Simpleza del lenguaje en contraste es lo que nos ofrece Murakami, en su proyecto de personajes que se narran a sí mismos de manera coherente y de fácil deducción.

Luego de unas 130 páginas sin poder soltar Tokio Blues, pienso entonces que no tenía que ser tan internacional en mis modelos y expectativas, pues el mismo sentir permanecería válido más cerca de lo creído. Sibarita de la desbordada sintaxis que recoge un cosmos de reflexiones, recordé a los escritores de culto de mis orígenes y comencé a extrañar y esperar la jerga autóctona de Ramos Otero —a quien tanto me gusta leer— y la configuración que para mí tiene el reto literario y por lo tanto, la calidad de lo escrito. Pero nada, ni mi devoción por los cuentos de Pepe Liboy encontró eco en las próximas 200 páginas de Murakami, y mis calculados ejercicios para continuar puliendo un estilo propio, que aun siquiera fuese sombra del de Pedro Cabiya, parecían ir en dirección contraria con cada página que sistemáticamente leía. Así pasé un día entero haciendo lo impensable, estos es, leer un solo libro sin parar, de tapa a tapa, envuelto en una dulcemente narrada historia que sin piruetas ni artimañas me tuvo, a mí que soy incapaz de leer menos de 10 libros a la vez, pegado a sus páginas sin poder abandonarlo.

Entonces todo cayó en su sitio, pues al llegar a la pagina 383, la última del texto, me vi claramente de niño, con la suerte de haber nacido décadas antes de que la multitud de focos y atenciones fuera catalogado como un síndrome necesario de medicación. Un futuro malestar que pasando por natural, de adulto se desbordó en un estilo de las letras que continuamente recoge de aquí y de allá, para en la más enrevesada de las formaciones, crear una rúbrica parecida a una colcha de parchos; pedazos que vienen de todas partes y que así inventan un conjunto único de difícil imitación. Todo entró en los esquemas de la lógica y yo, queriendo desgañitar el cumplimiento de lo prometido por las técnicas freudianas y la preparada espera del súbito imprevisto, pude entender en la conclusión de la novela, como si en una premeditada sincronía entre la quimera y lo leído, la significación del desconocido cuerpo en la caja de muertos, el omnipresente verde, las estelas sobre los sepulcros y hasta las connotaciones en el llanto de las asalariadas. Todo se me hizo trasparente, como suele ocurrir, en el rito de permitir al azar seleccionar, de entre los dos mil volúmenes en mis anaqueles que aun no leo, y que llegaron allí, en muchos casos hace décadas, por el impulso de una intuición que al momento no podía precisar el cuando.

Murakami era entonces un maestro que como Luis Negrón en su Mundo Cruel y Magali García Ramis en su seminal Felices días tío Sergio, tenía el don de un asequible estilo, cristalino, que como el más puro de los recursos literarios, era capaz de hechizar al lector y sentarlo hasta su final, frente a una especie de insospechado espejo. Así terminé la novela, de una “sentá,” no como autoimpuesta tortura de concluir lo comenzado, pues como fiel seguidor de las enseñanzas de Borges, nunca encuentro razón para seguir leyendo un libro que no me cautiva, sino permitiendo lo que estilos como el de Murakami buscan, esto es, sembrar una semilla que se presenta inocente, inocua, pero que luego germina tomando una vida entera de crecimiento y expansión, por cada rincón de nuestros adentros.

Esperanza del desorden

En la rutina hallaba mi seguridad, la paz, ofreciendo al mismo tiempo a los enemigos la habilidad de predecir mis pasos, presa fácil. Así, en ocasiones, me obligaba al errático andar, a la protección que ofrecían mis veleidades.

Mi sangre es como el doloroso origen al que no quiero regresar. A las enfermeras del hospital siempre se les dificulta hallar la vena de mi brazo. Se quejan de tener que pasar más trabajo buscando puyarme en las manos y a veces hasta en los pies.

De los números hice profesión. Me gustaba entender las estrellas. Hubo quien anotó los golpes de culata en las espaldas de los niños y calculó la muerte usando la Desviación Estandar de la Media.

He visto muchos aeropuertos de frente, pero nada más pienso en uno, el único que quedó solo a mis espaldas.

Aun no sé si me llevan o si soy yo quien decido quedarme. Hace poco aprendí a echarle la culpa de mi tortura mental al liberum arbitrium de Agustín de Hipona.

Es como si el peso de la infancia quedara, o por lo menos lo que en seis décadas aun resta de colarse por la hendija. Una batalla de dialectos que corre paralela en las páginas de mi biblioteca. Un registro de apetitos desordenados que por suerte me apartan del camino donde agazapado, me espera el destino.

Rompiendo la radiola

Hay algo desconcertante en la agresividad —no exclusivamente nuestra— del puertorriqueño. En especial el hecho de que se ejerce, con pasmosa frecuencia, contra otros puertorriqueños. Manejar en las calles del país solía ser el ejemplo por excelencia para describir tan irracional comportamiento. Hoy en día, sin minimizar ni hallar evidencia de que la ira en las vías de transportación y estacionamiento haya mermado, las redes sociales han pasado a ocupar la silla del reinado, en lo que se refiere a despepitar veneno contra el otro. Casi todos mostramos estar encojonados y, he aquí lo interesante, todos parecemos encontrar sólida justificación para nuestro iracundo despliegue.

Desde una perspectiva política, hay quienes damos la impresión de haber tomado la tradición de la revolución y su convicción en la necesidad de la lucha armada, como terreno ético desde donde partir. Una ideología que encuentra en el robo, abuso y muerte que produce el opresor, razón suficiente para usar la violencia, ya que se ve, en última instancia, como legítima defensa contra el agresor. Es dentro de este contexto y, en momentos en donde no se está librando una lucha armada contra las fuerzas de un estado tirano, que el militante identifica y equipara, de inmediato, a cualquiera que se oponga a su discurso y receta para un mundo mejor, con el enemigo, poniendo las ideas de el otro como sostenedoras del estado actual de cosas que se quiere cambiar y, por lo tanto, objeto necesario de la bala que saldría del fusil del ejercito popular, excepto, en este caso donde no hay tal ejercito, de su mas allegado ejemplo, las palabras que pronuncia el iluminado, el sostenedor de la verdad.

Cuando el objeto de tal embestida por parte de algún seguidor de izquierda es un simpatizante de la derecha puertorriqueña, situación que encuentra una más sostenida justificación dentro de lo antes mencionado, la respuesta que se obtiene es, de esperarse, un rápido descenso a las turbias aguas del insulto y la chabacanería, lo cual, de inmediato, aunque tira por la ventana toda posibilidad de dialogo y entendimiento, encuentra un contundente compromiso de ambas partes, de continuar el sin sentido de la noria ad nauseam, poniendo todas las fichas de una posible victoria, en callar al otro con la última palabra, encontrando, en la gran mayoría de las ocasiones, solo trazas de la original discusión en los lodazales en que se suele acabar.

Más problemático, pero no menos común, es un similar intercambio de insultos e irracionalidades, entre simpatizantes de un mismo sector político, en especial la oposición. Pues, aunque podamos estar presenciando a dos, o más individuos que hasta hace poco, en algunos casos semanas, días u horas, eran compañeros de lucha en el compartir de ideas que aseguraban el avance de la justicia, en un santiamén, se convierten en enemigos arrecimos, cada cual, identificando al otro, como la razón por la cual la revolución no progresa y por ello, aliados de la derecha conservadora, poniendo al otro en un plano que promueve y alimenta el tipo de agresividad que merece, el más gorila de los dictadores.

Pero lo más sorprendente de todo, es la inhabilidad nuestra, independiente del sector político, de enfrentar y organizarse en contra de los verdaderos opresores, con la misma facilidad, agresividad y pasión con que lo hacemos con compatriotas de similar nivel y posición, añadiendo así años al ya centenario coloniaje. Esta falta es casi siempre enmascarada por la muestra de una intensa campaña de declaraciones contra el gobierno colonial e imperial y sus representantes económicos, en un intento por demostrar nuestro real entendimiento de quien es el enemigo. Pero por lo regular resulta en acciones solitarias o de grupúsculo, pues insistimos en darle de codo a todos los que anteriormente señalamos como incorrectos y confundidos, dando la clara impresión de que estos últimos siempre tienen la oportunidad de redimirse, con tan solo arrepentirse de sus errores y unirse a nuestro bando, la forma clara y correcta de hacer las cosas.

Es evidente que un país donde la mayoría del tiempo todos estamos en contra de todos, excepto en las raras excepciones donde se logra alguna cohesión para agravar a los que en realidad ostentan el poder, tiene reducida posibilidad de redención y es, a todas luces, el paraíso para aquellos que son expertos en tomar ventaja de naciones y grupos sin rumbo, con el conocimiento y experiencia para explotarlos y extraerles al mayor valor posible. Sin embargo, y es aquí donde el análisis se hace escabroso, todos parecemos estar consientes de que esto último es de hecho el caso y, por más que lo sepamos, no encontramos la forma de salirnos del círculo vicioso de la tiradera continua, el menosprecio radical del otro y la auto-promoción como astros de iluminación pura.

Saber que no importa lo que diga, siempre habrá un grupo, a veces sustancial, a veces no tanto, que encontrará razones para despreciarme es, en cierta medida, liberador. Y, aunque parezca que también me uno al deporte nacional de criticar sin pensar en las consecuencias, entendiendo que poseo algún tipo de verdad que nadie o, solo unos pocos han sido capaces de descubrir, me consuelo en el hecho de que no me declaro inmune a nuestra peculiar epidemia de cólera, además de persistir en el uso de mi reconocimiento de ser parte del problema, como primer paso para poner en revisión todo mi ideario y, juzgando por los resultados del presente y nuestra falta de avance como pueblo, considerar la posibilidad de que ninguno de nosotros sabe exactamente de lo está hablando y mucho menos, lo que está haciendo.

Rainy season

Mejorar en busca de la felicidad es un asunto de tristezas. Queriendo ser bueno le echaba cáscaras de fruta a las cabras, y ahora se la pasan en mi ventana exigiendo más. Mi esposa abandonó la sal, el azúcar, el arroz, la pasta y las frituras en la comida que con tanto amor me prepara. Llevaba años sugiriéndolo. Tomó pasar tres días en el hospital al borde de un derrame. Ahora me veo y me siento bien, libre para pasar mas años de aflicción, buscando el verso culminado. Como si la eternidad pudiese ser capturada en riesgo de que deje de serlo y entonces sí que nos fastidiamos, pues quién puede soportar un tiempo largo sin esperanza. Algo así como los insufribles calores que buscan el abanico eléctrico, quemando hidrocarburos que traen más calor. Pues si no fuera por el dolor, me hubiera muerto de hambre sin tener que negociar la esclavitud. Una vez intenté la conciencia y aunque no le dije a nadie, continué practicando el teatro de manera casi espectacular. Sus miradas se esforzaban por comunicar que no sabían, pero fue inútil. Así fue que hallé fuerzas frente un final que tan seguro de sí llamaba desde el fondo del lago. Nadé sin esperarlo hasta la otra orilla, para luego por siempre andar pensando qué pudo haber ocurrido con la energía de tantos amigos que allá abajo vieron raíz. ¿Acaso permanecer no equivale a estar solo? Mayo es como la esquizofrenia que no sabe si llueve o aun es sequía y sin el vaivén del arco solar, juraría que ya había estado aquí antes. Suerte que hace algún tiempo me dio por hacer sillas de varios colores que aunque los fríos han terminado quebrando, aun sostienen un peso cada vez más liviano e indescifrable de sí mismo.

Fear and Trembling

Difícil haber nacido a mediados del siglo pasado y no tener sentimientos hacia el Japón. Terminada una guerra que no se vivió, pero que se mantenía fresca en las ideas de los adultos, se nos obliga de niños a tener que enfrentar sus resabios escondidos, sin intención de pasar por subliminales, en sitios tan comunes como los muñequitos de Bugs Bunny. Un odio que se alimentaba en lo ridículo de los personajes nipones que, en cualquier diminuta isla del Pacífico, insistían inútilmente en pintar su bandera en las palmeras.

Fuera de la televisión, aunque aun a través de esta, la desesperación de una industria automovilística que perdía terreno ante los modelos compactos del Japón se permeaba, en la colonia norteamericana que me tocó nacer, como un problema nuestro, mezclado con padres y tíos que, como cualquiera otros de mediana edad en Ohio, preferían su Toyota ante cualquier Chevrolet. Así se desarrolló una especie de emoción donde la admiración por el rápido resurgimiento luego de la destrucción casi total y el odio se alternaban sin mucha explicación, preparando el camino para una vida en donde lo japonés permanecería inevitable, con su dicotomía de calma que insiste en la belleza y su irracionalidad que persiste en la xenofobia de su autoproclamada perfección.

Las vueltas de la vida que me lanzan a una presente residencia en Asía, acentúan aun más el fantasma japonés, en especial cuando mi dedicación a la literatura ha añadido una interminable lista de autores que desde la ahora cercana tierra del sol naciente, han marcado mi estilo hasta el punto de titular mi primer poemario “Zuihitsu” en referencia al género literario que permea mi trabajo. Pero la proximidad de mi hogar en Las Filipinas con el Japón hace que las historias que nutren el trauma perduren verdaderas.

No es poco común que la necesidad fuerce a decenas de miles de mis vecinos del presente a buscar trabajo en las fuertes economías del área, siendo el Japón uno de sus más frecuentes destinos. Las historias son legendarias por su consistencia en lo duro que es para un extranjero encontrar acomodo en una sociedad tan cerrada como la del Japón. Esto de por sí no es sorpresa y resulta cierto para prácticamente todos los países hacia donde los trabajadores filipinos llegan en busca de ingresos. Sin embargo, la crueldad japonesa de los empleadores y supervisores es legendaria y muchos son los que regresan afectados de manera profunda, confundidos por el deslumbramiento de un empuje económico que jamás pensaron le traería tantas pesadillas.

Luego de 15 años viniendo en Las Filipinas y 6 de tener residencia permanente, he logrado conocer un sin número de ancianos que eran niños durante la ocupación del país en la Segunda Guerra Mundial y las narraciones del abuso verbal y físico a que eran sometidos por los soldados japoneses que los obligaban a la obediencia absoluta y a la reverencia, mientras iban a las escuelas que el ejército construyó y que aun hoy, por la calidad de la mano de obra de sus ingenieros persisten y son continuamente usadas como ejemplo a seguir por los albañiles locales. Es aun común hallar grupos haciendo hoyos de gran profundidad en los campos de arroz, siguiendo las “fabulas” pasadas de generación en generación, sobre los grandes tesoros de oro que en su inmensa sabiduría los japonés enterraron por todos el país.

Escribo estas notas luego de una vida de fascinación por lo japonés que, mientras intenta perfeccionar el arte de cultivar bonsáis, se sigue preguntando como son estos capaces de ejercer su impecable búsqueda de la gracia y la magnificencia, junto con la malsana violencia a que fueron aptos en la guerra y aun hoy en día. Es así como me topo con la obra de la escritora belga Amélie Nothomb y su novela corta “Fear and Trembling,” donde en poco mas de 100 páginas que se leen “a la soltá,” por su fluidez narrativa digna de admiracion, es capaz de capturar la experiencia de una casi extranjera —pues nació en Japón a pesar de haber salido de niña— que regresa luego de haber hecho estudios universitarios en japonés, a trabajar en una gigantesca empresa de importación y exportacion. Una mirada íntima de la dinámica corporativa a la que se someten millones de locales y de como ella se enfrenta y maneja en carne propia el funcionamiento opresor y a la vez orgulloso de sí mismo que ofrece el país. Un retrato que con sus raíces milenarias nos muestra una actualidad que aun acarrea con fortaleza el ultra nacionalismo, junto con el desprecio racionalizado hacia lo otro. La interacción de una imposible conversación entre sordos, que no ofrece mucho progreso desde un pasado que se desarrolla fuerte en el presente y que nos deja frente a un problema de carácter internacional que, en su demanda imperante de solucion, parece no ver ninguna en el horizonte. El retrato literario de una nación que en su abrazo del sistema capitalista, ha integrado el orgullo por una identidad llena de abusos humanos impensables para la mente occidental y que en su justificación parece hacer una crítica válida que nos deja en la disyuntiva de lo primitivo que somos todos, cuando de entender al otro se trata. Una novela que lleva a la reflexión sin caer en el cliché de ofrecer soluciones, a pesar de dejar esparcidas algunas pistas por el texto. En fin, una nueva autora en mi repertorio que se ha ganado mi respeto y mi gran deseo por continuar estudiando su obra.

dar pábulo

Alejandro leyó
los tratados militares de Jenofonte
inspiración para sus campañas
en Persia y Babilonia

Jenofonte
el general de los diez mil soldados
el ateniense
el cronista
el mercenario al servicio de los persas
el que intentó usurpar el trono
de su propio hermano
el que también escribió una apología
condenando la condena de Sócrates
y al no haber presenciado
ni el juicio ni la ejecución del maestro
por andar ocupado
en las batallas del imperio aqueménida
usó los testimonios de Hermógenes
el amigo personal
del condenado

Hermógenes
el ateniense
el de familia rica
el que no tenía propiedades
el filólogo
el que le sostenía a Platón
que los lenguajes eran el resultado
de acuerdos entre sus interlocutores

Platón
el ateniense
el pensador
el literato
el de los dos mundos
el de la metafísica
que aun vive en nosotros

trazados

yo quise hacer mapas
pero no pude
una confusa cartografía
que se pasea en el intento de organizar
la multiplicidad de voces dando dirección

he aprendido a desconfiar de la certeza
pues nadie que diga que hacia allá se llega así
sabe realmente de caminos

mas desconocer no invalida
la creación de cartas marinas
mundos que viven simultáneos
como capas de una realidad que cambia
según la página que se pase

entonces decidí hacer el mapa de los mapas
intento que resultó poco novedoso
pues de estos
aunque más sofisticados
está también repleto el mundo

terminé formando un club
donde la incapacidad de asegurar puntos cardinales
se convirtió en pasión
por la fascinación
de lo infinitamente complejo
en que se manifiesta lo sencillo

pasábamos las noches intercambiando universos
hasta que el sueño nos rendía
y nos íbamos quedando dormidos
con la sonrisa de quien pensaba haber hallado
las coordenadas de un nuevo cuento
para contar el mapa del mañana

extraña vereda

marcaba los corazones que hallaba
en incansables bifurcaciones del camino
que desde siempre sospeché propenso
a la confusión y al extravío

así pensé fácil
retomar los pasos del regreso
un caso atado al origen
el épico viaje que nunca hice

vana precaución asegurando la vuelta
cuando todo se tornaba en meta
poemas insistiendo rimar con anda
de mirada fija en la zeta

recordaba con frecuencia el principio
mas los diseños que grabé en las almas
era mejor no repetirlos
una pureza que merecía respetarse
alegrías y dolores de imposible revivirlos

fui también pared para marcas
del graffiti abstracto del otro
pues ser pasaje ajeno en mis sendas
resultó ser la forma y el sello
de un destino que aprende
a poco a poco olvidar sus huellas

guerreros de la falsa calma

en un mundo de paz
no hay esperanza para el soldado
mas la guerra siempre encuentra
su pedacito de discordia
y para emplearse de mercenario
solo falta el deseo de la espada
honores de doble filo que aguantan
tanto al noble como al esquivo
al de fe y al sediento
en su ejercicio de la artimaña
que de aguas turbias hace reinos
y de hoyos monta talleres
donde por pesos hace que repara
al dolido y al soñoliento
en futuros despertares que entiendan
lo tardío y doloroso que es
comenzar de nuevo en la tormenta
que promotores de quietud trajeron

Eurídice

‘Orpheus Leading Eurydice from the Underworld’ by Jean-Baptiste-Camille Corot, 1861

para obtenerla fue vedado el beso
antes de alcanzar la lucidez
pero su néctar me volvió a la traición
y con la pequeña brasa del horizonte
para siempre la perdió mi obsesión
en la moral de los que niegan su pasado
sobre la brillante torre del naipe

mas lo que desconocen las voces
de la fingida academia
es el consciente propósito
el último instante de quererla
desechando un futuro incierto
cuando sentado a escribir los versos
para las cuerdas que mi lira conecta
puedo en eternidad recordarla
en su forma más perfecta

dos mundos

el recordador de adioses sabía que el último
borroso en su ocasional reconstrucción
traería menor dolor que el próximo
como si el irse acumulara sustos
y los comienzos terribles pesos
considerando mejor acuerdos
de aceptable perdida y ganancia mutua
pero solo con los humanos
pues con libros y teorías filosóficas
mientras más se exija mejor
desechando a diestra y siniestra lo caduco
abrazando la pregunta a lo aceptado
y el regocijo continuo de lo oculto

Desechos

A fin de cuentas, no existe tal cosa como basura, solo elementos en la espera de ser pensados como efectivos por su reserva de energía, como los desperdicios de la industria entrando en la lógica del reciclaje y la extendida acumulación de valor, o algún comentario casual y rápidamente olvidado que habré hecho en cualquier salón de clases y que sembrado en el corazón de algún estudiante floreció en sabe Dios que beneficio para todos, los remanentes letales de una supernova reconstruidos en posibilidad de vida, como cualquier Picasso frente a los zafacones en París recogiendo para el taller, el ADN en los organismos que hoy se considera “junk” pero que sigue ahí por si acaso, como por si acaso andan flotando en papeles y “bytes” los borradores e intentos de escritos que quizá alguna vez serán, como hoy son todos los que alguien además de mí habrá leído y se han hecho influencia, sin siquiera saber yo el cómo ni el porqué.

Evidente capital

He escrito unos cinco libros, de los cuales tres han sido publicados.

Vivir en un mundo literario es una rareza comparado con los universos en donde vive la mayoría de las personas y como tal he ido, a través de los años, acumulando la observación de patrones en las reacciones de los que entran en contacto conmigo. Uno de los que se manifestó pronto en el repertorio y fue solidificando su plante durante las primeras décadas, ha sido el comentario clásico de ¡wow, aquí si que hay libros! al ver las bibliotecas que he cargado por el planeta, seguido por la siempre predecible ¿y tú te has leído todos estos libros? Las respuestas de mi parte han ido evolucionando desde una inicial y tímida sonrisa envuelta por el silencio, hacia unas más frecuentemente sofisticadas y repletas de sarcasmo como “sí, por supuesto” o “los escribí yo todos.” Pero no es mi intención explorar una historia que ya he discutido en otras partes. Me mueve más el desarrollo de mis publicaciones y de como se hacen evidente para el que ejerce una ojeada, la ristra de libros idénticos que ocupan buena porción de mis anaqueles. He visto entonces como este último detalle ha introducido una variante en la actitud y comentarios de los visitantes, pues ahora, al tratarme como “autor publicado,” asumiendo así posición frente un aura que parece exigir respeto, su antiguo y más permanente yo no tarda en manifestarse con el seguido ¿y tus libros se venden? Yo, que sé exactamente que su curiosidad se alimenta por el deseo de saber si me he hecho rico publicando, inmediatamente contestó que sí, por supuesto. Sin embargo, cualquier escritor en mi posición que sepa lo que hay, conoce lo cercano a imposible que es hacer dinero en el campo literario y como es que prácticamente nadie llega a escribir tantos libros motivado por la proyección de entradas que producirán en las librerías. Excepto, que es lo que hago, si se rehusa el encajonamiento mental con que viene la pregunta de mercado y se brinda, como buen pensador que ha afinado su talento por décadas, lo que implica tener tres libros con tu nombre en las tablillas. Pues esos libros fueron escritos durante un muy largo periodo de tiempo que buscó hacer una síntesis personal y sofisticada de los mil libros leídos y que, en su lento y rápido proceder, ampliaron una visión de mundo y las cosas que permitió una poco común lucidez sobre los mecanismos que mueven a las personas, a los eventos y al valor. Así, mientras se afinaban las estructuras del buen relato y la musicalidad poética, se hacía esto con las mismas herramientas con que se van entendiendo las instituciones educativas y de empleo, así como la constitución de una práctica y familia propia en una comunidad que sigue ciertos comportamientos acumulados por siglos, quizá milenios y que hace que la lógica de la producción y flujo de capital, junto con las artimañas de los que te rodean para apoderarselo, se vayan comprendiendo en tal medida que se profesionaliza uno en la proyección de presupuestos, la eliminación del impuesto deseo por la necesidad material, y la imperante obligación de desarrollar hábitos de ahorro que protejan y si posible hagan crecer lo muy arduamente ganado. Así que si luego de cincuenta años de lecturas intensas que hoy se desbordan en la creación y publicación de varios libros, paralelamente se forjaron también la preparación que me permitió el ejercicio de la pedagogía, el entendimiento de pensar y aprestarse para el futuro, la falta absoluta de necesidades que hoy disfrutan mis hijos, una mejor comprensión de la dinámica de las naciones y sus áreas geográficas que me dieron el conocimiento de saber que la mejor de todas las opciones para la felicidad mía y la de mi familia está en la casa que hoy vivo que, sin debersela a nadie, alberga unos cuatro mil volúmenes de los cuales algunos son de mi autoría y si bien no se venden mucho, son la contundente y más sólida evidencia, el testamento detrás de mi muy cómoda posición financiera y por lo tanto sí, para contestar la pregunta, sí me he hecho rico leyendo y escribiendo libros.

Sin catcher no hay pitcher

Estamos frente a un giro narrativo / intelectual que intenta monetizar la basura, la pobreza y el coloniaje en gran escala, junto con todas los demás desórdenes producidos por el capital, ubicándolos en una estrategia de manejo global que enmarca el presente dentro de una comprensión evolutiva / planetaria que, además de desplazar la culpa hacia los ciclos universales, pretende presentarse como una fuerza racional consciente de los grandes retos y que, con la colaboración comprometida de todos, busca asumir —o preservar— su destinado papel de liderato frente a las promesas que encierra el futuro.

Pero en realidad la estrategia no es tan nueva na’. Es solo un refrito que con la añadidura e integración —una vez más— de los señalamientos acusatorios de parte de los portavoces de sus víctimas desarticula y aísla la condena, como siempre lo ha hecho, de manera muy efectiva. En otras palabras, que mientras más se grite menos se logra haciendo imperante la necesidad de reflexionar y elaborar un giro propio que se ajuste a los nuevos discursos dominantes y que busque comunicar, de maneras diferentes y realmente efectivas, los incansables intentos del capital de enmascar y desinfectar su perenne creación de desigualdad. Quizá hasta un olvido absoluto que simplemente reconoce lo engatusado y tóxico de ese mundo de disparidades y sus discursos y resuelva construir —o seguir construyendo— su propia y única dimensión, reconociendo que el alimento principal de los opresores es la atención, favorable o no, que siempre buscan y con frecuencia obtienen de nuestra parte. En otras palabras, que no hubiese capital si nadie les para bolas y seguimos solidificando nuestro mejor juego y manera de hacer las cosas, pues sin catcher no habría existencia razonable para el pitcher.

autorretrato

desde la ventana
el bambú en las tardes
aprovechando el viento
canta las nanas de mi infancia

una melodía de dulce ruptura
por la que enanos invisibles
partieron a fundar reencuentros

glosas de lingüista autodidacta
y bolas cristalinas de Escher
que en su teoría de los colores
tragaban los productivos pesares
de un silencio tan inquebrantable
como el sentido en una tabla micénica

reflejos de un dolor que por compartido
se hizo fácil ignorarlo
la creación de una inexistencia fuerte
tan frágil como la nada
un equipaje que sin maletas
me fue fiel en todas partes

pasando las páginas de una piel
siempre nueva en sus comienzos
hallé los poros de su camino
una cosmogonía de viejos instrumentos
divisando por fin un autorretrato
sepultado en los intentos

diurna lucidez

Middleton Alexander Jameson

los griegos antes de Homero
hablan de dos tipos de alma

la que mora afuera
y solo aparece en sueños
se pasa exprimiendo mis adentros
como si los celos por lo que no ve
la hicieran engatusarme
en revelaciones con las que se faja
para leerlas en mi cuerpo

por las mañanas aun la siento
flotando sobre mi cama
para ver como reacciono en el bostezo
estorbado aun
por el difuminado recuerdo

me ha tomado un tiempo
aceptar el arreglo
pero al final le agradezco
pues sus mágicos olores
esos que riega por mi cuarto
alterando mi descanso
luego de ponderarlo tanto
y pensarlos malditos
por el dolor de mis temores
y la angustia de lo que pierdo
producen también rostros
de un muy dulce entendimiento
que si no fuera por la práctica
de tantos años de sueños
no hubiera sabido extenderlos
más allá de las noches
de soledad y destierro
para como hoy vivirlos
en letras y pensamientos
todas y cada una de las horas
en que camino despierto

inexorables nuevos cosmos

si fuimos energía que se funde
convexa por doquiera
al final de nuestra vía
ancestros somos todavía
y también descendientes
en cualquier punto del día

camino de invenciones
hijos de la idea lograda
con singularidades celosas
pulsando del terror negro la nada
barberos tan poderos que no pudieron
el eterno y fugaz engaño imponer
pues desmantelando se perfecciona
la idea del conjunto
cuando del inevitable tiempo brotan
nuevos cosmos sin querer

algún primer día

en la tierra de los diez mil años
todos comemos café

poseedores del secreto
de movernos en reposo
mōtus perpetuus
celebramos la vida
como quien ignora la muerte
cantando loas a la casona
que ya ni siquiera existe
olvidando que el camino del más allá
se teje ahora
pesando también como piedra
sobre los que aquí
secuestrados en su herencia
permanecen en espera
entre cosecha y tiempo muerto
pues no es fácil vivir
entre la sombra perdida de los hermanos
sin poder imaginar el autorretrato
sobre historias de galeones
y la insistencia de buscar orgullo
en algún pirata olvidado
condenado a empezar de nuevo
sin energías para hacerlo
como si bombillas en la cabeza
fuesen solo un cuento
y los abismos un reino perenne
de esos que vienen dictados
en los papeles de maestro
de algún primer día de clases

postrero encomio

los dioses tienden a aparecer por oriente

así lo confirman los rostros embelesados

en esa dirección

que sabiéndose inmerecedores

conocedores de su adicción

incapaces de su verdad

intentan exprimir el presente

hasta la última gota

apostando a un imposible

como el que piensan haber logrado

pues creciendo masturbandose en privado

hoy casi todos quieren imitar

masturbandose en público

buscando hacer de nuestra muerte

una alabanza a su existir

extraviada veracidad

allí está la ventana de El Bosco
y todo el que por ella mira
se quedará mirándola
por el resto de su vida

así quedó afectado Parmigianino
pintando cuadros de gente normal
con gigantescas manos
cuando sintió escuchar palpitaciones
tan antiguas como ajenas
las venas de otros ojos que jamás salieron
de tan deleitoso jardín de penas

vivos entre los muertos
coleccionistas de panes y piezas de coral
viven como si muertos
haciéndose los sordos mientras cantan
las coplas auténticas de su autoría
como quien juega a proteger
lo que a nadie le importa
mientras cobra cuota la ceguera
en la mutua ilusión de la espera
el contorno desesperado de elefante
sobre alguna imaginada montaña africana
pues cada palacio merece su estafa
y la que no se ajuste a lo predicho
vivirá la bendición creadora de una angustia
derramada por los tubos de oleo
de toda nota quebrada
donde la veracidad de los hechos
queda extraviada
en el hecho mismo

la mirada de papá

con luminosos ojos que al abrirlos
ubican en contexto un oscuro fango
de tal invisibilidad que todos afirmaban
la imposibilidad de volver a pensarlo

una complicada historia
empeñada en resolver
un muy anticuado acertijo
hijo de la crueldad paterna
y el reciclado dulzón

como si la infalibilidad se colase
en el café de la mañana
haciendo de la leyenda un texto sagrado
sin saber si eran lluvias o eran llantos
los riachuelos de moco en duplicado

qué habrá sido de la casona
de los pollitos en crianza
de la sorpresiva tortuga
y del día que subió la quebrada

acaso no son todos la misma vaina
el vocablo tardío de una herencia parca
o será que los hoyuelos que evitaba el abuelo
estaban allí esperando turno
en el camino que siempre fueron
la renovada crudeza de un te quiero
o el orgulloso recuerdo de un absurdo
esperando sus pajaritos en vuelo

bendita polvareda

partió junto con el miedo
vencido por la costumbre
de árboles en siempre abril
florecidos sobre la felicidad
de esparcida luz sin contornos
y el certero emesis nocturno

abandonó así los caminos
del celebrado sol
y la desapercibida luna
tiempos de abundante carne
que anunciaban sin saberlo
una prolongada pobreza
pues todo parecía
consolar el letargo
insistiendo que el paraíso
no podría existir en otro lado

el resto lo pasó escogiendo libros
con la mayor acumulación de polvo
aprendiendo que la necesaria novedad
solo se encuentra en lo olvidado

extravío

potro azul y domesticado andar
entrega dócil su obediencia
a cambio de la figura esbelta
cultivada en glorias y paciencias

alto bailarín que intenso intenta
en punta de ballet perfecto
indagar la soledad encontrada
sobre la oscura y confusa ovación
trazos de despiadada llamarada

allí se juntó la ira callada
el disimulo y desasosiego
desconociendo el origen del frío
su nombre y sus ancianos abuelos

como si olvidando lo frágil
se dejase atrás el centro
por una fortaleza que tarde
revela su elevado precio

pues la crianza de aves
las de fuerte y afilado pico
se saben pausado abono
certero extravío de lo visto

Herodes

hay enemigos de cuentas pendientes
fantasmas resurrectos
habitando cuerpos presentes
ansiosos por resolver

así lo pensaba Herodes
el tetrarca dictador
el griego pensador
el romano práctico
el idumeo mitológico
cuando sintió las telegrafiadas ramas
el frío cuerpo del Bautista
brotando en paredes de palacio
deteniendo el tiempo
despidiendo un hongo
putrefacto
hasta su ingle real
fístula gusanera asomando el falo
gobernador de provincia

entonces fueron tiempos
de batalla milagrosa
del agua embriagante
de pasos sobre la mar
de salud instantánea
la derrota de un mercado
regalando panes y peces
tiempos de la poesía viva

como los presentes
donde la energía
de una vieja explosión
fluye por las estrellas
intacta
permanente
pura
por los tejidos y superficies
inagotable hacia el equilibrio
de todo que aparenta
estar o no vivo

temporadas

cepillando virutas del alma
bencina para la conciencia
vi clara la prisión del amor
la intermitente perspicacia
de su sicodélica melaza
un péndulo como galeón
de hipnotizante marea
agotando su cuerda
varado en la aterradora
calma de los silencios
atado frenesí de volcán
que frente al horizonte
regala sus verdes laderas
de ágil prestidigitador
tentadora su bella cima
descanso final de moscas
donde la sorpresa predicha
toma forma victoriosa
en la triste ceniza
de largos soles y lluvias
donde brota espigada y lúcida
una nueva sonrisa

metasequoia

hay persecuciones ante las que es preferible
fingir la muerte

fósiles de un pino que vivió en el ártico forestal
hace millones de años
eran ampliamente conocidos por los estudiosos
el único pino que poco a poco se adaptó
a los crecientes inviernos
aprendiendo a deshojar
conservando energía
para el rápido crecimiento de los veranos
pero el tiempo hizo la marcha del frío permanente
y pereció
hasta que a mediados del siglo pasado
un espécimen vivo fue hallado
en la China central
semillas fueron repartidas por los sabios
a través del planeta
y hoy reverdece esparcido
por las primaveras del mundo

paisaje

entonaba el arroyo su canto adormecedor
provocando el bostezo de los árboles
y la siesta temprana de la maleza
cuando con pequeña cuchara de bizcocho
me proponía violar en lo mínimo
las órdenes del doctor
imaginándome en una antigua acuarela china
que logrando capturar la escena
entre puntiagudos montes
y felices florecitas que flotando
parecían añadirle vida a mis palpitaciones
que de rutinaria alta presión sanguínea
rozaban la paredes de unas venas
comprometidas con la explosión

rescate de velas

es mi pensar un vasto musgo
sobre la vida que empuja siempre
siempre hacia arriba

su adicción a la humedad
y a las claras sombras del escondido bosque
hacen un corazón de cerro
disfrazado de bondad
y plenipotencias torpes
heredadas del sol
que por andar con cofres rotos
solo espera sentado
o quizás en cuclillas
como araña incansable
de brincar y tejer
el futuro de la madeja
la señal de algún rescate de velas
o quizá los humos
de aquel fijo horizonte

sal y arena

raspando la secreción melosa
de nuestros cuerpos
con los dedos
cual si piragüero de un hielo
viviendo en reverso
endurecido con los minutos
disparamos dispersando semillas
de pendiente verso
disponibles para todo el que quisiera
ser escritor
pues para nosotros hoy no hubo papel
solo frutos tajados
que con buqué de arena
pilas de sal hinchando las bocas
sinónimos que antes fueron verdes
encrespados ahora de casi futuros
se torturan intentando
sortear el presente

tradición

en el café La Torre
la gran esquina
frente a Facundo Bueso
hablábamos de Hegel

no creo que nadie
lo hubiera leído

luego fue Wuv’s
pollo frito
creo
préstamos de par de pesos
para la hambruna
aun Hegel
ya con algunas páginas
revoloteando la memoria

hoy sé del largo linaje
los jóvenes hegelianos
Alemania
París
su obra completa
el calor de San Leon

el futuro es incierto
pero ni tanto
yo converso con mis hijos

ayer el de diez años
interrumpiendo mi lectura
irrumpe en la biblioteca
observa las tablillas
y pregunta
¿daddy
donde están los libros
de Gilgamesh?

magia de la ilusión

siempre ha sido mi novia la fantasía
aunque no siempre lo supe
pensando era yo el listo
al que cosas hermosas se le ocurren

hubo un breve y deslumbrante azul
emanando de un bote con ruedas
que en aquel cuarto oscuro se apagó
para nunca más prender
entonces conocí de bien niño la angustia
de buscar y buscar sin remedio
por toda la noche y el resto de mis días
para jamás hallar la razón
de aquella escondida fantasía
cuando solo alcancé pensar
era un asunto de baterías

hubo luego una mano de mármol
en la mesa de alguna tía
delicada en su gesto
aunque de piedra sólida y fría
y a mí me pareció increíble
la combinación que se ofrecía
que con humanos despidiendo el año
la escultura me pasara velando
como si el misterio de la vida quisiera
ser resulto en una idea
asomando de nuevo sin verlo
el viento de la quimera

mas de joven que ya rascaba
la piel adulta y deseada
satisfecho de amores miré
la más estupenda ventana
una historia ya contada
en otros poemas sueltos
tan rica de valor que vuelvo
de nuevo a visitarla
pues en un cielo estrellado
como el de Minas Gerais
en medio de una medianoche dada
se hizo inaplazable cavilar conexiones
el inexplicable entendimiento
que sentía obvio existía
entre los azules despampanantes
la roca que queriendo ser mano fingía
el beso que reproducirse quería
y la incontable inmensidad de puntos blancos
que tampoco nunca más vería

vean aquí señoras
y también todos los señores
que es la magia de la ilusión el norte
la flecha que va adelante y guía
y aunque tardé un tiempo en abrazarla
hoy con orgullo la proclamó mía
esa amante que siempre ha estado
y con capricho me ha llevado
por donde ella sola ha querido
y no tengo más que agradecerle
pronunciando su nombre fantasía

Damasco

hacia Damasco se camina con la razón
la negación absoluta del milagro
pero es de tontos
después de todo
cuándo se ha podido predecir a Siria
o las veredas que hasta allá nos llevan
cuán nuevos son realmente los años en enero
y cuán míos son los días que le siguen a otros
las mañanas de la sorpresa
de la inesperada calma
de la alta presión arterial
del insistente remedio
del corazón robado en el bocado
de una mirada tierna
inmerecida
o de la ira más sorpresiva
en horas pensadas para el descanso
escondidas en un punto de infinitos ángeles
y que junto al reloj rebuscamos
en nuestro ineluctable azar

ínsula bigotuda

al final del parpadeo la encontré igual
cuatro décadas aun hermosa y quebrada
como si cocodrilo y tiburón
un millón de años sin evolución
una mortaja añejada de percha
caducada en silencio de historiadores
el interminable velorio de los poetas
disimulando el chorrear de sus belfos
embriagado josco de mansa quebrada
que en museos pensó al de altamira
conteo de relicarios anunciando verbena
las postrimerías de un oloroso gavetero
largo listado de incongruencias grabadas
en las dicotomías de la razón lejana
esa que habla en staccato fresco de nada
gustando perderse en finales de monocromía
y recuerdos paradisiacos de lo imaginado
que mejor hubiese sido sepultarle en el olvido
de una profecía obtusa resurrecta a martillazos

Desvelo

Una calurosa noche del trópico filipino, entre el 18 y 19 de octubre, eran ya las tres de la madrugada cuando aun sentado en mi cama, reflexionaba sobre la insistencia de San Pedro de Alcántara, de siempre, y al filo la medianoche, venir a despertarme y convencerme de que la energía del corto descanso era ya suficiente para reanudar mi rebuscar de letras. No era mala compañía, y a pesar de los siglos y niveles de realidad que nos separaban, me hacía también sentir parte de una continuidad que con frecuencia nuestro mundo pierde, en su arrogancia de creerse absolutamente novedoso. Yo gustaba contar la historia a los mortales de como un cuerpo de mi edad, con su metabolismo aproximando el mínimo, no necesitaba tanto descanso como cuando joven. Después de todo, ¿quién me hubiese tomado en serio si tratase de explicarlo como resultado de conexiones ibéricas activas durante el siglo XVI? Pero si se analiza desde un punto de vista que toma la herencia que me precede en consideración, hace mucho más sentido que la burda simpleza que ofrece la ciencia biológica. Después de todo, ¿acaso no soy hijo de la violencia peninsular en mi anciana casa? ¿Desde cuándo deje de ser sucesor de un idioma que carga los finales del medioevo escondido tras las palabras? Y esos años de pentecostalismo juvenil, ¿no fueron tal vez el eco tardío de las Carmelitas Descalzas y las lecturas que hizo Teresa de Ávila de las cartas que le envió el que ahora levita a mi lado? Ahora que lo pienso bien, ¿no habrá sido su brazo el que en mis 20 me llevó inesperado a su protegido Brasil? ¿Quién sabe si en la acumulación de protectorados que las centurias le han asignado, conoció el sentir de los locales en Pakil, Laguna y, en su adoración por Nuestra Señora de los Dolores de Turumba se halló entendiéndolo como terreno fértil para mi legado? La deuda es extensa y por ello no puedo más que renegar de un miedo fantasmal que pierde todo su espanto en la visita de un hermano. Quizá soy yo quien desde su futuro me le manifiesto y lo conforto mostrándole las inimaginables bifurcaciones de su fe y esfuerzo por mejorar las cosas y me pregunto, ¿dónde andará oculto el mensajero de mi futuro?

aquella tierra rota

de joven mi sangre construía
un primitivo astrolabio en el pecho

aprendiz de la telequinesia
vi la ilusión ejercer criterio propio
permaneciendo firme a lo lejos
en un largo juicio a la incomprensión
con noticias que frescas de antigüedad
cruzaban la galaxia antes de que fuera

creyendo nueva y mia la batalla
lancé tajos de neblina a la historia
y con pirámides de viento hice claustros
de voluntaria soledad y tiempo muerto

mas nada detuvo la partida de aquella tierra rota
en pedazos de agua y oscuros palimpsestos
pues si por mí fuera hubiese sido feliz
en el imposible regazo de sus senos
y en el sentimiento que desperdiciado en su pasado
llegó reacio y cauteloso a mi lecho

estepas del quimérico cereal

salgo al extranjero de mi ciudadanía
suelo emplazado por tedio y brujería
estudio ajeno de sentimiento y cofradía

si son muertos o son viejos
regocijos alucinantes desde la barandilla
si de mi estirpe acabo hecho
de lodazal y entre comillas

es inevitable
pues nací quebrado
entre alegría y esperanza
como quien quiere lo imposible
de las llamas y alabanzas

ineludible como el despojo
un baño de lino y azahares espera
en el hogar que más conozco
pues se construyó el mismo
con cristales mirando al mar
a los horizontes de arena
al blanco interminable de febrero
y las estepas del quimérico cereal
que desde hace mucho cargo
a todos mis lados de mundo

del griego dichótomos, «dividido en partes» o «cortado en dos partes»

Llevo 62 años, mi edad, viviendo y pensando una dicotomía. Son tentadoras las desgraciadas, pues ponen empeño en ofrecer polos que explican un evento, ofreciendo lecturas que se pavonean, cada cual victoriosa, sobre el evidente descalabro del otro. A estas batallas de dos que reclaman representar a muchos, se llega con frecuencia cuando la opinión está ya formada y ¿a quién no le agrada validar su juicio previo con el hallazgo confirmado de un otro confundido que, en su disparate, contribuye a la creación y detrimento de una crisis? Encontrar el culpable es siempre un alivio que a la vez ofrece una misión. Un foco hacia donde apuntar los cañones; la identificación ventajosa de la posición del enemigo.

En otras ocasiones se descubre la dicotomía con el encuentro fortuito de uno de los polos en algún escrito o en los labios de alguno de sus portavoces. Este último fue mi caso, cuando en el azar de un día de florida juventud escucho a mi maestro y mentor decir que nuestro problema era la facilidad de la migración, pues en otros países, según el, en donde sus ciudadanos no tienen para donde ir, no les cuesta más remedio que buscar la manera de mejorar lo único que se tiene, ergo, la raíz de las revoluciones sociales. Y a mí, en el momento, este pensamiento me pareció tener una lógica tan devastadora, que inmediatamente lo asumí como mío, repitiéndolo como fotuto por muchos años y alimentando su fortaleza con el desbanque continuo del pensar fracasado del lado opuesto.

Pero bien sea por la casualidad de una tradición previa o el tiro de dados que representa conocer una de las posiciones antes que la otra, la dicotomía siempre representa una encerrona que en su lógica de caballitos de verbena, periódicamente añade contundencia a un razonamiento que se alimenta del promulgado absurdo de su rechazo. En otras palabras, mientras más le niegan un punto, más fuerza de aferramiento encuentra el que lo sostiene para declararlo correcto. Una noria que aterrada por el detenimiento, insiste en la aniquilación del otro o, en el preferido de los casos, la llegada final del día donde aquellos entiendan que se equivocaron y por fin, nos unamos todos en el verdadero proyecto nacional, que es siempre el propio. De no ser así, ambos focos parecen estar más que dispuestos, diría deseosos, de erradicar de raíz la oposición, pavimentando así la comprensión final de todo y el necesario ajuste de cuentas que inaugure el nuevo día; esperanza inútil, pues nunca todos estaremos de acuerdo en algo.

Los cambios y vaivenes en el crecimiento físico de los grupos humanos sobre los cuales se basan las interpretaciones y postulados focales de nuestra dicotomía parecen irrelevantes. Así, en las diferentes ocasiones históricas en que ha sido uno u otro grupo el que toma la batuta de la mayoría numérica, esto suele solo confirmar para el otro, el que se convierte en minoría, una representación deshonesta del evento, un meta lenguaje, esto es, una manipulación estadística que solo pretende pasar gato por liebre y que los que saben saben, demostrando su sabiduría en su habilidad de no rajarse ante la mentira e insistir en los principios básicos que formularon los comienzos. Esta creación del intelecto conchú pasa sin problema del uso de su mayoría como elemento roca en la aserción de su verdad, a considerarlo ahora como irrelevante falsedad que no merece ser considerada. Así se crea una especie de universo paralelo en donde la imaginación, rápidamente separada de la realidad del registro público de datos, mantiene una persistencia que cobra fuerzas en su celoso empeño, el cual parece ponernos a prueba, para ver quienes son los verdaderos fieles, los escogidos. Las previas minorías, por otro lado, en su nueva condición, olvidan ahora los sudores teóricos que en antes pasaron para justificar su presencia en un mundo de abrumadores isleños, pues cómo negarse a disfrutar el nuevo peso de la cifra grande. Y todo esto sería una actividad entretenida y hasta placentera para los que hacen de la esquizofrenia un espacio de libertad, la realización suprema del humanismo que al negar lo que a todas luces no son más que artimañas de los poderosos y sus secuaces, afirman en su resistencia su carácter y su pureza como esperanza y luz final de los siglos, frente a la opresión de la oficialidad. Pues la dicotomía y sus implicaciones interpretativas hay que defenderla a como de lugar ya que, siendo esta el conjunto de aforismos y metáforas acumulados por los fundadores, cualquier desviación debe considerarse anatema y para más, señal sospechosa de que algo está mal con el que lo expresa. De más estaría decir que la dicotomía, por ser un sistema cerrado, evita a toda costa su reconsideración y muchos más su desmantelamiento, independientemente de esta no haber producido resultado positivo alguno, pues para sus partidarios tal situación es pasajera y pronto desaparecerá, una vez los demás entiendan lo que tan claramente postula su meollo.

En ocasiones se desarrolla una especie de revisión de la dicotomía que apela a la descripción pura de los campos en disputa y, colocándose a la mesa de los incontaminados, tiende a condenar a ambas por el impasse, pero sin hacer ningún esfuerzo por disolverla, sino tan solo tratándola ahora como objeto de estudio. Esta negación de la caducidad de la dicotomía, si se escarba en las declaraciones de sus proponentes, no es más que una estrategia que la mantiene viva, a la vez que se presenta como pensador de avanzada. Un muy solapado amarillismo periodístico que echándole leña al fuego desde la mejor de la tradiciones isleñas, pretende pasarse como informador noticioso, el mero mensajero del evento, analista político si se quiere, pero que es solo un sadismo que chupa vida de la situación y entiende que de desaparecer el bochinche callejero, desaparecería también su fuente de sostén y posición social, la tela malsana del ciudadano influyente.

Pero los beneficiarios reales de este esfuerzo de manutención, no son los del apoyo militante a uno de los polos interpretativos en virulenta oposición al otro, ni tampoco los que con su acomodo y separación pretenden lavarse las manos, pero que en su ecuánime descripción solo le alargan la vida a la dicotomía. Todos ellos son solo los recipientes de las proverbiales migajas, bien sea en la manifestación hormonal que los hace sentir seguros, o en la publicación de estudios dicotómicos que ruegan, día y noche, que nunca desaparezcan. Los reales beneficiarios son siempre los mismo, esto es, los burócratas de turno en sus esfuerzos por vaciar el país y los industriales y especuladores de propiedad. Las voces que a diario se entretienen en los diferentes campos que viven de la murmuración e insidia que tanto placer les causa al correr por sus venas, no tienen nada verdadero que ganar y con ello la colonia se asegura muchas décadas o siglos más de vida. Y si tan solo se piensa en la continua crisis de desplazamiento y pobreza con que subsisten los objetos de la dicotomía, se entendería que esta sirve a otros que no son ninguno de sus protagonista y que, por lo tanto, su abandono y disolución serían los caminos más lógicos de exploración, si es que de verdad se quiere buscar una vereda que cambie lo que por varios siglos se enorgullece y enriquece en su permanencia.

Este propuesto abandono, que tomando una página prestada de la dialéctica hegeliana nos podría, aunque fuera por el momento, ayudar como herramienta para salir del tranque, comenzaría por aceptar lo obvio, esto es, que todos pertenecemos al universo que la dicotomía pretende explicar, no teniendo que desechar por completo todo lo reflexionado, sino comenzar a comprenderlo como una dinámica de opuestos que mutuamente se moldean y que en el proceso, no muy diferente a como son todos los procesos, puja para formar un nuevo paradigma. Serían disueltos los viejos polos que llaman al compromiso político evidenciado en el sostenimiento antagónico de tal o cual bando. Pues agotados de andar “profundamente perdidos en los abismos de los dogmas,” para citar a Nietzsche, y superándonos en la ubicación de las pasadas verdades en el pasado histórico que les pertenece, nos obligamos a abrir los ojos en la definición de un presente nunca antes visto, teorizando responsablemente en sus ajustes y variantes, e intentando producir algo diferente que al aceptar nuestra común herencia, se use como plataforma de acción conjunta frente a los ladrones. Por supuesto que diferente no necesariamente significa mejor. Por esto el beneficio de los sujetos sobre los cuales la dicotomía montó kiosko, debe siempre ser el propósito tras su paulatina disolución.

Al presente solo existe un grupo homogéneo en su visión para el futuro, el capital financiero, el cual, gozando de los entretenimientos populares que ofrecen las dicotomías, son consistentes en su afán por endeudar a la humanidad en su arrollador intento por apoderarse del futuro. Obligándonos entonces a ponernos en la encrucijada de mirarnos hacia adentro y considerar que lo que hemos estado haciendo, todas nuestras formas y maneras han sido fallidas y, si no un fracaso rotundo, —pues aun puede utilizarse nuestras previas posiciones como lecciones y objetos de reflexión que nos ayuden a ver una salida, como quien busca la sustancia que crea la mezcla, y la abraza como su nuevo punto de partida—, continuar con la estrategia de repetir lo ya repetido hasta la saciedad debe ser el camino a evitar. Pues la dicotomía puede ser rica por darnos la oportunidad de reflexionar sobre un fenómeno que aqueja a la mayor parte de la humanidad, esto es, la migración forzada —física o mental— y la realidad de hallarnos siendo lo que somos en los lugares más insospechados, junto con la fortuna de aun mantener un grupo sustancial en la tierra que nos da algún tipo de coherencia grupal. Una vida que se han empeñado en que no sea nuestra y para colmo, logrado engatusarnos en la mareada de simplezas que explotan la inacción, en lugar de procurar, desde las distancias, que patrones generales se vayan revelando y mostrándonos los ajustes necesarios para una mejor distribución de las tareas. Una humanidad que en términos generales, frente al acoso constante de las fuerzas financieras, ha decidido que su mejor opción es procurar su beneficio personal y tratar de exprimir lo más posible de cualquier situación en la que se encuentre, independientemente de si en el proceso destruye bien sea a un amigo o un enemigo. Esta fragmentación del porvenir no es sino el logro mayor de los especuladores, los cuales ahora pueden andar campantes sobre unas inmensas mayorías que han renunciado a su capacidad de profundidad y sofisticación en el proyecto humano, en favor de la conectividad cibernética. La negociación fundamental del presente es el intercambio de derechos por comodidad, aun cuando esta solo viva en la posibilidad de la proyección. La presión moral que se puede ejercer sobre cualquier individuo de hacer lo correcto, se busca entonces satisfacer con la práctica incesante de una crítica mordaz hacia las acciones del otro. Y si bien la crítica parece poder defenderse como un derecho intelectual que debe ser resguardado, lo que en realidad debe ser defendido a capa y espada es el derecho a la pregunta. Pues a diferencia de la crítica que desinfla la rigurosa reflexión previa de lo que se quiera decir, la pregunta pone en jaque las propuestas que se asumen como buenas, sobre la base de un cuestionamiento pensado y no tan solo porque sí.

Reflejos reveladores

La primera vez que escupí, luego de tan confusa noche, no entendí a cabalidad lo que veía. Solo ocupaba mi mente el malestar que dejaba la sensación de vidrio arenoso en mi boca, y la posibilidad de que esto estuviera relacionado con las briznas de memoria de un sueño que no confiaba haber tenido.

Miraba la composición viscosa del esputo en el suelo, y aparte de las pequeñas trazas de sangre que parecían producir las leves entrecortadas de mi lengua y paladar, no pude dejar de sorprenderme por los parpadeantes reflejos de luz que brillaban dentro de aquel inesperado gargajo.

No parecía estar enfermo, pues no tenía fiebre, ni tampoco sentía ningún malestar muscular. Y escupir no era el producto de alguna tos. Era más bien la saliva que normalmente mantiene húmeda la cavidad bucal, pero que al haberse vuelto un tanto espesa por los diminutos cristales, todavía no me acostumbrada a tragármela y la escupía.

Al principio no compartí mi experiencia. Pensaba que la rareza de lo que me pasada era tal, que por momentos consideré que aun dormía y que solo debería esperar a que la madrugada me recibiera, bien con el olvido, o quizás con la oportunidad de una normalidad que me ayudara a interpretar tan misterioso viaje. Pero poco a poco me fui dando cuenta que estaba despierto y que el viaje había sido tan real como lo que ahora sentía por todo el cuerpo.

Tomar una ducha fue revelador, pues en el fondo de la pequeña piscina que formaba el agua en el fondo de mi bañera, pude distinguir el reflejo de los mismos diminutos cristales que parecían esta vez desprenderse de mi piel. Comprendí entonces que no sólo por dentro, sino que todo mi cuerpo se había convertido en una especie de figura playera, hecha con la cristalina arena del mar.

No fue sencillo acostumbrarme a mi nueva realidad. Mucho me ayudaron las reflexiones que provocaban el conjunto de luminosos reflejos que formaban lo que no eran más que los desechos de mi físico. Lo que al principio parecían destellos caóticos de luz, con el tiempo fui observando que formaban imágenes que parecían venir del mismo interior de la viscosa arena. Sorpresa e incredulidad fueron las primeras reacciones, cuando pude percibir lo que claramente eran formaciones moleculares que nítidamente dejaban entrever el arreglo preciso de átomos y la interacción energética entre estos. Me pasaba entonces las horas muertas tratando de reconocer moléculas, para lo cual tuve que buscar en lo más recóndito de mis memorias universitarias, y en los cursos de química orgánica e inorgánica que alguna vez tomé. Me ocupé además de ir desempolvando aquella antigua sección de mi biblioteca que guardaba los libros de ciencia, y que hacía mucho había descuidado en favor de la filosofía y la literatura.

Por un tiempo guardé en secreto mi nueva capacidad de ver con tanta profundidad, más allá de lo que todos ven. Pero al confiar en uno de mis pocos y más cercanos amigos un tanto de la locura existencial por la que pasaba, ambos nos sorprendimos al descubrir que compartíamos experiencias similares.

Fue curioso el poco a poco encontrar humanos que compartían semejante viaje astral. Era a la vez una reflexión en los terrenos de la amistad, pues nunca nos topamos con un desconocido que entendiera de que hablábamos. Nos reuníamos en diferentes casas, y así íbamos afinando nuestra recién adquirida destreza. La visualización de átomos era dejaba atrás y nos enfocábamos en la energía. Tomaba tiempo y concentración, pero con la práctica se hacia fácil ver desaparecer toda referencia física, y nos deleitábamos en la pura vibración de aquellas ultramicroscópicas cuerdas que con su armonía definían la base de todo lo que es.

Era la música de las esferas. Siendo evidente que lo que veíamos, ya había sido visto antes.

Mas eran muchos los mundos, y entre toda la maravilla que aprendíamos a diario, la más sorprendente fue entender que era nuestra mirada la que escogía, entre la infinitud de posibles notas, lo que sería la realidad del día.

Con el tiempo ya no teníamos que escondernos para lograr la concentración necesaria. Habíamos afinado tanto nuestro nuevo sentido, que se había convertido en nuestra forma permanente de ver las cosas. Pero tanta luz nos apartó de la muchedumbre. Éramos como invisibles. Entonces, y al mismo tiempo, se nos hizo claro lo que debíamos hacer.

Escogimos una playa bien concurrida en un fin de semana largo. Nos paramos a pocos pasos de donde rompían las olas y en un santiamén, ante los atónitos ojos de la inesperada audiencia, fluimos en corriente polvorosa hasta fundirnos con la arena del lugar. Muy pocos de los que presenciaron nuestra transformación se atrevieron a mirarse entre sí. Todos prefirieron asumir ignorancia y, aunque desconcertados por lo visto, pretendieron no haber visto nada. No nos preocupó el dejar atrás un mundo casi ciego. Sabíamos que nuestros anfitriones celestes ya nos preparaban el escenario para que un nuevo grupo de futuros amigos, en cualquier parte del planeta, vieran más allá de lo que casi todos están dispuestos a ver.

El hombre unidireccional

Hubo tres años de inesperada e intensa sequía y para el cuarto decidimos comenzar a caminar hacia el sur, en busca de la humedad. Éramos siete familias y en menos de dos semanas hallábamos el paso entre las montañas y, tras la sierra, un vasto pantano habitado solo por las cobras, en donde iban a parar todas las aguas de las nubes que nos sobrevolaban. De inmediato lo supimos nuestro hogar. No parecía de nadie, pues no vimos a nadie. Excepto cuando comenzamos a secar pequeños lotes y enseguida aparecieron mensajeros a caballo de Don Santos, el español que se decía dueño de toda aquella región y al cual nunca vimos. Así fue como nos halló el trabajo, en la promesa de la porción de arroz que nos tocaba, si decidíamos cultivar aquella interminable laguna, rodeada de antiguos volcanes que pensándola descubierta, era ahora ella la que nos conquistaba. Tampoco tardó en llegar un cura católico que se esforzaba por acaparar nuestro tiempo libre, que era mucho, en la recolección de recursos para la construcción de la iglesia. Este sacerdote parecía llegar justo a tiempo para introducir a San Isidro Labrador como patrono de los que sembramos, pues la fascinación por la poderosa serpiente que dominaba la planicie se mencionaba ya como objeto de culto. Así quedaron divididas nuestras devociones entre los rituales de la confesión y el bautismo por un lado, y los herbolarios por el otro, curanderos capaces de convocar a las serpientes responsables por la muerte de algún pariente, en una ceremonia de regaño para que estas aprendieran a no volverlo a hacer. De esta manera aceptamos a un dios en los cielos encargado de muchas cosas mas no de las culebras, pues por la historia que luego aprendimos, parecía que la enemistad que provocó la clausura del paraíso aun persistía.

El aire era callado, casi virginal, sin haber sentido piel humana y por lo tanto, moldeable, disponible para hacerlo nuestro en una muy sutil pero permanente conversación que en las mañanas saludaba, como solo el lugar de la infancia sabe hacerlo. Pensaba en esta realidad del primer habitante, del asentado en la tierra baldía y de la conjugación que se forjaba entre la naturaleza, sus ciclos y nosotros como parte de ella convirtiéndonos, en aislamiento, en algo diferente, una interpretación única del ser. De adulto pude regresar al norte. Una muy breve visita a la tierra ancestral y descubrir que nuestros idiomas, originalmente similares, habían necesitado tan solo tres generaciones para hacerse mutuamente incomprensibles. Físicamente aun nos parecíamos, pero el gesto al andar y la rotación de las manos al hablar eran ya diferentes. Solo permanecían los apellidos como referencia y una memoria borrada que a gotas intentaba sobrevivir en la confianza que los norteños ponían en nuestro cuento de que veníamos de ahí.

Salir del nuevo poblado fue una estrategia inexistente, pues siempre fue lugar de llegada. Hasta que luego de muchos años de penurias, a mi madre se le ocurrió ir a la capital, doscientos kilómetros más de distancia hacia el sur —siempre el sur— a buscar suerte como ayudante en las casas de los adinerados. Nadie esperaba mucho de tal aventura y todos estaban convencidos de que no era más que una forma de separarse de su marido, el cual invertía la mayor parte del tiempo muerto —seis meses al año—, en beber ginebra y cerveza, mientras con los amigos perseguía a los perros rialengos del barrio para asarlos en barbacoa y pasarla de juerga. En lo segundo tenían razón los vecinos, pues tatay se ponía insoportable cuando bebía y le daba por pelear. Pero el motivo fue también económico, pues aunque por seis meses se trabajaba duro en la siembra y cosecha, luego de varias décadas de república, cuando las grandes haciendas habían por fin sido divididas entre los campesinos, pronto descubrimos que la esperanza de salir de la pobreza con un título de propiedad era una falacia enarbolada por quienes aun controlaban la compra y venta de los productos. Los títulos eran además provisionales, es decir, un simple pedazo de papel que delimitaba los entornos del solar de manera ambigua, provocando constantes disputas entre vecinos que no pocas veces terminaban en violencia letal y que, para colmo, aun listaban a Don Santos como dueño; un individuo del cual nadie sabía, miembro de una familia que fue expropiada y expulsada del país en los años de la independencia. Pero argumentar sobre las limitaciones e irracionalidades de nuestro título de propiedad con las autoridades agrarias era entrar a un mundo de fantasía cuántica, pues a pesar de lo dicho, nos decían que no teníamos nada de que preocuparnos. En fin, dueños de una tierra que no daba para vivir y que su pertenencia dependía de algún oscuro soplo en alguna oficina de la capital. Así fue como mi madre comenzó una nueva caminata, no solo hacia el sur, pero esta vez, juntos con todos los que la siguieron, hacia todos los rincones del planeta en donde hiciera falta trabajo arduo y poco remunerado, despreciado por las clases pudientes que entendían sus migajas eran hechas de oro. Todas las siete familias quedaron fragmentadas y desbandadas, dejando solo a los abuelos y nietos para cuidar, casi de manera simbólica, una tierra de dudosa propiedad y que solo producía para comer una parte del año. Fue así como desaparecieron los sures como destino de la esperanza y surgieron, al unísono, todos los puntos cardinales junto con todas las distancias, excepto la del regreso.

soñar no se detiene

De tanto dormir cuando joven, había perdido el gusto por el sueño. Calculando los años que me quedaban y comparando con lo que quería escribir, la cama se me hacía un costoso lujo, que ahora mismo no me debería dar. Pero entre las miles de lecturas urgentes que se alternan, entre polvorientos textos donde el amarillo de las hojas testifica del tiempo que los cargo y relucientes libros que aun conservan la envoltura del suntuoso papel que reproduce su portada, hallé “La Interpretación de los Sueños” de Freud. Dos extensos volúmenes que me han mantenido ocupado y por los cuales he renovado mi apreciación por la sistemática modorra, pues utilizando las estrategias de Sigmund para descifrar los míos, me he topado con una mina de fabulosos descubrimientos sobre mí mismo y mi pasado. Excepto que las conexiones de extrañas escenas oníricas con mis recuerdo y eventos que van desde el día anterior, hasta mi niñez, toman un tiempo considerable sortearlas. El mismo libro del que les hablo, documenta exégesis que han acaparado años y que solo se completan como resultado de la casualidad de alguna memoria que arriba, en el más inesperado de los momentos, con la problemática de que para que esto suceda, se requiere que el intérprete mantenga la investigación viva en algún rincón de la mente, asegurándose de no estar desprevenido, frente al fortuito momento. El autor del clásico considera este constante interés normal y necesario pero para mí, que en primer lugar me preocupaba la eficiente utilización del tiempo, no resulta práctico pues, la parte que no te dice el austríaco, es que mientras pasan los días requeridos para completar la interpretación de uno, soñar no se detiene. O sea, que la misma acumulación de textos que sufría mi biblioteca, en donde el paso del descubrimiento de lo necesario es mucho más rápido que el interpretativo, terminó reproduciéndose en mis mañanas de notas nocturnas. De más está decir que he, de nuevo, abrazado el insomnio

instante

con fijos ojos batallando el sueño
soportaba el peso de la noche el eunuco
haciendo figuras de pandas y eucaliptos
en las vaporosas espirales del humo
mundos liberados por la pequeña brasa
metalurgia de intrincados laberintos
incienso carcelario marcando el tiempo

el gran tambor de los balcones
a la altura de la más alta torre
dominaba la ciudad de final sueño
aprestado a retumbar con sándalo
un emperador confiado en linajes
y su capitán que en desvelo
también soñaba ser su dueño

tresmil kilómetros hacia el sur
a la orilla de un río entre arroces
otro reloj de tardía noche
un cuerno de karabao sopla su viento
sobre niñas que no saben de calor
y ancianos de arado en mano
con vista y plegaria en los cielos

así la ciudad prohibida y el campo
atrapaban su diaria rutina
donde reyes y sembradores
recibían al sol soberano
entre traidores y escribanos
doncellas y niños realengos
poetas que desde eras imprecisas
conjugaban música con los tiempos

de amores y enseñanza

nunca logré vaciar
de promesas mis bolsillos
y no andaba solo

necesitado de espacio
usé el monedero
luego fui procurando
fundas y cajones
y mientras más repartía
mayor bulto adquiría

cuidadosamente apiladas rosas
en balanceadas torres y pirámides
fueron apareciendo en el camino
y mientras más veía
menos recogía

eso sí
guardaba con gran celo
los certificados de cordura
firmados por los antiguos
palimpsesto de amores
lectura de mis alumnos
que en sus noches
delineaban finales
de permanente futuro
donde las estrellas insistían
agobiadas de soledad
brillar millones de siglos
en su inalterable
juramento a la vida

Luz vivida

He vivido para ver mi discurso juvenil en boca del poderoso, y del miserable que le corea. Ahora sentado, esperando el eclipse con los hijos, circulaban en la cabeza versos matutinos que aun escondían, celosos, los secretos de su belleza. Una memoria de estirpe antigua que hubiera pensado extraviada asomaba, en el instante preciso que la sombra terrenal daba su inicial mordisco a la menguante brillantez de la indefensa luna, insistiendo en enamorar el horizonte. Negada su muerte, descansa el astro su tránsito en la oscuridad entre las legendarias caobas, tataranietas de un antiguo Caribe, llamándose hoy filipinas y danzando la tonada de un viento que anunciaba lluvia. Aquí, donde la luz se ha hecho carne, pero también árbol, gusano, bacteria y piedra, y donde los niños fruncen su ceño al tiempo, calculando años y colegios hasta el próximo eclipse. Su madre, heredera de la excavación original de retoños sonríe, acompañando los ecos de mis alegrías y nostalgias.

Uwaks

Hay una especie de cuervo asiático, particular de Las Filipinas, llamado Uwak; nombre que no requiere mucha explicación, pues para los que en diferentes ciudades del mundo hemos escuchado el sonido que producen estas aves, no es difícil entender el porqué.

De apariencia y color similar a todos los cuervos que conozco y con un confirmado alto grado de inteligencia y organización social, la variante local parece diferenciarse solo por su peculiar comportamiento de volar mayormente de noche, tiempo también en que gusta entonar su espeluznante graznido. Escalofriante grajear, no solo por su preferencia nocturnal, sino también por ser este un lugar de escasa población en donde las extensas hectáreas del cultivo de arroz, si bien no producen eco, parecen tener la capacidad de acarrear el sonido por grandes distancias, amplificando a la vez el pavoroso sonar del turbio pájaro. Por suerte, este parece ser un evento tan desacostumbrado como temido por los locales. A mí, que después de viejo me ha dado por escribir historias y poemas de terror, me pareció una coincidencia extraordinaria haber terminado en un sitio como este y, luego de averiguar donde los vendían, no perdí tiempo en ir y hacerme de mi propio Uwak.

Lo procuré lo más salvaje posible y, de buena suerte, el que los cazaba me señaló uno que recién había atrapado y que, aun enjaulado, en su incesante ánimo de escapar, según contaba el cazador, había mostraba un sistemático esfuerzo por hallar algún mecanismo para abrir la puerta de su modesta pajarera, incluso desmantelar algunas de sus estructuras más débiles. De inmediato lo quise, pues este comportamiento lo hacía candidato idóneo para lo que quería, ya que mi intención era demostrar mis habilidades de entrenador, logrando el poder dejarlo libre, asegurándome que hiciera de los alrededores de mi casa también su casa, el lugar a donde siempre podía regresar. Los vecinos y familiares del barrio comenzaron a verme más raro de lo acostumbrado, pues según contaban los ancestros y aun hoy se repite, escuchar el graznido nocturno del Uwak, era señal irrefutable de que la muerta se anunciaba pronta y cercana.

Adiestrarlo no fue difícil, afianzando en su rápido entender, su reputación de inteligente. Por el día se la pasaba tranquilo cazando insectos, saltarín, sobre los terrenos aledaños al hogar. Pero una vez llegada la noche alzaba el vuelo, dejándome cada día con la duda de su rumbo y trayectoria, pues siempre parecía partir en diferente dirección. Lo que sí noté de entrada fue que las noches de luna eran especiales, pues en la claridad nocturnal podía observar el puñado de ramas de eucalipto que cargaba en su pico, algo que no solía hacer en otras noches.

Aficionado de la astronomía y con la bendición de vivir en un lugar bien apartado de la luz citadina, había comenzado a discutir y observar los ciclos planetarios y el nombre y posición de las constelaciones con mi niño menor. Fascinado por las conjugaciones planetarias, fue Antonio, con sus cortos añitos, el primero en notar que la reciente alineación de Marte, Júpiter y Saturno, evento no tan frecuente de por sí, vino acompañada por la ausencia de nuestro Uwak en las mañanas.

Nuestro Uwak llegó solo dentro de la jaula en que lo adquirimos, la cual tenía la cadena de su puerta picoteada y la uniones de sus paredes de rejas gastadas por su constantes intentos de liberarse. Pero no pudo y enjaulado al fin, solo vivió un corto tiempo en el reino de la inefable soledad. Por ello hubiese sido ingenuo pensar que la compañía le era desconocida, pues como ave recién capturada, el recuerdo fresco de una vida en bandadas, cacerías y, como pronto sabríamos, el morbo de un terror esparcido por toda la comarca, eran mucho más representativos de su realidad que el encierro. Pensamos que con la libertad condicionada que le ofrecíamos lo hacíamos feliz, pues no necesitaba esforzarse por buscar comida; solo ser libre en las noches sabiendo que su porción lo esperaba en los amaneceres alrededor de la casa, segura, plena y saludable. Mas nos equivocamos. A los pocos días vimos como un número creciente de Uwaks llegaba cada mañana a compartir la comida de uno. Pensamos que debíamos aumentar lo que se les dejaba y así evitar posibles conflictos y escaramuzas de pájaros locos en nuestro terreno. Pero desistimos, pues nos preguntamos si todo no se convertiría en un evento progresivo y sin fin. Después de todo ¿Cuántos Uwaks se podían mantener en nuestro espacio? Un asomo de respuesta llegaría más pronto de los esperado, pues los crecientes círculos de Uwaks que sobrevolaban el bario en las mañanas y su continuo graznar en las noches habían sembrado el pánico y la rebelión en la vecindad. Aun el muy recomendado hígado cocido en vino de gato castrado que intentamos darle para espantarlos fue inútil.

En una provincia acostumbrada a lidiar con posiblemente la serpiente más venenosa del planeta, la cobra pangasinense, se hubiera pensado que un aumento de pájaros negros en las mañanas y cielos de la noche sería cosa menor. Pero no fue así. Concilios de ancianos y asambleas generales se organizaron con pasmosa rapidez y presenciarlos era una ventana a las espantosas historias de Uwaks que contaban los abuelos y abuelas; memorias de un tiempo que a su vez fue contado por su propios abuelos, los primeros habitantes del valle. Narraban como esta inmensa planicie, a la falda de antiguos volcanes y por tanto deseablemente fértil, fue tierra de nadie hasta hace tan solo unos 150 años, cuando sus antepasados, expulsados por sabe Dios que misterio que la historia consumió, obligó a ocho familias del lejano norte a andar hacia lo desconocido y fue aquí, en las pantanosas tierras de la cobra, donde asentaron sus suertes. Pero el veneno mortal de los Uwaks parecía venir de adentro, de su graznido nocturno que anuncia y en su acto se esparcía por todos los vientos, haciendo posible la muerte. Pues aunque gente moría todo el tiempo en el barrio, como en cualquier grupo de humanos, las muertes recientes parecían multiplicarse en veloces leyendas que ahora recorrían zigzagueando la totalidad del pequeño poblado.

El número de reuniones y asambleas no disminuyó y de extraña manera tampoco sus asistentes, los cuales seguían presentando, una y otra vez, los mismos reclamos sobre invivibles y ruidosos pájaros nocturnos que ahora parecían poder señalar paralelos a sus ojos o quizá allá abajo, en los terrenos que rodeaban nuestra casa. Estas reuniones no solo se extendían en vela preventiva toda la noche, sino que aún llegada la madrugada, cuando las aves se iban ya reuniendo para el desayuno, de interesante manera persistían hasta donde todos parecían disfrutar de su detallado y redundante análisis de forma continua, sin importar en donde la asamblea hubiese comenzado y sin idea de cuando terminaría. Era como si el todo y todas sus partes se hubiesen fundido en uno y el paso entre lugares y tiempos no existiera más. Ahora vivíamos todos en reunión permanente con la posición y dirección de los Uwaks siendo lo único cambiante.

Siembra y cosechas se habían descuidado y tomó un tiempo antes de que alguien detuviera su interminable arenga sobre los pájaros negros, para señalar el abandono masivo de las rutinas del poblado. Pero como a nadie parecía ya darle hambre y los niños habían dejado de ir a la escuela, uniéndose de manera peculiarmente elocuente a las discusiones, no fue hasta pasado un largo tiempo que se comenzó a señalar lo obvio. Todo al principio se sintió como un murmullo, un susurro alimentado por la confusión y la incredulidad, con tendencia a avergonzar al que considerara traerlo a un pleno invariablemente enfocado en lo mismo. Pero el pequeño progreso que habían hecho algunos escarbando la metálica cerradura de la puerta, hizo que otros invirtieran tiempo en las gigantes paredes de metal que ahora rodeaban los cielos del barrio. Una división sistemática de las labores que entre nube y nube, daban la impresión de que cada vez se estaba más cerca de poder desmantelar el subterfugio.

Allá pasábamos gran sed durante el tiempo seco; largos peregrinajes como de desierto que, excepto por los cometas que en algunas décadas nos regaban agua fresca traída desde los confines de la galaxia, parecía como si persiguiéramos algo sin saber exactamente qué, ni donde. Los balances universales, especialmente el de la electricidad, por la cercanía de sus relámpagos, se entendían ahora como esenciales a todo lo vivido. Era nuestro turno de ser los cazados, así como alguna vez nos tocó ser cazadores, y el ahora no es más que la pena que sigue a la victoria, que a su vez también precede otra pena. Nos consolaba pensar que en el gran esquema de las cosas, los Uwaks podían ejercer ahora su señorío, pero era pasajero. Con la mirada milenaria entendimos que todo miembro de lo natural tiene su turno y solo hay que ser paciente y esperar a que la ruleta del destino termine las vueltas de su azar, y vuelva al sitio donde estaba.

El largo cautiverio ayuda a pensar. El tiempo nos hizo saber que durante la era de los árboles, fueron ellos los que nos pensaron al verse rodeados hasta el asfixie por todo el letal oxígeno que desechaban, concibiéndonos así como perfectas máquinas de reciclaje, capaces de transformar su basura en su alimento. También nos entrenaron con las frutas que parecían nutrirnos y que no eran más que un truco. Una estratagema que solidificaba nuestra vocación de mascotas servidoras, al ir depositando semillas por toda la tierra, en una fértil mezcla abonada y asegurando así, la toma total del planeta por parte de las plantas. Con el tiempo solo nos bastaba con mirar alrededor, para comprender que todo depende de todo, con intervalos en donde la dominación se va rotando, y en donde el único soberano permanente es el balance. Perros que nos sacan a pasear, los virus que en poco tiempo nos ponen de rodillas en servidumbre, terminando parte nuestra. La lista es larga pues incluye todo, ya que todo tiene su pedazo de era. De las más interesantes épocas que pudimos observar, fue la del vampirismo. Una fascinante mutación que ante tanta plenitud de sangre y noche, dominaron hasta casi lograr la eternidad. Solo los derrotó la intrusiva e inviolable necesidad de una oscilación con extremos idénticos a los del mismo universo, siempre asegurando que nada ni nadie pueda por siempre estar ni arriba ni abajo. Ni las explosiones volcánicas madres de las tormentas celestes, marítimas y guerreras, tampoco los asteroides, ni las sales naturales y artificiales que purgan la sangre melancólica, ni mucho menos los sentimientos del habla y el pensar, ni la evaporación de los líquidos ni su ósmosis, menos aun los colores, las antipatías, simpatías, gustos y repugnancias naturales, con atención prioritaria a la curación vegetal de la picadura de mosquito, las enfermedades de la incontinencia, o la succión que ejercen recíprocamente los que se enamoran, todo incumbencia y de dependencia inviolable a la suerte, como lo justifican los mecanismos desde siempre asentados.

Hoy nos tocó ser entretenimiento carcelario de los Uwaks. Del mañana poco sabemos. Hasta nuestro folklórico largo viaje desde el norte se explica ahora, como el camino que siguieron nuestros ancestros dirigidos por los pájaros bajo amenaza permanente de muerte.

Podíamos así ver nuestra casa allá abajo y a esas malditas aves que ahora lanzan migajas al viento, entretenidos en el malsano placer de ver si las podíamos atrapar. Era el único momento para la comida y el resto del día lo pasamos enviando señas desde nuestras inmenso confinamiento, intentando llamar la atención de los transeúntes que saltarines y de picos como el azabache, ahora venían con más frecuencia y que con los ojos llenos de ambición, por haber encontrado estas maravillosas tierras, desoladas y a tan bajos precios, y que como incentivo ofrecían estas cajas de metal flotante, transparentes, repletas de exóticos especímenes locales, recién atrapados y aun conservando su espíritu de libertad y de legendaria inteligencia, listos para ser entrenados.

Ninguno de los nuevos cazadores mencionaba nada, pues se enfocaban en la venta. Pero en los campos aledaños, especialmente del norte, de donde venían los interesados en bandadas y listos para poblar estas solitarias tierras, ya se comentaba, entre ancianos y uno que otro relegado social, la leyenda de aquellos seres que dormían de noche y que por el día se la pasaban intercambiando extraños y pavorosos sonidos, y que a cualquier tierra que llegaban, como juraban las memorias de un lejano pasado, solo traían muerte y destrucción.

En fin, que eran los Uwaks los que ahora nos criaban y acá arriba entre cúmulos, a falta de superficie donde escribir, volvimos a desarrollar la memoria. Nos acostumbramos recordando que vivir en las nubes era algo que ya hace algún tiempo habíamos practicado en tierra. Éramos, después de todo, parientes lejanos de los organismos que se rumora viven en la atmósfera de Venus.

Cress con flororo

En algún momento a principios de los años 70 y siendo mi edad entre los 9 y los 11, nos encontrábamos reunidos como familia en la sala del hogar, frente a ese fogón de la modernidad llamado televisor. Veíamos no sé qué show y, como de costumbre, permanecíamos de manera ininterrumpida durante los anuncios comerciales pues en esa época, estos eran tan o más imaginativos y entretenidos que el programa mismo que auspiciaban. Influenciados por una ola de ejecutivos y magos de la propaganda de un recién exilio aterrizado en La Isla y en alianza con el talento local, la industria de la publicidad televisiva florecía exitosa, hasta el punto de moldear la conversación callejera y de oficina. Recuerdos de años en donde frases de comerciales memorizados y hasta diálogos enteros, eran el teatro que centraba el chiste y relajo escolar y, si por vergonzosa casualidad alguien había perdido la oportunidad de ver el más reciente y original de los anuncios la noche pasada, era menester comprometer con promesas a sus amigos más cercanos para que se comunicaran por teléfono en cuanto lo vieran la próxima vez, asegurando así el no perderlo.

En la particular noche que rememoro, un grupo de jóvenes y niños aparece en la pantalla y sin mucha pretensión, comienzan una pequeña rumba en las cálidas arenas de alguna de nuestras playas, cuando uno de ellos percibe la llegada de un individuo adulto y anuncia: “aquí viene Tito Puente.” “Tito Puente” exclamó de inmediato mi padre y, por la rareza que implicaba su presencia y mucho más su comentario, mi oído se ajustó con premura, como si asegurándose de no perder aquella joya de momento que quizás se pudiese guardar en una memoria que se visualizaba ya escasa de tales elementos. Sonó para mí mi padre admirado y a la vez sorprendido de ver a ese señor —desconocido para mí— proyectado sobre el cristal del enser. Su tono parecía ser un homenaje a alguien que quizá cargaba un pasado de gloria y que, luego de un olvido del cual no conocía yo sus razones, aparecía inesperado y por sorpresa, en un breve evento que quizá pretendía reconocer su glorioso ayer y de paso pedir disculpas por el olvido. El nombre de Tito Puente quedó entonces grabado en mi memoria, despertando la misión de estar bien pendiente, en caso de que lo volviese a oír mencionar, para así poder acumular mayor información de su persona.

La canción del comercial era pegajosa y unos timbales que centraban la escena hicieron evidente para mí, reafirmado por algo que también debió haber dicho mi padre y que ahora no recuerdo, que ese era el instrumento musical que había hecho al tal Tito Puente famoso. En un futuro no muy lejano, y ya con unos 12 o 13 años, me toca ser testigo de la mareada musical que arropó a la puertorriqueñidad y eventualmente a todo el mundo de habla hispana. Ese fenómeno llamado “salsa” y al cual me adherí como fiel seguidor, dejando como muchos que determinara mi vida y mi manera de ver el mundo y sus cosas. Tito Puente parecía sin embargo flotar leve, cual si difuminada neblina, en la superficie de la manía salsera. Un persona semiescondido y al que era necesario escarbar, si se quería conocer su verdadera posición en el género, mas allá de los estruendosos ruidos y personajes que dominaban la escena. Pero el que sabe sabe y poco a poco se me hizo evidente que aquel señor era reconocido por todos los artistas y jóvenes músicos de mayor fama, como una de las influencias más indelebles de las nuevas categorías sonoras.

Para mí la salsa era el evento de la época y como tal, encajaba con la rebeldía de una adolescencia que había adherido la independencia de Puerto Rico y el antiimperialismo, como sello de su acción y pensamiento y, resultaba un tanto incomprensible que mi padre, miembro obvio de la pasada generación, tuviese lo que parecía ser un conocimiento antiguo y profundo sobre las raíces de lo que era el movimiento del presente. Pero con los años y el saber fui entendiendo como esa música de los ‘70 no surgió de la nada, por más que parecía querer dar tal impresión. Aprendí entonces del papel que Nueva York y los puertorriqueños que en ella vivían jugaron en la siembra y cosecha de los ritmos que en su momento parecían tan nuevos y tan míos. Con el tiempo supe que mi exploración revelaba tan solo un primer nivel arqueológico y que habían aun más capas enraizadas en la música e historia cubana; consciencia que me ayudó a entender con claridad el papel de recipiente musical —además de político— que jugó nuestra isla y de como, de no haber sido por el exilio que provocó la revolución, el papel en el desarrollo de la salsa que jugaron los puertorriqueños hubiese sido quizá menor, pues eran los cubanos los destinados a protagonizar el vibrante ajetreo melódico de los tiempos. Pude entonces colocar en su correcto contexto a Celia Cruz y aprender las tonadas de la Sonora Matancera, descubriendo que lo que yo creía nuevo era mas bien un rehacer, un refrito que sin negar la validez que aportaron los nuevos talentos, la deuda con la Antilla Mayor era inmensa. La Lupe entonces no había caído del cielo y se hizo importante conocer nombres como Mongo Santamaría, Arsenio Rodriguez y Chano Pozo. Grandes herencias que con sus influencias bañaban todo lo que oíamos. Esos eran los nombres y los ritmos que sostenían el tono de mi padre cuando lo escuche decir “Tito Puente.” Fuimos una gente bendecida con lo mejor de la isla hermana, además de también ser el paraje al que vino a tener toda una clase política de ultra derecha. Asesinos terroristas como Julito Labatud que se hacían pasar por señores buena gente que siempre enviaban flores a Walter Mercado, y que con sus acciones reorientaron el curso de nuestra historia.

Nueva York y el Tito Puente de la televisión de niño, ese al que mi padre quizá sin querer abrió mis ojos, hacían ahora sentido en la leve sombra de acento que este presentaba en el anuncio comercial, desde su primera palabra en español y su posterior y perfecta pronunciación del producto “Crest;” con una clara ese de serpiente y su definitiva te al final. Para los niños y para mí, como para todos en Puerto Rico, ese era el anuncio de “Cress.” Pero no cualquier Cress, sino el que tenía “flororo,” pues “cress con flororo / por arriba, cress con flororo / por abajo” era el “jingle” de los niños en el anuncio, el del vacilón escolar y la repetitiva estrofa que siguió apareciendo en mi cabeza, por años, cada vez que veía un envase de la dichosa pasta dental, hasta el día de hoy.

Pero la vida me llevó a mí también a vivir de un extenso exilio en Norteamérica y aprender, como Tito Puente quizá quiso enseñarnos en su aparición playera, que el ingrediente principal de la pasta era y es fluoride y que por lo tanto, era Crest con fluororo. Sí, ese combito sobre la arena que era y es el arquetipo del regreso, aunque fuese de pasada, a una isla lejana y que con sus playas ofrecía lo que se asumía no tenían los niuyores. Nueva York, “ese país tan grande por allá,” como decía la madre de mi noviecita brasileña que, en su pensar desde el delta amazónico y mientras cazaba el aun entonces abundante mono pereza para la cena, hacía parecer al Brasil, frente al mito norteamericano, tan pequeño como Puerto Rico.

la cola de las estrellas

hubo quien sugiriera levantar

la cola de las estrellas

para ver si era el o si era ella

siempre con cuidado de recoger el ojo

no sea que se pierda en el espacio

que abre el telescopio

hasta un rey desmemoriado

en cínica admiración

de la electricidad y el rayo

que con ahínco y sabiduría mostraran

los físicos y astrólogos del barrio

en ritos de sambumbia

y rimas de verso variado

sospecharía que hay gato encerrado

en ideas de un nuevo paradigma

solfeadas en líricas de picante consigna

pues lo que poseía en cadencia

el lado simple de la complicación

de continente antiguo y original

el de las selvas y desiertos

gustaba dejar el testo

patidifuso y boquiabierto

para un nuevo fantasma llamado Reinaldo

érase de un muerto que andaba suelto

sin sitio ni lugar ni tumba

pues lo que anda por ahí entre los vivos

en ningún camposanto monta rumba

solo lo veía yo

y muchos me creían loco

verme hablarle al aire con gestos

era entrenamiento de no pocos

mi familia ya se iba cansando

ya no atendía a nadie

los niños y las cabras

la esposa y el terreno

crecieron salvajes y para mí

todo parecía bueno

esta presencia inundaba el espacio

y nunca faltaban temas buenos

ayer analizó entre otros

la historia simbólica del fuego

llevo ya meses

en verdad llevo años

siguiéndole el rastro a esa voz

a esa idea escurridiza

que mientras más leo

más creo pensar que llego

no sé cómo terminará esto

ni sé si logre comunicarlo

pero un día de estos me pierdo

en una ausencia con felicidad

y sin ningún rastro de llanto

Autobiografía

extrañar un lugar extraño

es hijo de una melancolía curiosa

que se hace más irregular

si se piensa desde el extranjero

yo no quiero todos los libros

solo los que quiero leer

que ya son muchos

de lejos miro los bosques que no escucho

y pregunto como otros

cuando veo que el viento los mueve

¿harán ruido entonces?

¿a dónde irán esos ruidos que nadie escuchó?

¿y qué de las luces que nadie vio?

¿y los eventos que no son sonido ni luz

que por nunca ser vistos no sabemos lo que son?

todos mundos en la espera de ser para alguien

¿o será que son para quienes tampoco vemos?

es por eso que leo

para poder ensoñar y escribir

todas esas cosas que quizá

andan en la triste espera de ser

pues todo lo que quiere ser

debe tener derecho a serlo

y así entrarse a golpes con lo malo

es decir

la batalla de las cosas que forman las cosas

pues limitarnos a un solo resultado de cosas

no puede ser tan buena idea

siempre es sabio ver y vivir

lo más que se pueda

aunque sea sentado en una butaca

leyendo e imaginando

Caín

disimulada

entre montañas de hoja seca

una fiera apalabrada

extraviada

amenazaba con encontrarse

en el pasar de las páginas

lo que parecía ser su hermano

hermoso como la verdad más pura

yacía inerte a su lado

Caín

como hallé apropiado llamarlo

insistía siempre en el otro punto

ninguna de mis ideas le satisfacía

y encontró un nicho en la biblioteca

desde donde con gran habilidad analítica

con una garra despedazada bocetos

y con la otra los formaba en bolas de papel

que con tiros de perfectas parábolas negativas

depositaba en el bote de la basura

su presencia era tan intimidante

como el bagaje cultural que parecía tener

y nunca osé cuestionarlo

en ocasiones

pensé tirarle con alguno de mis libros

pero el ángulo que toma su cabeza

junto a la muestra agresiva de sus colmillos

me hacían pensar que de un bocado

terminaría con mi ataque

y la idea de perder

la edición conmemorativa de la RAE de Rayuela

estampaba un helado sentimiento en mis huesos

tener a Caín entre mis libros

es como vivir en el lamento

llanto sobre borradores que llegando tan cerca

no alcanzan la idea

y con los que la bestia hace lo propio

penar sobre la hoja vacía

esperando razones para su viaje a los desperdicios

solo me resta esperar su sueño

sucumbir ante el mito de lo valioso y publicar

para luego de ver mis palabras

recorriendo asfixiadas el mundo

deseando que Caín jamás tuviese que dormir

evitándome así imaginar tanta cima

cuando afuera todo parece valle

viaje intergaláctico

vi libros desplomar

paredes del destierro

mañanas rociadas

de migaja nocturna

orientando el camino

de la errante letra

nací con ancas afinando

tonos de congo y bongó

allá donde dioses dejaron

verbeneros a cargo

mientras de lejos

con elongados y estatuescos rostros

miraban hacia abajo

renegando concluir sus vacaciones

medio saco de semillas

abandonado por muerto

tuvo que sembrarse solo

sin saber donde

la más hermosa mutación

creció en el espacio

en su improbable final

de viaje intergaláctico

sólida majestad

son hoy

las montañas de mi ventana

sólida majestad

victoriosa muralla

abusadora cordillera

jactando su dominio de vientos

hinchados de mar

que aceptan el armisticio

enarbolando su gigantesca rendición

en ondulantes nubes blancas

rascando los pies

de algún celestial soberano

 

llora el vendaval su derrota

en fértiles caudales

cornucopia del ciclo

reparando dolor con alegría

 

invencible cerro azul

a veces verdoso

reflejo de otros tiempos

de impresionable niñez

e infalible adolescencia

cuando gozoso me hacía

en aquella ahora

tan lejana cordillera

Media de Winston

Había una de esas máquinas en el kiosko del camino que conectaba el expreso y el barrio Caimito, por donde estaba el Palacio de los Trabajadores el cual, luego de 35 años de exilio, no tengo idea de si aun existe; otra época donde esos magnánimos nombres de resonancia soviética eran más comunes. Imagino que si investigo averiguo, pero temo que en el proyecto se me escape el hilo de esta idea que escribo.

Pasado el punto del sindicato estaba el Instituto Mizpa, al cual mi madre me mandó a hacer una llamado de emergencia al trabajo de mi padre. No recuerdo la urgencia, pues la memoria la ocupa el cabrón pastor que en la recepción, sin importarle que era un niño el que rogaba, me sometió a un cínico interrogatorio digno de un criminal. No creo ni que pude hacer la llamada. Sí, en la urbanización recién construida y recién mudados, no había aun servicio telefónico.

Años después estudié en ese Mizpa. Para entonces mi memoria de residente y familia aspirante a “clase media alta” —inventada clasificación que solo sirve para alimentar las aspiraciones pendejas de arribismo social en donde en realidad solo existen dos clases, los que producen riquezas y los que se las roban—, ya iba desapareciendo, aunque no así la del cabrón pastor. Aun el camino adentrándose hacia Caimito fue con los años adquiriendo otras vivencias muy diferentes a la de la infancia y temprana adolescencia, pues un día hasta me vi invitado por el sacerdote e historiador Fernando Picó a janguear con el y los curas de su residencia / seminario. Más me acordaba de las parchas que fuimos a recoger al campo y al río que con su alta formación rocosa Picó gustaba de llamar La Catedral, que de las medias de Winston que escondido iba a comprar a la máquina del kiosko, hasta que hoy vi esta foto y, como inesperado relámpago disparado desde el Olimpo, reviví el día en que Kato, el vecino del frente de la casa de la familia en la urbanización y amigo cercano de mis padres me susurra en el oído, mientas halaba yo la palanca que dejaba caer la cajetilla, “¿qué carajo tú haces?”

Muchas son las memorias olvidadas de esos años. Pero el terror provocado por aquella conocida voz a mis espaldas mientras mis manos se sumergían en la proverbial masa, y el abuso verbal de la autoridad pastoral de aquel cabrón, gustan aún de visitarme, ambos indelebles en mi alma, frescos, más de cinco décadas después.

Patos, cabras y el ejercicio de la libertad

Mis cabras y patos dedican todo el día a buscar comida y, excepto por dormir, hacer sus necesidades biológicas y reproducirse, no hacen absolutamente nada más. Siempre han sido así, desde el día que nacieron y así serán, hasta el fin. Podría decir que son libres. No están atados ni por mi mano ni por ninguna jerarquía de patos o cabras que los obligue a reservar alguna parte de su alimento para sostener el privilegio de quienes no trabajan. Tal situación ni existe, ni tiene posibilidades reales de existir, pues quien opte por no trabajar en la búsqueda de su propia comida se hallará, en su incapacidad por justificar que lo mantengan, simplemente muerto de hambre. Por esto, a pesar de ser un mundo de individuos libres, no deja de poseer cierta crueldad. Pero la humanidad hace mucho tiempo se dividió entre los que organizan la recolección y distribución de alimento en beneficio propio, y aquellos que tienen que ocupar todo su día y energías en buscar que comer en el tiempo más inmediato. Los que administran tienen entonces tiempo para pensar, analizar, hacer y memorizar historias, contarlas y escucharlas, incluyendo un registro de lo conocido y lo que falta por conocer. Estos son ahora los únicos seres verdaderamente libres, no solo del trabajo que consume su cotidianidad, sino libres para cultivar las artes en todas sus variantes, en fin, libres para entender lo que pasa y ajustarlo o transformarlo a voluntad. Los demás no solo han perdido la libertad que ahora tienen mis cabras y patos, sino que además, al instrumento de libertad ser ahora el conocimiento, no tener tiempo para cultivarlo y practicarlo se convierte en el sello que condena a una permanente esclavitud. Esto por supuesto no los priva de intentar explicar el mundo y sus circunstancias; la mente humana es incapaz de permanecer tranquila. Pero para quien trabaja todo el día para comer, las sofisticaciones de un complejo universo, esas que guardan los textos que acumulan los sabios privilegiados y llenos de tiempo para leerlos, le son sencillamente vedadas y su opinión, aunque defendida a capa y espada como valiosa por solo ser suya, no es más que una burla con disfraz de entendimiento, al servicio de quienes la usan para preservar el conocimiento que los acomoda. Hay quienes con su tiempo libre han entendido, pues el asunto es después de todo entender, lo injusta que es la situación de los que trabajan solo para comer, haciendo que consideren traicionar su privilegio y procurar compartir sus revelaciones con los necesitados. Pero no es fácil y con razón, pues por más que se predique la luz, esta es solo posible apreciarla con tiempo y, si para algo hay que luchar, por aquello de darle tarea a los renegados del saber, es por la reducción de trabajo de los que lo hacen para comer, y la ampliación del tiempo libre y alimento disponible, para entender los vericuetos del ser, la vida y las cosas, y así considerar, mejores y más justas manera de organizarnos.

Everything Everywhere All at Once

Excelente exploración cinematográfica del concepto de multiversos y sus implicaciones para nuestra vida cotidiana, donde el entendimiento de que cada decisión que tomemos, en cada momento, se hace frente a una realidad que simultáneamente contiene todos los posibles caminos a seguir, en espera de nuestra acción. Las implicaciones son alucinantes, pues la idea no solo parece ponernos en control de nuestro destino, sino que también acepta una multiplicidad de mundos que no mueren en nuestro rechazo, pero que permanecen disponibles en la creación de continuidades para otras variantes de nosotros mismos. La idea es alentadora, ya que nos ofrece la oportunidad de ejercer nuestra mejor versión. Pero sorprendentemente también limitada, pues tiende a desechar las consecuencias que los actos de otros tienen sobre nuestras vidas y las formas en que moldean el terreno para obligarnos a proceder de maneras que les convengan a ellos y no a nosotros; otro “Get Out of Jail Free card” para el gran capital.

La película se salva un poco en la propuesta del amor y la bondad como la mejor de todas las estrategias para manejar la esquizofrenia frente a nuestros ojos, pero falla en criticar la idea como una continuidad del sueño cartesiano en donde el más “real” y confiable de los universos reside en nosotros mismos y en nuestra capacidad de hallarlo, desechando toda corrupta influencia que nos haya desviado del camino. En fin, el clásico yoísmo al que la modernidad nos tiene tan acondicionadnos.

El elenco de la película es extraordinario, con la siempre bella y talentosa Michelle Yeoh (Crouching Tiger, Hidden Dragon, Crazy Rich Asians, Memoirs Of A Geisha), el inconfundible James Hong (Wayne’s World 2, Chinatown) y la legendaria Jamie Lee Curtis probando una vez más su capacidad de brillar en cualquier rol.

books & records

un día quise hacer con libros

en largo tiempo

no se entendía

cuando los comían las ratas

nada satisfacía

así que volvía a comprarlos

el mismo texto

primero dos

luego tres veces

si olvidaba la triste historia

me sentía mejor

un bueno escrito

no tiene parangón

he hecho lo mismo con los discos

y según se iban quemando

en 8 track

luego en cassettes

en cd

en suscripción de apple

como amante de las artes

y buen consumidor

siete veces adquiría

la misma canción

Unnecessary cruelties

In 1513, the Spanish crown create a document called “the requirement” (el requerimiento), meant to be read to every newly found native settlement. It was intended to avoid the unnecessary cruelties that the first few years of conquest saw, when Spaniards decimated local populations by 90% in some cases. The requirement explained to the inhabitants their need to surrender their lands, wives and children, and to peacefully submit to the authority of the crown and its representatives. In exchange, they were promised to be treated with respect and not to be forced into Christianity, unless done voluntarily. Failure to comply would authorize the conquistadors to take their land and everything else by force. The documents was in Spanish, a language that no local could posible understand.

In the year 2016, as a Boston Public School teacher, I was instructed to administer a high stakes test to my Latin-American students, including the reading of an introduction explaining the importance of taking the test and their lack of option in the matter. The instructions and test were in English; a language that non of my students could possibly understand.

Notas sobre el fin

Ideas basadas en la separación entre humanidad y naturaleza —esto es, la naturaleza como ente de poderosos ciclos que siempre se imponen a largo plazo y la humanidad, por otro lado, como organismo independiente, casi foráneo, que en su conducta injertada, elemento extraño al mundo que lo acogió, quizá una enfermedad, un virus, ha demostrado desprecio, falta de respeto y poco agradecimiento en su ejercicio de destruir sus alrededores, y que por ello, ahora enfrenta el irrevocable destino de pagar las consecuencias de sus acciones con el precio de la extinción—, merecen análisis.

Suena problemático que algo que es un claro producto de la naturaleza y sus patrones de comportamiento, como lo son los humanos, sea ahora despojado por su irresponsable proceder, de su membresía al conjunto de las cosas, clasificando sus acciones como contra natura y que, a raíz de su pecaminoso obrar, equitativamente juzgados y sentenciados por sus transgresiones. Este esquema de corte religioso, dañino y despreciable en el pasado, parecería aquí retomar su núcleo y, enmascarado en una especie de moral de los tiempos finales, separa a los vivos frente a un jurado del fin, en donde solo unos pocos escogidos, si acaso, tendrían la leve esperanza de ganar mención en el reino de los justos y al final, pagarían igual el precio, con su desaparición del planeta —algo así como el cuento de los conquistadores capturados por los locales que, encadenados, se enfrentan al jefe de la tribu rodeado por sus miles de súbditos, mientras le ofrece a los prisioneros, divididos en dos grupos, la opción entre muerte o chacachaca. Ante la espeluznante idea de morir, el primer grupo escoge chacachaca. El segundo grupo, aterrado por haber presenciado el ritual, prefiere escoger la muerte, a lo que el jefe tribal les contesta que no hay problema, pero que primero les harán chacachaca—.

Pero si se asume una humanidad tan natural como la naturaleza que la permitió, entonces sus acciones, igual de contradictorias que la destrucción y reconstrucción que parecen estar al centro del comportamiento universal, cuentan también con todo el horror y la esperanza que existe en cualquier isla que abriga rugientes volcanes junto a bellos jardines. Y así, cual galaxias de hoyos negros y estrellas dadoras de vida, pues lo que explota en una supernova calcinando sus sistemas planetarios en el proceso, es también material para el comienzo de nuevas estrellas y planetas, las mujeres y hombres son también, siempre, otra oportunidad para el encanto. La humanidad entonces, como parte del todo que la instruye en sus formas y procederes, no puede estar separada y luego subdividida entre los destructores sin posibilidad alguna de redención y los justos que aceptan la futilidad de su exclusiva propuesta de la felicidad, pues de nuevo, tan naturales como la naturaleza, tiene en sí las fuerzas de ambos extremos combinadas en lo que son. Muerte y vida entremezcladas en una marcha que a largo plazo negocia con el azar, la mejor y más sostenible de las existencias.

Aquellos que por avaricia han llevado a la humanidad en dirección al colapso no desean morir y saben o tienen expertos que les dejan saber, que la única posibilidad de sostener el flujo de ganancias en un mundo de limitados recursos, tarde o temprano tendrá que elaborar una salida de conservación y diversificación, que bien podría ser el sostenimiento responsable de este planeta o la escapatoria hacia otros. Se debaten entonces entre cuál de estas dos y sus variantes, les permitirá continuar con su enriquecimiento por mayor tiempo y no será hasta que se haga evidente para ellos que su existencia está en inminente peligro, que procederán con sus planes de autorescate. Pensar que lo que está en proceso es una destrucción descarnada que también incluye la muerte de sus provocadores como parte del plan, olvida que estos energúmenos, como humanos al fin, no desean inmolarse en el ocaso y, como tal, tomarán las medidas que sean necesarias —siempre considerando la continua ganancia monetaria — para evitar su mortandad. En este sentido, la experiencia reciente del Covid fue iluminadora, cuando estados enteros, por temor a la muerte masiva, fueron capaces de paralizar casi por completo la economía mundial. Solo pocas semanas bastaron para que los ecosistemas comenzaran un rápido proceso de recuperación, dándonos así un adelanto de lo pasaría en caso de una devastación ecológica que paralice las industrias y disminuya cuantiosamente la población de las ciudades. Por supuesto, una vez los ricos y el estado hicieron el cálculo de que durante la pandemia, el regreso paulatino a la maquinaria productora de ganancias dejaba un número “aceptable” de muertes que no amenazaba con la desaparición de la humanidad, ni mucho menos con su posición social, no tuvieron problemas en volver a su normalidad. El ejemplo de las armas nucleares es también educador en este punto, pues con capacidad para destruir toda la civilización con un dedo, los poseedores de tal poder se resisten a ejercerla, por la simple razón de que el descalabro se los llevaría a ellos también por el medio o, como nos enseñara Manolito el de Mafalda, “entre toros no hay cornadas.”

Es tentador pensar que en la antesala del final, los que buscarían salvarse serían exclusivamente los ricos y poderosos entre ellos mismos, pero cualquiera que halla estudiado un poco las lógicas del mercado y la manera en que se produce el valor que luego es acaparado por los burgueses, entiende que los trabajadores y consumidores son indispensables en la ecuación. En otras palabras, salvar, en caso de un cataclismo mundial, tan solo a grupos de privilegiados, bien en este o en cualquier otro planeta, es la manera más efectiva de asegurar la desaparición de estos en un corto plazo, pues no serían más que una camarilla incapaz de sostenerse a sí misma, a menos que hallen la manera de esclavizarse entre ellos. Es evidente que para estas bestias, como nos enseña la experiencia de la reciente pandemia, la muerte de millones es aceptable, siempre y cuando perdure un número que garantice la continuidad del régimen económico. En otra palabras, sin la preservación del sistema actual, aun cuando sea en versión altamente reducida, no existe supervivencia posible para los privilegiados. Es mucho más probable que pase al revés, esto es, una catástrofe que disminuya o desaparezca la clase dominante y sus ciudades, dejando tan solo comunidades aisladas, alejadas de los centros urbanos, que por su experiencia en el arte de sobrevivir de la tierra y con poco, tendrían mejores oportunidades de mantener vivas a un número mínimo de personas para comenzar la repoblación del planeta. Un escenario en donde los estados gubernamentales intenten, junto a uno que otro excéntrico millonario, implementar un predeterminado plan de emergencia que reúna representantes de los diferentes sectores de la humanidad que se entiendan necesarios, como artistas, obreros, agricultores, escritores, científicos, etcétera —quizás lo que se tenga pensado en caso de un meteorito con capacidad de fulminar la civilización de manera casi instantánea— sería difícil de implementar en caso de un deterioro ecológico que vaya ocurriendo de manera paulatina, pues ¿cuál sería el momento correcto para comenzar?, enfrentando gran resistencia de los que aun piensen que pueden bandear el vendaval desde donde están, haciendo de la separación física de clases un ridículo, ya que los resguardados podrían tener que enfrentarse a la disyuntiva de continuar encarcelados o regresar a un mundo que se le dejó a los pobres. Es razonable pensar que un colapso de los ecosistemas sería mucho más devastador en zonas de alta concentración poblacional y menos brutal en las áreas más remotas del planeta, donde a las experiencias ya acumuladas de supervivencia, se le añadiría el conocimiento derivado de la hecatombe ecológica, o sea, el claro saber de quienes fueron sus responsables; entendimiento que bien pudiera ser clave en la reconstrucción de la civilización. Por ello los movimientos activistas y sus intelectuales harían bien en considerar la inversión de mayor tiempo, en la identificación de poblaciones que sean catalogadas como más propensas a sobrevivir un desastre ambiental y aprender de ellas, incluyendo una reflexión mutua sobre las razones que llevaron a la humanidad al borde la extinción y de cómo evitar repetir, si posible, los mismos esquemas de injusticia. Una apuesta al intelecto y al conocimiento acumulado que, afinado en el recuerdo de lo vivido, pueda descifrar, como hasta ahora lo ha demostrado la especie, innovadoras formas de continuar su jornada sobre la faz de la Tierra. La desaparición abrupta de toda la humanidad parece ser más una fantasía insertada por memorias de dinosaurios. Un desajuste ecológico a gran escala es más propenso a ocurrir en fases que, al reducir grandemente la población humana, tantee un balance que se de a sí mismo la posibilidad de recuperarse. Así podríamos comenzar a ver la devastación ambiental, aun con todo el pavor que acarreará, como una oportunidad y no tan solo como un indescifrable fin común.

Es altamente complejo predecir con exactitud los patrones de lluvia con una semana de anticipación, y ni hablar del elusivo pronóstico de terremotos. Sin embargo, parece hoy en día existir cierta ciencia capaz de haber encontrado una nueva e insospechada capacidad para anunciar con exactitud el colapso total de los ecosistemas y su consecuente extinción humana, esto es, el año 2030, y me pregunto, ¿incluye también el mes? Imagino que habrá los que lean estas notas y las tuerzan para apoyar su visión de que el cambio climático no existe y que, si acaso, es solo parte de un mayor ciclo sideral que nada tiene que ver con las acciones humanas. Incorrecto; el camino hacia un cada vez mayor detrimento de los ecosistemas está sólidamente asfaltado por la mano del hombre, solo que sus detractores han olvidado la complejidad del pensamiento y las acciones humanas, así como sus recursos en tiempos de desesperación, asumiendo una humanidad pasiva frente al evento, y despojando a sus causantes del sentido de supervivencia del cual ningún humano puede ser despojado, ni ahora, ni en ningún momento de sus pasados dos millones de años —quizá más— de existencia. Este deseo nato de siempre buscar vivir un día más hace cuestionable la lectura que al presente le da a las clases responsables por la ruina ecológica, todo el poder de llevarnos hacia una extinción que los incluye. Lo que en realidad parecemos tener de frente es el camino pavimentado hacia una muy probable, pero para nada ineludible extinción. Es por esto que nuestro razonamiento debe usarse en el debate y desarrollo de ideas y proyectos que nos preparen para los grandes eventos que se avecinan, aprovechando la capacidad de ejercer el discernimiento que posee el ser humano para descifrar complejas dificultades, en su empeño por mantenerse vivo y que, en el proceso y con el conocimiento de lo que en su momento fueron capaces los acumuladores de ganancias, aventurarse a elaborar las bases para una resistencia y reconstrucción que busque salvaguardarnos de tales ambiciones, insistiendo esta vez en nuestro lado comunitario y sentido de la justicia, al momento de avanzar hacia un reverdecer que experimente con la amistad y la cooperación, como las estrategias fundamentales para el progreso. En fin, aprender a ver lo que se nos viene encima —con todo y sus despreciables horrores— como un tiempo de oportunidad y no como uno de rendición previa ante una asumida muerte e insoslayable desaparición.

Quizá ya no estemos tan cerca de ser como las piedras, aun cuando compartimos los mismos elementos, pero sí tenemos mucho en común con todo lo vivo, sus acciones, sus prioridades, sus egocentrismos, sus habilidades para transformar sus alrededores, sus deseos de proteger y proveer para sus crías y su pericia para diezmar los recursos del área donde viven y sin más ni más, caminar hacia la próxima área con recursos y repetir el ciclo, desplegando en el trayecto, un fuerte sentido de supervivencia que se encuentra en todo lo animado. El ser humano, independiente de su posición geográfica, social o histórica, ha demostrado tener una facultad especial para el despliegue de un egoísmo con raíces tan profundas como la vida misma, junto con sus igualmente impresionantes muestras de bondad y preocupación por el otro. La expresión de una continuidad que fluye y refluye con todo lo vivo, pues hasta los virus y bacterias que viven en nosotros, y así lo han hecho por centenas de milenios, nos constituyen en un todo que interacciona y nos mantiene conectado con la biología y física de nuestros alrededores, la luna y sus fases, el sol y sus ciclos, en fin, parte íntegra de unos ritmos de los cuales no hace sentido concebir independencia total. A fin de cuentas, si morimos por una debacle ambiental es porque nos es imposible ser y hacer sin lo que nos rodea, a la misma vez que lo que nos circunda nos reconoce como parte integral de su régimen, pues hasta la composición actual de la atmósfera es el resultado de una interacción constante entre la fina capa que cubre el planeta y la respiración de todo lo vivo. Mas en este panorama tan amplío de lo vital, por lo que podemos observar, y aceptando la evidencia que tenemos de animales mostrando básicas elaboraciones de planes y prevenciones futuras, solo el humano exhibe la calidad intelectual de cuestionar sus urgencias y deseos más profundos, en favor de una idea.

No es prudente entonces pensar que se puedan predecir con exactitud los eventos futuros que dependen de una humanidad capaz de determinar y reestructurar su curso, en negociación constante con el cambio y el accidente. Hoy, la desilusión e ira contra los que han jugado a ser dioses con nuestros recursos, en un esquema de esclavitud, conquista, guerra y miseria, donde la desesperación y el sentimiento de incapacidad nos mantiene siempre al borde la esquizofrenia, hace que como salida final comencemos a ver la destrucción del medio ambiente y nuestra extinción de humanos incapaces de administrar juiciosamente lo que nos fue dado, como una combinación de escapatoria, descanso y venganza, prefiriendo aceptar el menoscabo de los ecosistemas, como el tiro de gracia que finalmente acabe con todas las injusticias, en lugar de poner nuestras esperanzas y esfuerzos en la capacidad humana para transformar la realidad. Es la lógica del suicidio que acepta con resignación el arma en la mano del criminal que de una vez y por todas nos sacará de nuestra miseria. Nos hemos dejado convertir así en cómplices en la predicación de la futilidad de nuestras acciones para la mudanza, ayudando a desmantelar con la promulgación del ineludible fin, todo la energía trasformadora que poseían nuestros antepasados y su confianza casi ciega, en el talento innato para forjar su propio destino. Es el quebrado espíritu humano minado en la invasión premeditada del entendimiento popular. El abandono consciente de parte de los responsables, del ideal universal de la educación como herramienta para realizar el potencial que nos acerque más a nuestra meta de libertad, retrasando el paso hacia comprensiones de mayor altura, abriendo en su lugar la posibilidad del descalabro total en que ahora nos encontramos, capaz de convencer a muchos de la imposibilidad que tendría nuestro espíritu, a través del intelecto, de salir del hoyo en que nos han y nos hemos metido. La muerte de la esperanza o el incapacitado proceder para continuar lo que alguna vez pensamos era la tarea del cosmos, la construcción del camino hacia la conciencia total de sí mismo.

La satisfacción que demuestran los que claman por la pronta debacle ecológica para acabar con la podrida humanidad, ejerce un reajustado pero aun viejo ideal hegeliano, en donde el planeta es ahora el protagonista del espíritu que toma las riendas del destino universal, derrotando en su batalla dialéctica a quienes no dieron la talla cuando tuvieron la oportunidad, pasando ahora a la etapa superior en donde una naturaleza que, separada e independiente de los humanos, toma control total de las cosas, haciéndose responsable de ser la que mantenga viva la posibilidad de que algo mejor se vuelva a intentar. Los promotores de este cuadro, incluyéndose entre los que pagarán con su desaparición, claudican en su tradicional tarea —de igual corte y tradición hegeliana pero con variante marxista— de proponer y construir algo diferente, escondiéndose ahora tras la inutilidad de poder hacer frente a fuerzas que declaran tan inexorables como invencibles. Se despoja así a los trabajadores y a los pueblos e intelectuales en su totalidad, de su papel protagonista en la transformación de la sociedad, firmando un tratado de rendición incondicional a las fuerzas destructoras y de paso, celebrando el fin de la civilización como bienvenida al otro mundo, al que ya no es posible alcanzar por un espíritu humano que se declara en bancarrota; un experimento fallido del cual se espera que las montañas y roedores sobrevivientes puedan esta vez superar lo perdido.

En la capitulación que adjudica a la naturaleza el papel de magistrado en el desenlace, cedemos nuestro rol al extirpar una humanidad que, como parte de la naturaleza misma, hereda sus comportamientos de una tradición evolutiva de millones de años y que en su desaparición, no resuelve ni la falta de interés por la preservación de los alrededores que se encuentra en la gran mayoría de los organismos, ni mucho menos la práctica del egoísmo. En todo caso, tan solo retrasa la solución a un problema que muy probablemente persistirá en el proceso evolutivo luego de la extinción de una especie humana que, aun con sus contradicciones, ha sido el único ser hasta ahora capaz de reflexionar en categorías abstractas sobre su obrar y de plantearse la tarea de cambiarlo. Esta habilidad se extinguiría con su ausencia, sin dejar garantía alguna de que se recuperará o reinventará. Aun con todo esto, el personaje principal de nuestra historia no somos nosotros ni la naturaleza del planeta sin nosotros, sino el universo en su conjunto, con sus patrones y contradicciones que dependen de la casualidad y el accidente, como su forma de encontrar el mejor de los mundos posibles, el cual, no existe de manera premeditada sino que cambia, como todo siempre cambia, haciendo de lo óptimo algo que varía en cada instancia. Pero cualquiera que sea el camino, es tarea de todo lo vivo y lo no vivo, y de manera única de aquella parte de la materia consciente de sí misma, de abrazar su responsabilidad durante el improbable milagro de la existencia, y aportar su experiencia y conocimiento en la cocina que confecciona el futuro. Es entonces estudiando los ritmos de la vida y la materia que nos podemos poner en tono con el plan y el mensaje que nos toca desarrollar y promover. Festejar el presente arranque que separa la humanidad de los enormes ciclos universales, para luego regresar a la naturaleza como último tribunal en la continuidad de las cosas, es lo que debe someterse a cuestionamiento.

El desbanque de los focos tradicionales de confianza y orientación que la sospecha generalizada de la época trae, abre las puertas a una plétora de opiniones individuales tan abundante como la cantidad de personas que tienen acceso a la redes sociales u otros medios tradicionales de comunicación. La pérdida de la teología folclórica y de personajes públicos que encarnen una ideología política de altura o moral que agrupe a las personas bajo limitadas y sencillas consignas que orienten un comportamiento comunitario, inaugura la presente era de fragmentación y multiplicidad de dispersos puntos de vista que se refugian ahora en lo personal, como garante de su sabiduría y certeza. El “esa es mi opinión y se respeta,” como si banderín tejido por los dedos del propio Descartes, busca plantar el cierre obligado del debate y proteger el derecho de cualquiera de promover las interpretaciones y lecturas más descabelladas, creando un mundo de oscurantismo e incertidumbre; el clásico río revuelto en la angustia donde oportunistas pescadores, políticos corruptos y megamillonarios surgen para llenar el vacío de liderato y fuente de saber que ellos mismos inventaron. El descontento y oposición se atrincheran entonces tras los muros de la crítica. Una suerte de comportamiento que se alimenta de las iniquidades de los ricos y poderosos, para sugerir y orientar sobre lo que no se debe hacer, pero sin propuesta clara que delineando pasos inmediatos galvanice a las personas en cómo sustituir la desolación, con alternativas factibles y concretas que vayan más acá de los grandes proyectos futuristas como la sociedad sin clases, la distribución equitativa de riquezas y demás. Esta contraposición, ciega para lo inmediato y la emergencia, da bandazos desorientada por falta de teoría que la guíe en la consolidación de un movimiento que organice el descontento y, en las ocasiones que se halla con responsabilidad pública como nuevos protagonistas de la escena, quedan atrapados en una imitación de lo anterior, sin capacidad para gobernar con alternativas reales, por falta de originalidad y reflexión previa en la presentación de soluciones diferentes al difuso paraíso que siempre vive en la vaguedad de la tierra de lo prometido. La denuncia crea una plataforma para cultivar la razón de la desobediencia, pero sin proyecto innovador y teoría dinámica que encamine los pasos, el desencanto termina en el perenne renacimiento de la urna electoral. La escena política de la oposición es como un inmenso cañaveral en donde todos andan dando machetazos a diestra y siniestra, pero sin tener una visión clara del proceso de siembra, cultivo y distribución. De esta logística, gracias a la distracción permanente de los macheteros en la exclusiva denuncia, se encarga la burocracia buscona de turno.

El estado y la revolución perfecta no existen y quien promueva y auspicie tal cosa es un fotuto de la opresión, pues cualquier proyecto que se considere a sí mismo irreprochable hará todo lo que entienda necesario para asegurar que los traidores, los que incitan a la desviación del camino hacia la gloria, sean propiamente castigados y si posible, borrados de la faz de la tierra. En fin, que la historia humana es la historia del aprendizaje en el arte de transigir y hallar términos medios entre incompatibles proyectos que de otra manera jamás llegarán a su cumplimiento total, pues todos implican la aniquilación del otro. Se desvanece el ideal del estado como instrumento liberador y sus leyes como espejo de las leyes naturales a las que todos deben obedecer, pues ya no materializan la dirección que nos da el cosmos, a la vez que, de manera contradictoria, se reafirma la creencia en un universo que es depositario del secreto de la belleza hasta el fin, solo que ahora con el hombre pagando el precio por no haberle hecho caso. Una especie de romanticismo posmodernista que proclamó la incapacidad humana para identificar lo que la madre Tierra nos ha venido diciendo por milenios y que, como parte del ideario que tira la toalla al intelecto humano, se somete a la impotencia de poder hallar el camino que nos asegure la supervivencia sobre el planeta. Insiste sin embargo esta tribu en estar entre los pocos que predican la nobleza de unas ideas que, de haberlas todos seguido, hubieran salvado a la humanidad y que, como miembros de esa última estirpe que fue ignorada, les tocará perecer con la verdad entre sus discursos, junto con el resto de la humanidad, prometiendo en su altruismo que lucharán hasta el crudo e inevitable final; el último conjunto musical de nuestro gran Titanic. Todo menos considerar la posibilidad de la pobreza de sus ideas, pues sino sería injusto, diría yo, que la naturaleza termine llevándoselos por el medio, junto con todos los responsables del desastre ecológico. Asumir la autoinmolación de las clases dominantes continúa la tradición de esperar por la inevitable caída del sistema capitalista como resultado de sus contradicciones internas. Espera a la cual nos tienen acostumbrados sus detractores y que por pura suerte, magia, falta de entendimiento y/o pobre consciencia de parte de las clases oprimidas, dicen, el capital siempre encuentra una salida para continuar con su dominio. El capitalismo como el mono de los diecisietes pares de nalgas que, como quiera que lo tiren, siempre cae sentado. Una triste falta en el análisis que se viene arrastrando por mucho tiempo, y que insiste en señalar las fisuras del sistema como la trompeta apocalíptica que anuncia su propia destrucción, desestimando la continua capacidad que ha mostrado el capital para reinventarse, aprovechando la falta de alternativa efectiva de parte de las oposiciones que han preferido descansar en el inminente vacío que dejarán los poderosos. Vacío que nunca llega, pues las propuestas que han alcanzado nivel certero de parte de las oposiciones, tímidas en su mayoría, suelen ser apropiadas por el sistema en su proceso de reinvención.

Todo esto conlleva el riesgo de que se malinterprete y se reaccione de forma precipitada para condenar la posición que argumento, alegando que no ha sido propiamente examinada, haciéndome sentir como si tuviera que listar mis cualificaciones de revolucionario de buena fe. Una cierta protección que intente curarse en salud, ante el temido vendaval de acusaciones por supuestamente haberme aliado con la derecha. Quizá el irremediable precio por pretender ser riguroso y no seguir repitiendo lo escuchado miles de veces, convirtiéndose en la incuestionable verdad del movimiento. Pero si el instinto de conservación está igualmente distribuido entre los humanos —excepto quizá aquellos que cometen suicidio, representando un porcentaje minúsculo entre la población humana y que también tienen que luchar contra un deseo de permanecer vivos que los lleva a postergar la decisión o en muchas ocaciones cambiar de parecer—, todo lo vivo, no solo los humanos, desea permanecer vivo. Aun el soldado que se une a un ejercito lleno de fervor patrio, se cuida lo mejor que puede y entrena, para no tener que morir sin necesidad. Así que siendo esta una característica de todos, sin importar su posición social, he elaborado esta reflexión y peculiar ángulo sobre el cercano futuro, junto con las implicaciones para el análisis de no negarle a nadie lo que es claro pertenece a todos.

Ecos de un Antiguo Elegido

“Quedaron solos en la batalla horrenda Teucros y Aqueos…”
La Ilíada, Canto VI

El resto del mundo quedaba atrás. Y con este, los llorosos corazones de nuestras esposas, las miradas fijas en el horizonte de nuestros hijos, las carcajadas cohibidas de nuestros amigos, las calles incompletas de nuestras ciudades, y las silentes casuchas de los pueblos que nos hicieron ser. Era el final de un camino antiguo, rodeado por miles de hombres en la implacable soledad de la batalla, erguidos en el estruendoso silencio, encarando el final. ¿Pero cómo se recibe una muerte vacía de herencia y memoria? ¿Despedazado en la lenta agonía? ¿Deseando el final? ¿Cuál es el ritual apropiado en la llegada del nimio instante, del encuentro con el polvoriento suelo? Con suerte mi cuerpo sería recogido con honor, y nada más, el comienzo del eterno olvido, la irreversibilidad de la anónima irrelevancia. Me revelo entonces y abrazo mi única esperanza, la valiente batalla, el alce de mi espada, el empuñe de mi escudo. Mato antes de ser matado, y en la destrucción del hueso enemigo, y el caño de sangre que abren mis armas, voy regalando tinieblas, repartiendo olvido. ¿Quién es este Agamenón que aquí me trajo? Solamente el botín de la victoria anima mi espíritu.

Pero la rapidez de la batalla también encierra el misterio del tiempo pausado, de la larga reflexión. Rodeado de bronce, relucientes picas y dudas, pienso, ¿en qué me convierto con esta distribución de mortandad? ¿Es acaso diferente mi sangre a la del extranjero? ¿Qué bondad insospechada habita en la historia del que mutilo? ¿Qué justifica mi intento fugaz de cenar con los dioses cegadores de vidas? Peor aún, ¿de dónde saco estas ideas tan huérfanas, en tiempos de tan escasa sabiduría? ¿Acaso soy el principio de siglos venideros? ¿Será que sin saberlo vivo en un pasado, y que frente a mí se abre un mundo inmenso y extraño? ¿Serán suficientes el robustecimiento de mi pueblo, y el beneficio de los míos, para nutrir mi desesperado intento de gloria y memoria? ¿Dónde están ahora todos a los que mi enemigo benefició? Ninguno aparece para rescatarlo. ¿De qué le sirvió tanta bondad, si terminó muerto a mis pies, penetrando el seno de la tierra? Ni siquiera tener la náyade en su linaje lo salvó de mi broncínea lanza. Convierto entonces la batalla en la única verdad, la exclusiva creadora de lo que es, destructora de lo que no será, la determinante fundamental de las cosas y el futuro. Y así, cual orla incontenible, me muevo junto a las falanges, hacia la toma de la muralla.

Agónica Memoria

La noticia nos llenó de tanto entusiasmo que, en saltos de fogoso baile, revoloteábamos por todo el lugar. Sin preguntar, seguimos las instrucciones al pie de la letra y, asegurándonos de que cada rincón se inspeccionará, juntamos todos los cojines, almohadas y mantas que encontramos. Era un mueble de pesado roble que, colocado contra la esquina de la pared, creaba el espacio ideal. Fue fácil convencernos de entrar al semi oscuro rincón, el cual, al irse cubriendo con las sabanas y cojines, adquiría un tenebroso negro que no nos permitía ver ni nuestras propias manos. Las nerviosas risitas que la aventura provocaba se detuvieron por completo al escuchar unos pasos que al alejarse, anunciaban el seco golpe de una puerta al cerrar. El silencio inundó la casa y la desesperación de la completa soledad abrió paso a un llanto que, mientras mi hermanito y yo intentábamos con desesperación arrancar los firmes clavos que sellaban nuestro escondite, gritaba confundido por el abandono. Al juego Daddy le llamaba camping.

sal y sangre

“Un día que orinaba sobre el esqueleto del crepúsculo…”

Antonio Ramirez

…mientras la noche preparaba su escuadrón de sombra, su crepitar de estrellas, el hemisférico despliegue de su inevitable victoria, ponderaba intoxicado tu vespertina sentencia, el sabor de sal y sangre en mi boca.

Una bicicleta sería suficiente para bajar temblando la cuesta de la Norzagaray, jurando que del cantazo, esta vez Colón finalmente bajaría el deo, provocando así la inmediata activación de la larga lista que por mucho tiempo en su espera se ha ido extendiendo. Tendría entonces que limpiar mi cuarto, mientras la llegada de la independencia tomaba a todos desapercibidos, hasta que se riegue el bochinche de la estatua, y todos protesten estorbados y sintiéndose obligados a hacer lo mismo con las pirámides.

Desorientado por el desplazo del tiempo, flotaría calculando qué decirle al cabrón taxista que, por ser las 2 de la madrugada no quiere llevarme a Puerto Nuevo, porque dice que no quiere volver solo, cuando solo está el muy hijo e puta, esperando en la plaza por nada. Pienso que tendré que ofrecerle el doble de lo que marque el metro, hasta que descubro que me estoy preocupando por, y planeando en eras que, hace ya mucho dejaron de existir y que, como dicen, tanta nevada no pasó en vano.

Trompetas, caballos de carroza, lámparas de cuando le llamaban quinqué y unos poetas de época que olvidados, explotan ante mis ojos, mientras queman el papel en resucitación y encojonamiento por las célebres novedades que todo lo empiezan. El triste consuelo que desde lo alto, en el punto exacto entre despedida y llegada, toda sábana parece igual de hermosa.

arañas negras

“Con las arañas negras he escrito mis mejores poemas.”

Manuel Ramos Otero

Los mismos que estáticos esperan en las esquinas de sus alturas, petrificados, como si muertos en vida que dependieran de otros corazones, de otro flujo de espíritu cartilaginoso que viniese a ofrendarle lo necesario para salir de su letargo y probar que sí, que aún estaban allí, que todavía eran relevantes, que si querían, podían disponer de la vida ajena para satisfacer y energizar la suya y que, sobre todo, tenían la muy disimulada capacidad de hacer que jamás nada ni nadie sospechara de su apropiación, de su plagio, de su incapacidad para brillar por sí mismos, de su adicción de siempre querer sobresalir mientras sembraban a los demás, en la más árida de las sombras, en esa otra existencia donde se hace necesario ignorar los reclamos maliciosamente clasificados de exceso cultural, y pretender que no son más que manifestaciones de debilidad, sello de los derrotados, llanto inconsecuente de los que solo saben llorar, esperando una misericordia ajena que insisten en hacerla ver como el justo ejercicio de la moral, gestos que, cual lamentaciones alquiladas, se esfuerzan por expulsar a los cielos el mejor y más claro de los significados, el más poderoso de los sentimientos, capaz de desgarrar el alma de las señoritas que, agazapadas en las esquinas y detrás de los arbustos, esperaban con quemante deseo que las enamoren, impregnando así sofisticación y corazón de musa al deseo de la muerte, donde la reflexión del inacabable drama humano les permite construirlos en novelas y dramas televisados que acumulan riquezas para los sobrevivientes, los ubicuos maestros de lo inmutable, aquellos que nunca consideraron la decadencia de dejarse ir más allá de la conveniencia y en imaginadas naves espaciales se piensan capaces de evadir la eventual hecatombe de la que se saben responsables. Un círculo vicioso de quéjate que te apoyo pero no te resuelvo, pues si lo hago, ¿qué heredarán entonces mis hijos? Así ganan cuando ganan y si perdemos, ganan más todavía, haciendo del recurso ancestral de la persistencia, una herramienta que sin pagar por ella, les sirve para cavar inagotables minas de oro y miseria.

La tibia almohada

Soñó las instrucciones para la felicidad. Esa que siempre pensó se hallaba, en los brazos del amado extranjero.

“Ve y dile a tu pueblo que me adore y que reuniendo sus riquezas en ofrenda, pidan entrada al reino,” escuchó decir con claridad, al ángel mensajero. Despertó contento y enseguida se puso en marcha, reuniendo a todos ante su voz.

En la enorme y eternamente dividida asamblea les dijo, educado en el engaño de sus dioses, “todas las riquezas están aquí, en la tierra de vuestros ancestros. Cerrad puertas y ventanas ante el ogro invasor, que solo piensa en arrebatarlas.”

Indignados e inundados de fervor, locales se organizaron en la expulsión inmediata del invasor, el cual con sus poderosos ejércitos aplastó la rebelión y terminó de tomar, lo que siempre entendió le pertenecía.

Al caer la noche el soñador se vio durmiendo alegre, en la tibia almohada de su amado.

Último vuelo

La altura era suficiente.

Un pequeño paso, tal vez una leve inclinación, iniciaría el fallido vuelo, precipitándome hacia la solidez que concluiría, de un golpe, el desprecio que me agobiaba.

No fue mi primera consideración. En el largo tiempo que pasé sentado en aquel borde pude considerar todas las posibles explicaciones, algunas sustentadas por esperanzadores finales felices. Pero lo dilatado de la espera hizo de mi decisión final, la única con sentido. Además, no sabía cuando de nuevo tendría al objeto de mi desdicha allá abajo, distraído y sentado sobre la dureza que inauguraría mi partida. Tomé la revelación de mis plásticas pupilas como señal y mientras caía de la tablilla, mi agrio y algodonado corazón abrigaba satisfacción en la oportunidad de abrirle los ojos a aquel pequeño regordete que, entre mocos e incomprensibles balbuceos, lamentaría para siempre no haber jugado conmigo.

Sunny skies

Bajo un cielo de borrajo encendido estiraba mis extremidades, mientras cantaba Sweet Caroline de Neil Diamond. Era el séptimo episodio y treinta mil almas pretendían a coro olvidar, tanto el desequilibrio de anotaciones en su contra, como el venidero invierno que, a la vuelta de la esquina, aseguraba fidelidad en su promesa de ser intermedio; la espera entre esta y la próxima, finalmente, ya verán, victoriosa temporada. Eran los años de la maldición del bambino. Los años del casi llegar. Los años de nadar y nadar para morir en la orilla. Por ello estaba en sillas de preferencia, muy cerca de las bases, en los años de cualquiera y dondequiera se consigue un boleto de entrada, barato, quizá regalado. Eran años de nadie saber de Pedro Martínez, ni de Big Papi, ni de la impensable idea de que en un futuro no tan lejano, serían los dominicanos, aquí, en la ciudad que hace pocos años atrás hizo lo posible por evitar estudiantes negros en sus escuelas, los que sepultarían, de una vez y por todas, la condena del toletero Yankee, que alguna vez fue nuestro. Nada como el Fenway Park en verano.

Su sedosa voz arropaba el continente. El era aquel, el de desgarrador gemido junto a la trompeta, el atormentado por la ausencia de Laura, el que ahora venía a vernos o más correcto, el que venía para que lo viéramos. Pero era para privilegiados. Para los demás era en la calle; con suerte, con mucha suerte. Fuimos a ver si con la esperanza y el ruego, podíamos captar un trazo, aunque fuera lejano, de su amoroso rostro, su tierna sonrisa, su saludo. Era entonces el tapón, bumper con bumper, pasar El Presbiteriano, la historia otra vez de mi nacimiento, el de mi hermana, en dirección a los hoteles, la lentitud, el calor infernal. Los informes era que estaba y salía en caravana del San Juan, las tres horas, los veinte metros a velocidad de suero e brea, lo que faltaba, estábamos cerca, quizá a la distancia se verá, estén pendiente niños, es un momento histórico, estén pendientes. Llegar a la entrada del hotel que conectaba con la Ashford fue una agridulce victoria, pues de seguro saldría luego de nosotros haber pasado y tener que buscar hacia atrás, nunca es tan excitante como las ansias de mirar hacia adelante, el promisorio futuro. Fue entonces cuando el policía de tránsito frente a nosotros dio la orden de pare, para así detener el interminable tráfico que venía detrás de nosotros y a la vez, darle paso a la caravana de Raphael, que venía sentado en la parte trasera de un convertible, cual si príncipe en camino a su coronación, con sus pies apoyados en el asiento y sonreído nos saludaba, como si el gesto lo hiciera para el país entero. El silencio pasmoso y la cara de agradecimiento nos duró por todo el viaje de regreso a casa. El detallado resumen noticioso para la familia se hizo más tarde, como de costumbre, en la casa de la abuela.

Mis padres me llevaron con ellos al cine donde vieron el estreno de Doctor Zhivago. Era bien niño y en aquellos tiempos que ahora sabemos eran de pocas películas al año, cada una representaba todo un evento que podía durar hasta tres meses en cartelera y dominar el panorama social, la conversación, el imaginario nacional. Demasiado pequeño para entender lo de Pasternak y la revolución, pero suficientemente crecido para recordar el impacto de la pantalla grande. He tenido que volver a verla varias veces en la vida y, por supuesto, leer al premio Nobel, para poco a poco ir apreciando lo acaparador del suceso. Algunos años después me llevaron a ver The Godfather y la situación cinematográfico social no había cambiado mucho, pero esta vez disfruté ir más allá de la mayoría y con once años, leí el grueso libro de Mario Puzo par de veces. De esas cosas que los escritores gustamos de decir, pretendiendo que siempre hubo un llamado. Mas ver la magnificencia de Hollywood y su capacidad de, impune, desplegar su particular visión del mundo, la historia y de sí mismo e influenciar gran parte de la humanidad en el proceso era para mí, desde mi asiento de isleña impotencia, una especie de tragicomedia. Largo tiempo después recordaba este sentimiento, el cual rara vez me abandonó, al escuchar la poética de Jimi Hendrix en “Are you experienced?” y su magistral verso, “We’ll hold hands, and then we’ll watch the sunrise from the bottom of the sea.”

Tanta humanidad

La tía peluca, que desde su arrugada cama de hospital público anunciaba a la familia la primera menstruacion de su hija, o sea, la prima de todos los que estábamos allí visitando con nuestros padres, sonreía por encima de su —para nosotros desconocido— doloroso cáncer pulmonar y, entre tos y tos, hacía con su rostro y movimiento apropiado de cabeza, la señal que le daba el turno a sus hermanas, de ponernos al día sobre los flujos primerizos de todas sus crías. Ninguna de las otras tías se hizo de rogar y al salir del edificio, tenía yo un cuadro completo de las intimidades que mis primitas hubieron preferido mantener ocultas, a juzgar por las caras de pudor que sostenían durante el recién destape colectivo.

Magallanes le prometió a los nativos unos dragones que heredó de Colón y que había dejado atrás en las naves encalladas en la orilla, a cambio de que lo ayudaran en el desembarco. Nunca más se supo del navegante ni de sus aspiraciones de fauno. Así lo contaron los pocos sobrevivientes del desdichado viaje que regresaron a Iberia, sin nunca mencionar las miserables hambrunas que sufrieron en altamar. Los cebuanos aun celebran la afrenta en procesión, cargando al santo niño hallado en los galeones.

Quedado en un viaje que hizo a la India, le envió una carta a su novia. Pero el muy insulso la escribió en sánscrito, pues le pareció bien practicar su arduamente adquirida destreza. A la novia no le hizo gracia y tratar de vendérsela como un cortejo desde el depósito de textos sagrados, rodeado de los grandes debates entre jainistas y budistas, le pareció a ella un gesto tan oscuro como la soledad en que se hallaba. Pasados para el algunos años, en donde el aburrimiento se había asentado en su tesis y entendía la banalidad del mundo académico al que tanto aspiró pertenecer, tiene la dicha de que su antiguo amor lo recibiera en el aeropuerto. Un saludo de mutua cordialidad que ejercía el olvido tácito de lo ocurrido rompió el hielo e inició otro largo período compartiendo el apartamento en donde por tanto tiempo ella lo había esperado. Cariñosa pero con una progresiva distancia emocional que a él no se le escapaba, hizo de sus múltiples atenciones una especie de teatro de la perfección, que a cualquier visitante engañaba. Su comportamiento de esposa ideal lo completaba con una renovada belleza física que lo enamoró perdidamente. Un día ella simplemente partió, y en la nota que le dejó sobre la mesa solo le decía que la explicación de todo estaba escrita en los muros. Una larga diatriba que en las paredes del hogar, cubierta bajo un empapelado decorativo que le tomó tiempo arrancar, ella le describía —según descubrió mucho, mucho después—, en perfecto arameo, sus razones y planes postdoctorales en Jerusalén.

Lloró con extendida ansia desembocando en el misterio de la nada. Un círculo tan inmenso como el universo que partiendo de la energía terminaba en el espacio, y en el inevitable reconocimiento de la imposibilidad. Trapecista de profesión, siempre buscó el balance perfecto, ese que pareciera que en el aire tocaba tierra firme. Pero no existe. Solo había quienes por momento así lo creían y cuando se percataban, hacían de la duda una necesidad, la obligación para retomar la jornada. Tampoco hay descanso, excepto en la rendición que con desespero buscamos hacerla honrosa, con un listado de obras que por lo menos testifique del intento, en donde lo raro y lo espeluznante desaparecían, diluyéndose en todo. Es el imperio del sinsentido asentado en la posible explicación, en el tentador llamado a la acumulación y clasificación que promete la predicción, para luego con crueldad mostrar su monstruoso rostro de que todavía no, quizá un poco más adelante. La arquitectura que retrasa el caos, deleitándonos en la efímera belleza de la arena. Eso es todo. El momento de la creación seguido, si tenemos suerte, por el instante de la contemplación y nada más. Un segundo de eternidad que se esfuma y quizá, tal vez quizá, quede en la memoria, tejido en la herencia.

El orden de las cosas

Lester Rodríguez

Llegué en mi carruaje, el que uso para ir a todas partes, con sus interiores organizados hacia la perfección. Cualquiera diría, por el recibimiento de miradas, que se trataba de un transporte de tiempos antiguos, un anacronismo perturbador de presentes. Poco se entiende el orden de mis cosas. Los más mirando de lejos, sin siquiera prestar atención, los menos rindiéndose bobalicones, en la fascinación de lo nunca antes visto, la extrañeza de lo desconocido. Pero para los que han cultivado el delicioso arte de observar, el hechizo de lo novedoso no anda inaccesible. Está en todas partes, aun cuando conserva la peculiaridad que le da, su gusto por esconderse tras lo aceptado. Como pocos ejercen la curiosidad filosófica —la pregunta que rompe con el cuento general—, suena razonable pensar y decir que el orden de las cosas, las leyes y patrones que todo lo determinan, andan lejos, en camino a Katmandú.

Madura, la guanábana goteaba su dulce lechosa. La levedad de su adictiva acidez disipaba el odio, tanto de los destructores como de los creadores, aderezando de sentido el nuevo arreglo, la paz del equilibrio. Un sorprendente pedazo de tiempo pasó casi desapercibido, como extraña cosa que jamás contagiaría mi vida. Así fue y sin saber cómo, conocí Nueva Inglaterra, en el dolor supremo de lo desordenado y la incertidumbre del porvenir. ¡Cuánta tristeza hay en imaginar el lejano vuelo del cóndor, la invisibilidad del sustento, la arrolladora monstruosidad de un humo que asfixia con cigarro caro, el interrumpido sueño! Coleccionista de destellos en jardines de variado follaje y en aeroplanos que deseaba fuesen de papel intenté lo imposible, la promesa de lo total; como quien encuentra consciente controlar el futuro, inventando excentricidades.

Las almohadas en la cama tienen que ser cuatro, de por lo menos tres diferentes espesores y firmeza y, por supuesto, deben ser colocadas en la cabecera, una sobre otra, en un orden específico. Una torre de diversa comodidad que en su método, asegura la continuidad histórica del nocturno ritual del descanso. Pues si bien mucho se ha escrito sobre las legendarias ceremonias al sol y la insistente preocupación en torno a su cotidiana salida por el levante, sería imprudente olvidar el reposo que le precede. La almohada del tope, la más gruesa y firme, por ser el ancla que evita la perenne amenaza del rapto nocturnal, es la que, inmediatamente al acostarme pongo entre mis piernas, costumbre que desarrollé de pequeño y que no tengo recuerdos de su principio. Así de antigua es. La segunda en colocación descendente, no puede ser tan firme y abultada como la primera, pues es la que abrazo al dormir. Jamás duermo boca arriba, considerando insoportable la incómoda anomalía de dormir con una almohada sobre mi pecho. Solo cuando nació mi primer hijo y para calmar su incesante llanto trasnochador, le permitía dormir sobre mi pecho, con un lado de mi cuerpo contra la pared y el otro contra la espalda de mi esposa, evitando que me fuera a voltear dormido y hacerle daño al recién nacido. Su silencio y profundo descansar eran recompensa suficiente por el esfuerzo. Yo no descansaba, pero ser padre me mostró los extremos a los que se puede llegar, por amor a un hijo. Huérfano perfume que en las noches anda ciego de lágrimas, buscando ombligo donde morar.

Es tal la idiosincrasia de mi lecho que cuando leí su historia, entendí el alarmado grito de la de los rizos de oro, “¡Alguien ha estado durmiendo en mi cama!” y la incomodidad de saber de antemano que por esa noche, le había sido negado el descanso. Por ello me es imposible dormir sin las dos previamente mencionadas almohadas, y no pocas han sido las novias y esposas que le han manifestado sus celos a ambas. Imagino que las que se acercan a predicar a mi areópago, lo ven como homenajes a diosas desconocidas.

Por otro tipo de amor, he intentado dormir ceñido a esas que por razones más allá de mi entendimiento, han decidido acostarse a mi lado. Pero excepto por alguna media hora, una completa a lo sumo, tengo la inaplazable necesidad de colocar las dos primeras almohadas de mi pila, en sus respectivas posiciones. Puedo sin embargo dormir bocabajo, con el brazo echado sobre la almohada que abrazo. Pero esta práctica es casi siempre reservada para las siestas de la tarde, las que ahora disfruto a plenitud y, para añadir al placer, cuando puedo recuerdo como de maestro en el salón de clases, pasado el mediodía, agonizaba exhausto e incapacitado por no tener lo mas anhelado, una cama para reposar, aunque fuera por quince minutos.

Las otras dos almohadas al fondo de la torre, son sobre las que apoyo mi cabeza. Una muy fina primero, de tal constitución que pueda manipular su forma y posición durante la noche, y la otra un poca más gruesa, pero no tanto como la de las piernas, que le sirve de base. No me quejo cuando me recojan la cama. Mezquindad sería lo contrario. El silencio del día hace entonces que mi ritual antes de dormir sea reorganizar la pila de almohadas en el orden correcto pues, por más que lo explique, no ha llegado quien pueda seguir la precisión de las instrucciones.

¿Ceremonias de proceso o desordenes del comportamiento? Enfermedades que la narrativa común entiende aisladas, mentales y que, por lo regular, son objeto de la mofa y el escarnio. Pienso en películas como “As good as it gets”, donde el personaje que interpreta Jack Nicholson es presentado como un paria social, practicante de hábitos que resultan ridículos, indeseables e inconveniencias para los demás. En fin, un escenario en donde es el individuo el que debe abandonar sus “manías”, y unirse al imaginado mundo de quienes no las tienen, curándose así de solemnidades que resultan ser diferentes de las normas aceptadas. Un claro mensaje de la intolerancia y animosidad que una sociedad puede ejercer, contra lo que entiende es un grado inaceptable de locura. Una enraizada incapacidad por ver la extravagancia como una instancia en donde se cuestiona el orden social que debe ser protegido, so pena de permitir el estancamiento de un progreso que le debe a los artistas, por ser estos los llamados a ver las cosas desde otro ángulo, su lugar en el tejido social.

Hay un extendido entendimiento, o más bien desentendido, entre los mortales de buena visión, sobre la importancia de evitar tocar los espejuelos de otro. Besos, abrazos, colocación de gorras, peinados y acercamientos de similar naturaleza, deberían conllevar la delicadeza y el cuidado, de parte los 20/20, hacia los que usamos gafas. No es el caso, y siempre ha escapado mi comprensión, el que casi ninguno de ellos sea capaz de reconocer su falta de cortesía, exhibiendo además la altanería de quien no reconoce el error señalado, buscando virar la tortilla como defensa y culpar al afectado de exagerado e innecesariamente minucioso, por los golpes alrededor de los ojos que causan sus irrespetuosas acciones, no sin mencionar el daño que le hacen a los anteojos. ¿Acaso ninguno de ellos piensa lo que es vivir con un velo permanente ante todo lo que mira?

Para los que no vemos bien, existen raras ocasiones en donde se necesita quitarse los espejuelos. La colocación de algún instrumento médico en la cabeza, una visita al dentista, la limpieza de un rostro sucio o sudoroso, o el aseo mismo de las antiparras. En tales situaciones, nuestros lentes deben ser colocados momentáneamente sobre alguna mesa o superficie. Acción que parece crear cierto magnetismo para las imprudentes manos de los bien videntes, que siempre encuentran razón para tocar los espejuelos ajenos. Comportamiento de por sí indeseable, pero que suele agravarse con el agarre por el cual invariablemente optan, esto es, con sus asquerosos y hasta grasientos dedos sobre los cristales, en amplio despliegue de su profundo desdén.

miedo

Francisco José de Goya ( * 1746 † 1828 )

Yo era el monstruo. También era el enemigo que convertía los juguetes en monstruos. Nuestra casa era pequeña pero bien construida y en su patio interior, rodeado por el callado vecindario, jugaba con mis amigos. Hasta que el enemigo comenzó a convertirse en monstruos cada vez más horribles y nos atacó. Yo buscaba refugio pero sin pavor. Después de todo, yo también era el monstruo. Mis amigos estaban paralizados. Hasta que el más grande de los monstruos, hasta ahora, se paró sobre el carro que yo también me paraba. Eran mecánicos, tristes y poderosos. Nadie murió, pero entonces hubo miedo, pues tampoco nadie sabía que pasaría después.

origen natural del tiempo

caminando hacia mí grabados

en tu pendulante pecho

vi el origen natural del tiempo

la deliciosa exactitud de lo sagrado

peras de cocodrilo cosechadas

en suave e hipnótica aspereza

firmes rabillos que apuntalaban

mi rendición con firmeza

su pudor fracasado en esconder

tan rebosado y privado vaivén

a falta de viento ensayaba

media sonrisa entre las ramas

procurando escapar el silencio

desistió al ser convocado

por la mirada esposada en la otra

y el alarde de una caricia loca

apuntes lunáticos

hostia sucia de la noche

errático capricho ancestral

cronistas somos tus hijos

de un heredado llanto infernal

siervos del inevitable hechizo

y la desnuda dama tropical

claridad de pasado huracán

feroz propiedad del ciclo

queriendo limpiar tus uñas

de oscuras pasarelas y mitos

paciente limas cadenas

sombras hedientas de pasado

eones de un pesado orden

desean reventar con tu estrella

en inédito principio

la indeleble voluntad

el volver a hacerte nueva

Mi dulce Frankenstein

“…mi nostalgia, como la de la luna,

es haber sido sol de un sol un día

y reflejarlo solo ahora.”

Juan Ramón Jiménez

“Espacio”

Vivir de recuerdos comienza en la bifurcación del camino, allí donde termina la aventura. Senderos que ahora cartografiados en los colindantes terrenos de la angustia y la ilusión, parecen por tiempos correr en cercano paralelismo, y otras veces separarse, hasta el punto que desde uno puede observarse el aparente desvanecer del otro, en el alejado espejismo del horizonte.

Yo quise a una mujer hermosa, en momentos cuando de esas cosas no debí haber cultivado. Un inicial juego de sonrisas y vanas confesiones que por descuido, poco a poco desbordó en fantasía. Nada que no hubiese vivido antes y quizá por ello, la quimera se fue colando por entre las grietas del ingenuo pensar de que para mí, el encantado néctar de esa trampa estaba superado.

Viejos dolores que empaquetaron los amores perdidos, servían para asegurarme que de todas las rutas de la reminiscencia, la del sufrir era la que debía despreciarse a toda costa. Ese oscuro antro de la locura, temor y repulsión de los mortales, que gusta rondar por las sendas de la obsesión, estableciendo su límite. Una frontera, si se quiere, después de la cual es imposible regresar, pues todo intento es entendido como confirmación de que la realidad hace ya algún tiempo había escapado, para nunca más regresar. Por ello tomé la belleza que mi reciente adoración había esparcido por todos nuestros momentos, para revivirla en cada gesto que ahora me acompaña. Una nostalgia del no se pudo, balanceaba en la emoción del presente beso.

Vestí entonces mi piel con una memoria que la distancia tejió en olores adivinados. Por años, sus imágenes y textos habían hecho del tacto, un reensayo del pasado. La minuciosa selección de inolvidables eventos de realidad amorosa que copiaban ahora su rostro, sobre antiguos roces y aromas. Inventaba el sentir de su espalda, recordando algún dorso que de joven me emocionó. Así, de los camposantos que dejaron atrás las muchas temporadas de potentes remolinos de pasión, fui desenterrando una colección de sentimientos que, armados como los pedazos de mi dulce Frankenstein, le regalan al hoy, su merecida paz.

Por los trazos del poeta

“O meu olhar é nítido como un girasol.

Tenho o costume de andar pelas estradas

Olhando para a direita e para a esquerda,

E de vez em cuando olhando para trás…

E o que vejo a cada momento

É aquilo que nunca antes eu tinha visto,

E eu sei dar por isso muito bem…

Sei ter o pasmo essencial

Que tem uma criança se, ao nascer,

Reparasse que nascera deveras…

Sinto-me nascido a cada momento

Para a eterna novidade do Mundo…”

Fernando Pessoa

“O guardador de rebanhos”

Fernando Pessoa se entendía recipiente de mil filósofos. Laborioso, gustaba de revertir ese contenido en reflexiones y musas que inundaban innumerables páginas, con notas y esbozos. Proyectos de ensayos nunca publicados en vida y que al hoy examinarlos, parecen revelar el claro trasfondo de lo que fue su poesía. Entre sus papeles, allí donde cavilaba sobre la naturaleza y significado del racionalismo, encuentro la oscura referencia a un tal Francisco Sanches, médico, profesor de medicina y filósofo de los siglos 16 y 17 que, siendo también portugués, provocaba pensadores del otro lado de la península a reclamarlo hijo de España e insistir, con ahínco, en la “z” como el correcto final de su apellido.

Para los conocedores, Sanches fue una figura clave en las huestes del escepticismo —escuela de pensamiento conocida en la Antigüedad como pirronismo—, publicando en el año 1581 un importante texto titulado “Quod nihil Scitur” (Que nada se sabe), del cual se dice haber influenciado a René Descartes en su “Discurso del Método” de 1637. Hay hasta quienes, en tiempos recientes, justificando su rescate de entre las sombras que lo envuelven en el olvido, declaran la noción del lenguaje desarrollada por Sanches en su metafísica, comparable a la de Wittgenstein. Sin embargo, cuando Pessoa identificaba a Sanches como el gran escéptico —como lo llamaban sus contemporáneos— y representante del compromiso total con el acervo de la duda, contrastándolo con lo que entiende es el escepticismo a medias de Sócrates, parece hacerlo posicionado desde una modernidad que tiende a negarle cualidades proféticas a los compatriotas, describiendo la sugerida influencia sobre Descartes, como una mera casualidad cronológica, pues los portugueses de la época, reiteraba Pessoa, aparte de quizás ayudar a encontrar algún —para ellos— desconocido pedazo de tierra en el universo de lo ultramarino, jamás se habían distinguido en consideraciones metafísicas de rigor. Aun Spinoza, según Pessoa, solo pudo hallar su nicho, gracias a ser judío neerlandés. Pero la continuidad ideológica entre Sanches y Descartes, fue advertida por otros.

En el siglo 17, Martin Schoock, filósofo de los Países Bajos, junto con el teólogo alemán Gabriel Wedderkopff, ambos enemigos declarados de Descartes y sus ideas, consideraron igual de anatema el escepticismo extremo de Sanches, añadiéndolo a su lista de los más peligrosos enemigos de la religión cristiana. Un directorio que incluía, clasificando como miembro de la secta del pirronismo, a figuras como Nicolás de Cusa, teólogo y filósofo alemán del siglo 15, el cual se había disparado la maroma teórica de promover en sus escritos la intensa búsqueda personal de lo desconocido, junto con la feliz aceptación de que mientras más se investiga, más crece el campo de lo que falta por entender. Pero el pirronismo antiguo, siempre radical y emulado con fidelidad por Sanches, muestra en de Cusa y especialmente en Descartes, una influencia que termina por encontrar su límite. Pues si bien el cuestionamiento cartesiano que una a una va descartando las débiles certezas, es el proceder aceptado por el pirronismo, al final termina cediendo —“pienso luego existo”— a una verdad última, libre de cuestionamientos. Así, un Descartes que comienza pirronista, termina socrático. Esto es, un saber que parece hacer eco del “solo sé que no sé nada,” en una eliminación sistemática de insostenibles postulados, pero con el fin de llegar a un simple y puro planteamiento que halla certeza, haciéndolo imposible de cuestionar, y que por ello, falla en extender la duda hasta el final, evitando un interrogatorio agresivo enraizado en el escepticismo riguroso que irrumpe en escena, posterior a Sócrates.

El pirronismo representa una larga tradición que comienza en la Antigüedad con Pirrón de Elis; filósofo de la Grecia clásica que con su prédica a finales del siglo 4 y principios del 3, antes de la presente era, fue inspiración para el movimiento que llevará su nombre. Como práctica, este pensamiento se consolida con los esfuerzos del filósofo de origen cretense Enesidemo y la fundación de su propia escuela en la ciudad de Alejandría, hacia finales del siglo primero anterior a la presente era, promoviendo el pirronismo como alternativa a lo que consideraba la inadecuada orientación estoica de la Academia ateniense, de la que fue miembro.

Aun cuando Enesidemo florece para los tiempos en que Cicerón había ya muerto, la tradición lo ubica como eslabón en una larga cadena de filósofos, todos profesantes y promotores de las ideas de Pirrón, las cuales, en su centro, negaban la capacidad, tanto de los sentidos como de la razón, de proveer entendimiento certero sobre las cosas. En sus ocho libros titulados “Discursos Pirronianos,” Enesidemo escribe que quienes piensan como Pirrón, son los únicos filósofos capaces de reconocer la innecesaria miseria de dejarse arrastrar en interminables debates sobre temas de los que no puede existir cognición firme. Yendo aun más allá de la mínima esperanza del conocer socrático — sello, como hemos visto, del pirronismo —, Enesidemo presenta a un Pirrón que niega aun la certeza de conocer la imposibilidad del saber. Así, manteniendo la duda frente a cada proposición, el pirronismo declara serle fiel a una consistencia que impide el conflicto entre sus seguidores. Y añade, en referencia y ataque frontal a la Academia ateniense, una crítica severa a la insistencia de esta en presentar sus postulados con injustificable confianza, mientras rechaza otros con absoluta ambigüedad.

Pero el pirronismo de Sanches, en su apogeo durante la última parte del siglo 16 y principios del 17, cuando su texto llegó a publicarse en 6 diferentes ediciones, cae en desuso, irónicamente con la emergencia de la filosofía francesa y sus exponentes Montaigne, Pascal y Descartes, los cuales germinan como los herederos de la interpretación pirronista que regresa el impulso del péndulo hacia Sócrates. No siendo hasta principios del siglo 20, donde pensadores retoman el texto de Sanches, entendiendo el papel clave que jugó en la preparación de las ideas que fundaron el pensamiento de Descartes y por ello, de todo el entendimiento que se sostiene hasta nuestros días. Este redescubrimiento vuelve a poner también en su justo pedestal las ideas de Pirrón y la escuela fundada en Alejandría por Enesidemo, los cuales ya en los siglos tercero y primero antes de nuestra era, habían puesto en entredicho la fundación misma de la estructura del conocimiento de Aristóteles.

Pessoa en sus apuntes, evidentemente empapado con la historia de las ideas que construyen el racionalismo, el escepticismo, y sus protagonistas, parece adherirse al provisorio carácter de toda verdad y trata la duda, como el motor que impulsa el ejercicio de la razón. De ahí su desdén por Sócrates, su simpatía por Francisco Sanches y la tradición que este representa, agregando que, no todo lo desconocido se somete al intelecto, quedando así las aun inescrutables parcelas de la realidad, como posibles proyectos futuros; áreas de las que por lo menos por el momento, quizá jamás, se pueda hablar de ellas con racionalidad. Por esto para Pessoa, aun la no existencia de dios y su imposibilidad de razonarla, hace del ateísmo un acto de fe. El compromiso es entonces con la pregunta, con un perenne sentido de búsqueda por la maravilla que insiste en ocultarse detrás de lo establecido, a la sombra de lo obvio. Entender es entonces para Pessoa, el filósofo poeta, como un paseo por las veredas de los parques, la verificación permanente de nuestra capacidad para sostener la curiosidad que de niños disfrutábamos, en la cotidiana naturalidad de descubrirlo todo nuevo.

El Face Sutra

Hiroshi KARIYA Face Sutra (Pigment), 2016 – 2017

“Anything pressed too far becomes a sin.”

Lawrence Durrell

“The Alexandria Quartet”

En ocasiones lo torturaba pensar sobre su doble existencia. Una pública, la que pretende proponer una moral de comunidad y de compromiso por el otro como salida al impasse de la omnipresente lógica de el capital, y otra privada, pero que se manifiesta también en público, donde el desprecio por la especie humana, en su injustificable y continua arrogancia de saber sobre lo que no sabe, lo había llevado a encontrar felicidad, en la más reclusa de las vidas. Se consolaba en saber que todos practicaban dobles, triples o quizá muchas más expresiones simultáneas del ser, aunque temía que tal proceder pudiese debilitar el empeño de su prédica de mundo mejor. Una pantalla que tarde o temprano debería derrumbar, entendiendo que ya estaba viejo para tanto teatro. Aminoraba los dolores de su esquizofrénico caminar con los placeres de su biblioteca y, de vez en cuando, salía a ejercer algún tipo de espectáculo comunitario, el cual, aunque esporádico, era también una necesidad.

El hombre que escondido arreglaba los horarios de la televisión, con frecuencia lo defraudaba, en especial al principio. Pero luego de pasar un tiempo largo frente a la pantalla —hablo de semanas y meses, no de horas—, había comenzado a entender el método de su pensamiento y ajustarse al plan que obviamente tenía el anónimo en su cabeza. Las repeticiones pueden parecer odiosas, pues la tele llega a nuestras vidas con el mensaje del entretenimiento constante y la promesa de la variedad. Pero anarquistas se cuelan en todas partes, y el planificador de itinerarios, era de seguro uno de ellos. Cuando lo entendió, comenzó a simpatizar con su estrategia.

Era sensato, pues si el sistema busca embobarnos con la apariencia de la ininterrumpida novedad, la repetición, una vez superado el enojo de haber visto ya esa película, abría la posibilidad de que los deprimidos que se habían anclado en el sofá de la sala a ver las cosas, las mismas de siempre, comenzaran a cavilar otros puntos de vista. Nada más radical que cansarse de lo obvio e iniciar un nuevo razonamiento.

En estos días repitieron Psycho, varias veces, la original en blanco y negro, y entendió la razón por la que casi todos, hoy en día, en nuestras acciones y conversaciones, procuramos el más bajo de los denominadores comunes. Casi nadie se quejaba, o si acaso, lo hacían de manera inconsecuente, como para cumplir un requisito pero que, en el fondo, no los comprometía con el cambio. Así fue que muchos de sus amigos universitarios consiguieron trabajo de programadores. Sin embargo, nuevas empresas televisivas encontraron en esto su oportunidad, para promoverse como servicios de necesitada variedad, y así quitarle clientes a lo establecido. La pequeña protesta se hizo entonces un servicio a la renovación del capital, que se aseguraba se hacer dinero nuevo, a la vez que limpiaba el ambiente de los radicales que se colaban por las rendijas.

Decidió de todo tomar notas que, poco a poco, se convirtieron en versos que recitaba, bien sea en el baño o antes de dormir, y que su esposa e hijos, de tanto escucharlos, se los han ido memorizando. Algunos de ellos han sido publicados como vídeos en las redes y ya parecen repetirse entre algunos en la población. Alguien hasta propuso agrupar los comentarios y sistematizarlos, el naciente corpus de una nueva ideología. Un día, de vacilón, les llamó el Face Sutra y, para su sorpresa, el nombre pegó.

Pudo salir por fin a la calle en paz y pedirle al niño tamborilero que merodeaba, le tocara aquella de LaVoe, que tanto le gusta.

Ventanas

Sus ideas sobre monasterios dominicos, se alimentaban de lecturas medievales que tenían “El nombre de la rosa” como centro literario. Cuando el convento de Santo Domingo en Costa Rica se apareció en su camino — cual si inesperado maestro de nuevos métodos que al tener que recibir a un estudiante extranjero, tres meses después de haber comenzado las clases, internamente se debatiera entre la bienvenida y la frustración de un sistema que lo obliga a tales sinsentidos —, sintió que nada lo había preparado para enfrentar la casa de urbanización a la que los frailes ticos llamaban hogar. Pocos meses antes, hallándose de pura carambola en Rio de Janeiro, procuró alojo nocturno en un convento dominicano que, como dios manda, tenía la arquitectura de un castillo antiguo, al tope de una colina, desde donde se observaba parte de la ciudad y, para completar lo anticipado, los monjes del lugar andaban todo el tiempo con su hábito blanco, de amplia capa negra. Pero Río era una ciudad de la antigüedad colonial y Heredia, el suburbio de San José al que ahora llegaba, un enclave de tiempos recientes.

La idea surgió, cuando lo que consideró un amigo cercano, lo invitó a pasar un mes con el y su novia, en lo que mataba tiempo de camino al seminario en Mexico, el cual no comenzaba hasta septiembre. Muy entusiasmado, aterrizó en el Tobías Bolaños, en viaje corto desde Panamá, esperando ver a su amigo, que nunca llegó. Recogiendo maletas y con la evanescente esperanza de que su contacto hiciese acto de presencia, decide salir a las afueras de la entrada principal y esperar. Era imposible perderse en el local, pues era pequeño y parecía más una estación de autobús que otra cosa. Solo, y después de un largo tiempo sentado en la acera con su equipaje, tuvo que, por necesidad, considerar sus posibilidades en un país donde no conocía a nadie, ni tenía adonde llegar. Gustaba pensar que estas cosas le pasan a los jóvenes como el, y que confiar ciegamente en la palabra de un amigo, sin nunca ver razón para tener planes alternativos, era un desengaño por el cual todos pasaban. Guardaba la ilusión de que su tipo — el de los ingenuos que pensaban en un mundo de bondad y donde la maldad, aunque no negada, era relegada hacia el allá, hacia donde están los malos con los que el nunca se juntaba —, era una etapa que pronto, por desgracia, debería superar. La posibilidad de que no llegara nadie era real, pero trató de no desesperarse, pues todavía era de día y la oscuridad de la noche aun no llegaba con su muy consabido terror de lo desconocido.

La sorprendente atención con que los padres cariocas lo habían recibido meses atrás, evidente desde el momento que con calurosa bienvenida abren sus puertas, se complementa con la invitación al comedor, pues era tiempo para la cena. Ahí pudo comprobar que la acogida se extendía a un número mayor de personas, todas sentadas en largas mesas donde se servía una muy deliciosa comida, en un lugar tan agradable como tan limpio. Fue obvio que la extendida bondad no era el producto exclusivo de la caridad, sino que también la abadía esperaba algún tipo de agradecimiento monetario por la atención, aun cuando también estaba implícito que no era algo absolutamente necesario y que por experiencia, ellos sabrían — y así te dejarían saber — cuanto puede donar cada uno de sus huéspedes. Como estudiante no tenía mucho, pero si no hubiese tenido nada, también era aceptable, con una despedida dejándole sentir que no lo volvieras a hacer.

Las habitaciones eran sencillas, pero altamente acogedoras y, con el decorado original de la colonia, daban una sensación hotelera que representaba el deleite de cualquiera que estuviese buscando tal experiencia. La cama era cómoda y las sábanas despedían un olor a limpieza que invitaba al descanso. Rio en el verano es caluroso. Por esto le sorprendió que las ventanas, de hermosa madera y elaborado tallado que daban al balcón, estuviesen cerradas. Así que procedió, con la más lógica de las acciones, a abrirlas, dejando así la tenue brisa tibia inundar el cuarto, junto con una magnifica vista de la ciudad que parecía sacada de una postal para turistas. Pero por algo las encontró trancadas, pues en cuando se tiende en la cama para disfrutar el descanso, un ejército de mosquitos fluminenses que, aprovechando su ingenuo abrir del espléndido mirador, habían hecho su entrada, procedieron a la tortura intensa de su piel, la alucinante promesa de sangre nueva. Enfrentando agujas voladoras que parecían prestadas de las costureras de diseño que preparaban los vestidos y carrozas del próximo carnaval, intentó, desesperado, cubrir todo su cuerpo con la frisa. Pero el insoportable calor lo obligaba a dejar su nariz al descubierto, área que los mosquitos de prodigiosa proboscis, deciden atacar en conjunto, forzándolo a respirar sus propias exhalaciones bajo una sábana que a fin de cuenta, resultó fácilmente penetrable por los insectos que parecían haber comunicado la buena nueva, a todos sus parientes y amigos de la vecindad. Cerrar las ventanas probó ser inútil, pues ya toda la caterva se había instalado en el interior del dormitorio. Sin descanso y un tanto mareado por la pérdida de sangre, sale la mañana siguiente, lo más temprano posible del lugar, prometiendo jamás y nunca volverlo a pisar. No tenía idea de que el futuro cercano lo esperaba con mosquitos diez veces más salvajes, mientras pasaba la noche esperando su vuelo en una silla del Omar Torrijos, camino a mayores e inesperada aventuras con los dominicos.

Curas que a toda hora vestían como la gente común, preocupados por el estilo de su próximo corte de cabello, mientras escuchaban al dúo Pimpinela y se la pasaban horas sin fin hablando de fútbol, fueron un choque teológico-cultural del cual le tomó un tiempo recuperarse. Pensó que debió haberlo sospechado, pues cuando en retrospectiva recordaba las conversaciones con el que finalmente se apareció a buscarlo al aeropuerto — compañero seminarista en São Paulo y no el amigo que esperaba —, y sus historias sobre la visita del Papa a Costa Rica, en donde ante una audiencia del clero local, incluyéndolo a el, Juan Pablo II insistía en la santidad inviolable del celibato, mientras delirantes sacerdotes y obispos aplaudían de pie, aun cuando tres cuartas partes de estos tenían sus mujeres, ayudándoles a poblar las diócesis provinciales, con los “sobrinos” del padre. La amistad mutua en Brasil nunca fue tan cercana como la que desarrolló con el que lo invitó a Costa Rica y nunca apareció. Pero a fin de cuentas, resultó en un gran alivio verle el rostro, cuando desde su automóvil le hace señas que suba y deje de esperar sentado sobre las maletas. La sorpresa de verlo se acrecentó, al este contarle que estando en el convento, de casualidad recuerda como Pepe — el desaparecido — le había comentado algunas semanas atrás, que era hoy que el llegaba. Sabiendo que Pepe ya no estaba en el país, pues se había ido de paseo con su novia a Nicaragua, decide ir a dar un vistazo y es cuando lo encuentra.

En el inicio se portaron bastante muy bien con el, lo cual agradeció, además de parecerle que coincidía con lo esperado. Le dieron un cuarto cómodo, con cama y escritorio frente a una ventana que daba justo a la puerta de entrada de la casa. Así, mientras en el cuarto, donde pasó la mayoría de su mes en el convento, podía siempre estar al tanto del tránsito de entrada y salida, el cual era álgido por demás. La ventana, que iba desde cerca del piso hasta una altura mayor que la de una persona, daba una amplia vista, a pesar de que mantenía sus cortinas siempre cerradas. Sin embargo, el espesor de la tela que las cubría era tan fino, que con facilidad podía distinguir las siluetas de los transeúntes, preguntándose a la vez, ¿cuánto podían ver de el desde afuera? La gran parte del tiempo se la pasó leyendo, escribiendo y durmiendo, pero luego de largas horas se aburría. Así que con frecuencia se entretenía y buscaba solaz en la masturbación; con mucha discreción al comienzo, pero al pasar del tiempo con entera libertad, pues luego de asumir que no podían distinguir con precisión lo que hacía desde afuera, paso a que no le importara.

Al pasar los días, la jovial actitud de bienvenida de parte de los hermanos se fue disipando, imaginando el se debía a la irregular extensión de su estadía. No era mucho lo que podía hacer. Casi no le quedaba dinero y tenía ya su pasaje comprado para la Ciudad de México con fecha para dentro de un mes, de acuerdo con los fracasados planes de pasarla en celebración de lo que resultó en falsa amistad. De esas que con el tiempo fueron empañando el concepto y haciendo de toda relación cariñosa, una de duda y cautela, de entrega a medias para que la posibilidad del desengaño, siempre agazapado en el horizonte, al llegar, no resultara tan doloroso y problemático.

En un principio trataba de levantarse bien temprano, estilo monje, para desayunar con los padres. Pero con el tiempo se fue inclinando más hacia su costumbre de dormir hasta tarde, teniendo que, en soledad, escarbar restos de la cocina, a escondidas de los hermanos. Su limitado presupuesto para nuevos libros, junto al hecho de haber ya leído todos los que trajo de Brasil, era un hueso duro de roer. Por suerte y para cultivar su felicidad, los frailes tenían una modesta librería que compensaba su tamaño con la calidad de los textos. Con regularidad, luego del desayuno, se perdía entre sus anaqueles para, luego de un largo tiempo de exploración y evaluación, como a el le gustaba, escoger el libro que se llevaría para su cuarto. Una vez en su escritorio, se entregaba a las largas horas de lectura para al final, agotado, tomar una siesta luego de masturbarse o quizá, dependiendo de la actividad al otro lado de la cuestionable protección de la cortina, dilatar el placer para el momento del despertar. Habiendo notado que casi nadie usaba la biblioteca, le pareció que su uso y retiro de libros para el cuarto, no representaba mayores problemas. Pero los silencios, las miradas y, eventualmente la pregunta en voz alta de “¿donde está el tomo segundo de las obras completas de San Agustín, edición Biblioteca de Autores Cristianos?” — al cual recuerda soplarle el polvo de años acumulado en sus lomos —, le dejo claro que lo que hacía, se había convertido en un delito de conocimiento y discusión popular. Echado de lado, y visto como tumor a la espera de ser quirúrgicamente extirpado, aumentó al máximo su tiempo en el cuarto, cubriendo no solo decenas de fabulosos textos, sino también escribiendo una deliciosa correspondencia que viajaba hasta Puerto Rico, Brasil y México. De los mejores recibimientos que recuerda fue el del decano del Seminario en México, al sonriente darla mano de bienvenida, diciéndole, hemos leído tu correspondencia.

El final alcanzó un nuevo nivel de desprecio y crueldad, cuando, solicitando lo llevaran al aeropuerto, en algunos de los automóviles que permanecían sin mayor uso en el estacionamiento de la abadía, le explicaron que en estos momentos se les hacía imposible y que mejor era tomar un taxi, el cual ya habían llamado sin decirle. Así se vio forzado a usar los últimos pesos que le quedaban, aterrizando, sin un solo centavo, en el Benito Juárez.

El Distrito Federal abrió un nuevo capítulo en su vida, lleno de historias que anclaron sus repercusiones en el inimaginable porvenir, y a las que se le haría mejor homenaje, contándolas en otra ocasión. Solo añadiría que muchos años después, exilado en la ciudad de Philadelphia, y con tres grados universitarios, uno de ellos en derecho, se halló sentado frente a un panel de entrevistadores a los que les tocaba decidir sobre sus deseos de trabajar en una organización de asistencia legal para inmigrantes. Uno de los panelistas, resultó ser un compatriota con también tres grados universitarios, uno de ellos en derecho y además, compañero de lucha universitaria en La Isla. Por ello le sorprendió la pregunta, tan irrelevante como superficial. Una falta de agudeza que reflejaba lo limitado de la imaginación pública en Norteamérica y que en su sandez, resumía su experiencia en ese país. Escuchar “¿y a ti qué te gusta hacer?,” le provocó una instantánea reflexión sobre el fiasco de los tiempos que le tocaba vivir, y como sus ancho cúmulo de lecturas y vivencias, su eterno quehacer en el entendimiento y construcción de un mundo mejor, más justo y donde se garanticen las condiciones para el alcance del potencial humano, se disolvía en la frivolidad de un presente resuelto a esconderse, engañado en falsa felicidad, tras la trivialidad de lo inconsecuente. Mientras preparaba su respuesta, miraba hacia la exquisita ventana que, reflejando su particular herencia colonial, mostraba la distante belleza de un parque que poco a poco se emblanquecía con la caída de una lenta, pero consistente nieve. Una postal más dentro de las muchas que había amontonado, y que solo servían para acentuar lo lejos que estaba de su origen, su juventud. Se endereza entonces firme en su butaca, y con la revelación de una novedosa estrategia que quizá ponga de manifiesto el manto de hipocresía que pretende siempre andar filtrando sus alrededores, la fuerza de las memorias lo sobrecoge, con la resolución de por fin ser el, ante todas las cosas, contestando, “masturbarme, a mí lo que me gusta hacer es masturbarme”

Variante Tokarczuk

Enterados los operadores del Benito Juárez de lo ocurrido en San Juan, de inmediato dieron los pasos pertinentes para imitarlo y, usando las mismas cartas de negociación que sus homólogos del Luis Muñoz Marín, lograron convencer a funcionarios claves de su gobierno, del beneficio mutuo que la declaración de la república portuaria implicaba.

Aunque a muchos sorprendió la propuesta presentada a la junta de directores, esta fue aprobada con extraordinaria rapidez, cuando sus miembros, una vez escuchados los datos económicos y las condiciones sociales del estudio, unánimemente apoyaron el proyecto, lamentándose haber pasado por alto lo obvio, por tanto tiempo. La noticia llegó igual de imprevista para los sectores de autoridad gubernamental que, por irrelevantes, nunca fueron consultados, así como para el público en general. Pero de igual manera el asombro de la veloz aceptación pronto se disolvió, al constatar que en el fondo, nada sustancial cambiaba. O por lo menos, así pareció al principio.

Se respiraba un aire de cambio histórico y los especialistas académicos, a la par con sus pretendientes televisivos, no tardaron en comentar la nueva era que parecía abrirse ante sus ojos. “¿Acaso representaba esto el principio del fin del estado nacional?,” especulaban los más atrevidos, en los círculos de debate cibernético. Lo inesperado parecía hallarse en la prontitud con que los burócratas de turno aceptaban los términos de la “rebelión.” Acuerdos de pagos compensatorios que, basado en porcentajes de los ingresos, durarían hasta 20 años, y la creación de una nueva frontera alrededor de ambos aeropuertos, en donde los países anfitriones retenían la autoridad de quien podía entrar en sus territorios, resultaron ser satisfactorios.

Empleados de las aerolíneas y de negocios como restaurantes, tiendas y hoteles al interior de la nueva república portuaria, les era expedido un pasaporte del lugar, permitiéndoles mantener, si así lo deseaban, ciudadanía doble con su país de origen o naturalización. Esto, para deleite del capital y sus abogados, creaba una nueva industria de trámites y traqueteos que por supuesto, añadía un renovado flujo de dinero a un insaciable sistema que, con alegría, retiraba lo que se hubiese asumido sería un apoyo incondicional a la definición y arreglo tradicional de nación. El hecho de que los políticos que a la sazón controlaran los aparatos de estado, lo hacían solo para enriquecerse, ayudó en la transición de lo que hasta hace poco, se hubiera declarado impensable.

Para acceder a las facilidades que ahora se proclamaban nuevas naciones de intercambio internacional, solo era necesario comprar un pasaje, pues los boletos de avión venían con aprobación inmediata de una visa que además, incluía permisos de residencia temporera para amigos y familiares que así lo solicitaran, deseosos de ir a despedir o recibir a los pasajeros, en los predios del recién inaugurado país, y de paso, pasar uno o varios días disfrutando de las extraordinarias amenidades que el lugar ofrecía. Una renovada especie de paraíso consumista en donde Las Vegas, Singapur y Disneyland se combinaban, para hacer del lugar un fabuloso imán; destino requerido para la farándula y los ricos que, por lo mismo, impulsaba a los asalariados y sus familias a imitarlos, por lo menos una vez al año. Después de todo, ¿qué otra atracción ofrecía aviones reales despegando y aterrizando para observar, embobado en la fascinación que solo el logro humano del vuelo es capaz de producir?, mientras se apostaba en la mesa del blackjack, se probaban unos nuevos zapatos o se tomaba un trago de piña colada con sombrillita color pastel. Turistas viajan al aeropuerto en San Juan, así como al MEX, no por visitar Puerto Rico o México, sino para darse la gran vida dentro de las inmediaciones del apenas inaugurado país.

Sin embargo, la más significativa de las audacias estaba en la intencional relajación de las clásicas restricciones fronterizas, de parte de los nuevos estados. Estos no parecían temer, sino por el contrario, deseaban provocar, un atractivo especial para que refugiados de todos los rincones, consideraran el lugar como su nueva patria y destino. “Mientras más vengan mejor,” insistían los diseñadores y portavoces intelectuales del experimento, argumentando la idiotizada defensa de la idiosincracia territorial, como una oportunidad perdida, el despilfarro de la mina de oro que representaba un gran número de seres humanos deseosos de trabajar en la creación de una vida nueva. De más estaría decir que fue esta una de las claves que motivó tanta flexibilidad de parte de los gobiernos norteamericanos y mexicanos, pues ofrecía sacarle de las manos el dolor de cabeza de la inmigración indocumentada en sus países.

El rompimiento que desde hacía algún tiempo se venía cuajando entre magnates de la empresa privada y los políticos, ahora maduraba, con un nuevo orden en donde ambos percibían al otro como tonto útil. Estrenando escalón superior en la modernización de lo que en el fondo era continuidad de una muy antigua relación esclavista, estos innovadores territorios que pronto se transforman en centros de intercambio financiero, aprovechaban la perdida necesidad de embarcarse en aventuras coloniales hacia las indómitas selvas del lejano extranjero, donde una crisis económica importada y forzada, despertaba en sus desplazados el deseo de abandonar la tierra, obligándolos a venir, cruzando mares y desiertos, a mendigar refugio y trabajo, sin costo alguno para los nuevos países que los esperaban. Situación que en extraña paradoja, complace ahora tanto al migrante como a las debutantes naciones, los dos agradecidos de la oportunidad. Los gerentes, los cabecillas de esta naciente revolución del capital, eran herederos de un ancestral grupúsculo de mercaderes medievales que, poco a poco, en el curso de los pasados siglos, de cuando en cuando encontraban buenas razones para reformar, — desmantelar si necesario —, un estado que dejaba de ser aliado, para convertirse en obstáculo. Para ellos, el viraje conservador y ultra nacionalista de los últimos tiempos, era una variante retrógrada que en su empeño por insistir en la preservación de la cultura de los entronizados como fundadores de la nación o, cualquier otra bifurcación local del privilegio, había perdido su utilidad como instrumento de administración gubernamental en beneficio de lo privado. Una falta de visión que les hacía perder el norte, si se quiere, el olfato, para mantener fluyendo un capital que siempre busca acomodar su ética y moral, con la circunstancia más productiva posible. El caso de las migraciones masivas era, según estos independentistas de nuevo corte, una oportunidad histórica envidiable para la acumulación de ganancias y, la xenofobia, un inadmisible obstáculo.

El gobierno de Puerto Rico no fue informado previo al cambio — se enteró por Facebook — y, aun La Junta Fiscal, a sabiendas, permaneció callada por ordenes de los congresistas norteamericanos que manejaban las negociaciones y que vieron en la movida una incrementada bonanza, reflejada en sus sofisticadas y bien resguardadas reservas pecuniarias. Pero el asunto pareció salírseles de las manos a las establecidas autoridades, cuando los operadores privados y semiprivados del JFK y La Guardia en Nueva York, junto con los aeropuertos de grandes ciudades como Atlanta, Dallas Fort Worth, Los Angeles, Chicago y Miami, vieron el campo abierto para también independizarse de las ataduras estatales, y disponer como quisieran de sus respectivas vacas lecheras. Mas el descontrol era una ilusión, puro material de bochinche amarillista, pues todas las iniciativas que se desataron a través del país, eran en gran parte motivadas por políticos locales y congresistas nacionales, que no veían límite en las ganancias que podían adquirir con la nueva revisión de mapas, desestimando con hipocresía y a puerta cerrada, toda alerta sobre el potencial debilitamiento de la soberanía nacional.

La idea se extendió como fuego forestal a través del planeta, cuando los aeropuertos de Paris, Munich, Londres, Cairo, Tokio, Rio de Janeiro y, prácticamente todos las importantes ciudades del mundo, con la excepción de Pekín y Kabul, saltaron al tren de la independencia. Era, para los que saben, como una bastarda reminiscencia de los años medios del siglo pasado, y la gloria de la propagación republicana en África. Aun el aeropuerto de Sunan, con fuerte respaldo de la clase gobernante, se había unido a la lista de nuevas naciones. Vender la idea al público en general no resultó difícil, pues la narrativa de que la empresa privada puede hacer todo mejor que la pública, estaba bien instaurada en la cultura popular y, con iniciativas como las de Amazon, Tesla y Virgin, de viajar al espacio con libertad y respaldo gubernamental, había preparado el camino para lo que ocurría. Por ello, tampoco vino como sorpresa que, luego de que la gran mayoría de los aeropuertos de los mayores centros urbanos del mundo se independizaran como nación, creando una organización internacional que retaba la influencia e injerencia de la Organización de las Naciones Unidas, Google, Apple, Amazon, Tesla, Univisión, Samsung, LG y un sinnúmero de multinacionales, se constituyeran como países independientes, dislocando aun más la concepción de la nación, pues ahora era evidente que no se necesitaba ni siquiera un pedazo de tierra, para existir y declararse república. La realidad virtual había alcanzo un nuevo nivel.

La moneda, por supuesto, era el bitcoin y todas sus equivalentes versiones. Pero con aeropuertos acostumbrados a ofrecer todo tipo de cambio monetario, la realidad era que toda forma de valor, bien fuera papel, metal, cibernético, títulos de propiedad, joyas, obras de arte y cualquier cosa que le fuera prudente a la imaginación, era aceptado como legítimo, desbancando así el dólar como unidad universal de intercambio y las aspiraciones de cualquier otra moneda nacional de hacer lo mismo. Los países exportadores de petróleo comenzaron a confiar en la solidez financiera de los aeropuertos y corporaciones independientes, que con sus inmensas reservas de liquidez, eran utilizados como intermediarios predilectos en la coordinación, venta y distribución internacional del crudo, aun cuando no hubiese nunca un solo barril que tocará los “predios” de las nuevas naciones. No tardó mucho para que los mayores centros de intercambio de acciones corporativas como Wall Street, LSE, SSE, TOPIX y demás, optaran por declarar también su independencia o, en algunos casos menores, mudar sus instituciones hacia dentro de algunas de las nuevas repúblicas portuarias, aprovechando la inexistencia de restricciones. Los nuevos centros de financiamiento e inversiones, haciéndose parte permanente de la idiosincracia de las nuevas repúblicas, se convirtieron en lugares en donde se ponía realizar cualquier tipo de transacción e intercambio de divisa de todos los mercados del mundo y de cualquier empresa, estuviese o no listada y registrada en su respectivo territorial nacional. Compañías virtuales que no existían en ninguna parte, excepto en la mente de los que frente a sus monitores y repartidos por el planeta, creaban trueques monetarios de cosas que no tenían presencia física. El juego y las apuestas encontraron también su bonanza y el límite posible de cada apuesta, tan solo dependía de que hubiese al menos dos personas dispuestas a arriesgar valor sobre lo que fuese. Así, a diario se manejaban apuestas sobre cualquier inverosimilitud que el ingenio humano fuese capaz de albergar, listando las probabilidades y puntos de ventaja en apuestas sobre la cantidad de manchas solares en los próximos 3 meses, las partes por millón (PPM) de dióxido de carbono en la atmósfera para finales del período navideño, el número de fatalidades en el próximo tsunami en Japón, y el tiempo exacto — más o menos 8 minutos — en que el Popocateplt tendrá su próxima erupción. Mercados derivados de las apuestas crecieron también como la espuma. Estos compraban grandes cantidades de apuestas individuales a precios menores que el valor del posible pago futuro, asegurando un ingreso inmediato a los corredores y creando a la vez paquetes masivos que se revendían por una ganancia, permitiendo a nuevos compradores la posibilidad de cobrar decenas de miles de posibles resultados, en una sola transacción. El mercado de apuestas sobre las apuestas, arriesgando más valor que la inicial, floreció.

Con el esperado y deseado incremento en la población tomando la forma de una entusiasta mano de obra barata, junto a la hemorragia de especuladores e inversionistas que llegaban de todas partes para asentarse, la limitación territorial de los aeropuertos se resolvió para arriba, o sea, con majestuosos rascacielos, capaces de acomodar la cotidianidad de enteras ciudades. Pero aun más para abajo — preferido por cuestiones de seguridad y sonido pues, después de todo, aviones aterrizaban y despegaban con impresionante regularidad, las 24 horas del día —, ya que al no existir límites en los incentivos de la tecnología, la creación de vías, residencias y espacios subterráneos para el trabajo, estudio y ocio, adquirieron un nivel nunca visto en la historia de la humanidad, creando el nuevo y ahora codiciado campo de la arquitectura soterrada, no sin mencionar la antes inexplorada y ahora virtualmente inagotable veta de ganancias para el sector de bienes raíces. Música para los oídos de banqueros, los agentes de compra y venta, los diseñadores, decoradores y para todo tipo de renacuajo que fuese capaz de ver un nicho para hacer dinero, en donde nadie hasta ahora lo hubiese visto. La constante reinversión en la nación, política pública que había acompañado el experimento desde un principio, alimentaba la necesidad innata del sistema capitalista de crear y expandirse hacia nuevos mercados, con el beneficio de haber desincentivado la necesidad de subyugar naciones extranjeras en desesperada adición. La materia prima para la construcción se encontraba en los terrenos mismos de la nueva república y, como muy exitosamente hicieron los egipcios y Mesopotamia, no hubo necesidad de ir a buscar piedras a lejanos lugares o, en otras palabras, se aprendió a crear riqueza con lo que se tiene. Además, la mayoría del material detrás de los productos en el mercado, era virtual e intelectual. Se compraban y vendían ideas, siendo la necesidad del sentir, el mayor creador de demanda.

Embriagados por el éxito de sus radicales políticas económicas, los nuevos estados implementaron un programa de aceleración salarial que, luego de los primeros años de fabulosas ganancias, alimentadas por los incentivos inmigratorios y el casi inmediato oleaje del comercio que aterrizó — valga la metáfora — en sus lares, les permitió incrementar, de manera sustancial, los ingresos a todos sus trabajadores. Pero como era de esperarse, el impacto mayor se sintió entre los empleados inmigrantes, los ciudadanos más recientes de la nueva nación, los verdaderos héroes del veloz despunte de riquezas. Las fortunas de la clase obrera y de los trabajadores en general, llegaron así, a niveles previamente insospechados para estos. La idea detrás de la iniciativa gubernamental, era evitar lo que tradicionalmente sucedía en las viejas repúblicas, donde los trabajadores “extranjeros” enviaban grandes porciones de sus ingresos a sus tierras de origen, creando un escape de capital que dejaba de reinvertirse en la nación que lo produjo. Para eliminar el motor principal que causaba este comportamiento, esto es, la preocupación de la familia empobrecida que había quedado atrás y que ahora dependía del que trabajaba afuera, los nuevos países ofrecieron un programa de invitación inmediata a todos los familiares de sus trabajadores que habían inmigrado, para que aceptaran ciudadania en la nueva república y se unieran, haciéndose partícipes, en el desarrollo de la nueva nación, cada vez más próspera para todos. Las fuerzas del capitalismo trabajaban a la perfección, reduciendo siempre, luego de pasado algún tiempo de la inicial introducción de un nuevo y exitoso producto al mercado, los costos de materia prima y producción, incrementando así las ganancias que eran mayormente repartidas entre trabajadores y ciudadanos, los cuales habían aceptado, como parte de su ética patriótica, reinvertir lo adquirido, para beneficio de todos.

El reciclaje, la producción inteligente y conservación de energía, y hasta un 20% del espacio reservado para bosque y fauna, fueron políticas implementadas en todas las nuevas repúblicas portuarias. En donde accesible, el mar se convirtió en área de expansión lógica, con un flujo de capital tan vasto que, la creación de extensos archipiélagos artificiales, fotografiados ahora con presuntuoso placer por las redes de satélites espaciales auspiciados por los mismos aeropuertos, mostraban nuevas islas que desde las alturas, emulaban los logos y símbolos oficiales del nuevo país. Con el tiempo se perdió el gusto por este tipo de diseño, y opciones inspiradas en las líneas de Nazca, algún recién descubierto arte de prehistóricas cavernas o la belleza de elegantes ecuaciones matemáticas, pretendían atestiguar de la sofisticación de sus patrocinadores. Comisiones de diseño para todo proyecto de construcción se daban siempre a los artistas locales, reinvirtiendo, como mandaba el espíritu de solidaridad popular, en el talento nacional. La profundas reservas monetarias permitían también a las nuevas metrópolis aumentar sus ofertas de compra para propietarios aledaños a sus fronteras, siendo capaces de convencer al más inflexible de los dueños, y adquiriendo así, la mayor parte de toda la tierra disponible en los alrededores de sus facilidades, expandiendo de paso, su territorial nacional. Aun los equipos deportivos de Occidente — costumbre antigua en Asia — representaban ahora compañías, corporaciones, conglomerados o zonas portuarias, despertando el clásico fervor nacionalista en las competencias internacionales. Orgullosos miembros de la familia Intel, se emocionaban hasta la lágrima, al escuchar las fanfarrias corporativas de su lugar de trabajo, durante la ceremonia de medallas.

Reproduciendo todas las características del capital, las políticas progresistas habían embelesado a las nuevas repúblicas en la tradicional creencia, la eterna trampa del crecimiento sostenido, ubicándolas en el familiar camino hacia las empecinadas crisis y cíclicos fracasos. Pero la naturaleza de sus dificultades fue imprevista, excepto por unos pocos que casi nadie leyó y que ahora en sus muertes, no sabemos si conocen o no, el intenso desempolvar que experimentan sus escritos, deseando quizás, que la exhumación se extienda, hasta sus respectivos camposantos. Los antiguos países, los originales, luego de varias décadas, se vieron a sí mismos deslizándose en una espiral de desequilibrio económico, del cual ya no podían salir con la facilidad de antaño. Sabiendo que perdían su hegemonía frente a la repúblicas portuarias y corporativas, consideraron la intervención militar como alternativa. Pero para ese entonces su base de impuestos era tan débil, que hace ya algún tiempo se habían visto obligados a reducir drásticamente sus presupuestos de defensa. Las cosas no eran como antes. Además, destruir los aeropuertos parecía más un disparo en el propio pie que otra cosa e invadir oficinas de negocios, no hubiese tampoco dado el resultado buscado.

Estas nuevas colonias se fueron poco a poco despoblando, haciendo que los centros mega urbanos se sintieran en parte agradecidos del abandono territorial que se expandía por el planeta, brindándoles el retorno a un mundo que otra vez, verde y azul en su mayoría, se tragaba el pequeño remanente de desperdicios que aun producían, mientras eliminaban el terrible espectro de una desbocada extinción. Pero la concentración poblacional que casi exclusivamente se limitaba a los focos ultra desarrollados del planeta, volcó la cultura terrestre hacia una homogeneidad asfixiante, en donde la nostalgia por el pasado, el cual existía en el registro digital, más que en la memoria de una población que nunca lo vivió, alimentaba una depresión a escala mundial, que los expertos médicos no tardaron en declarar pandemia. Solo que esta vez la estrategia de la inmunización resultaba irrelevante en su ineficacia. La acumulación monetaria había perdido su esplendor y billones de personas simplemente pararon sus labores, por hallarlas dolorosamente repetitivas, vacuas e insensatas, destinas al único propósito de un enriquecimiento ya innecesario, y a la preservación autómata de un sistema que lo asegurara. La pregunta sobre el ser y el futuro aparecía ahora más fuerte que nunca y sin respuesta, pues al haber apostado todo a la riqueza, su logro encontró a todos desorientados en cuanto a qué hacer con tanto tiempo libre, con tanta falta de privación, con tanto acceso instantáneo a todo tipo de facilidades e información. Salir de la pobreza se había perdido como incentivo, pues era difícil hallarla. El trato entre los humanos había alcanzado un alto nivel de respeto y cordialidad, haciendo toda conversación un ritual que siempre terminaba en la aceptación pasiva del otro, y por ello, en una abrazo que se esforzaba por reponer la posible ofensa. Pero tal restauración carecía de valor, en una sociedad sin penuria material y que había aceptado el desperdicio como práctica barbárica del pasado. Rumores sobre el regreso a la maldad comenzaban a circular, como posible remedio a la angustia del nada necesitar, y las iglesia rebuscaban los antiguos registros, a ver donde se habían depositado las llaves de unas puertas, hace ya mucho cerradas.

En este mundo catapultado por un simple ejercicio literario, como todos los mundos anteriores a el, todos ponderaban la abrumadora interrogante del ¿qué hacer?, cuando el problema mismo era la falta de problemática. Así como todos también esperaban encontrar respuesta, quizá en algún perdido texto de Tokarczuk.

Agua, palabra y vida

“…toda palabra es por fuera un borde

y en el fondo agua

siempre removida.”

Florencia Lobo

Decir agua es casi como decir principio, si es que alguna vez hubo tal cosa como el comienzo. En ocasiones mansa, su apacibilidad aun encierra el derrotero de traer la vorágine de la vida, remolino de indócil deseo con ansia de caminar en tierra, y de vuelta, jugar a destruir, la fuente que la creó. Pero el agua es anciana. Casi tan antigua como el todo y, por lo tanto, cercana a la sabiduría. Su arma secreta es la omnipresente abundancia, haciéndola inmune frente a la altanería de lo frágil, lo pasajero. “Síganle el rastro al agua”, es el mantra que en el espacio sideral, desde acá abajo, orienta la búsqueda de vida. El cosmos, inmensidad repleta de frio y muerte radioactiva, y todavía así, en su lógica matemática, sin cesar nos susurra, tanto con la plenitud de sus lugares, como en la versatilidad de la receta —dos de hidrógeno y uno de oxígeno—, la improbabilidad de nuestra insistente soledad.

Frías por la humedad montañosa de São Paulo, las paredes del seminario me hacían sentir la emoción de por fin haber llegado, a lo que debía ser mi casa. Un rumor de imaginación medieval que llamando al servicio, retozaba a filtrase por entre las quebraduras de los viejos muros, y con tentador placer, porfiaba en mostrarme la dulzura de lo creíble. En las mañanas, melodioso y con el rayar del sol, me despertaba un sonar de teclas que como infalible reloj, viajaba desde la habitación del lado. Los incansables dedos del padre José Comblin, que con su máquina de escribir sustituía el desayuno, por la creación de algunas veinte páginas, de sus muy conocidas reflexiones teológicas. Al contarle mi sentir a Noêmia, esta me decía, “dile a Beozzo, que el te agarra de inmediato.” Pero otros quizá más cuerdos que yo asieron esa vida, pues para mí, tanto el sacerdocio como el amor, quedaron atrás en el Brasil.

El mito que embelesó a nuestros ancestros, se esconde hoy tras su pretendida desaparición, sosteniendo la más devota de las religiosidades en el culto propio. Cerca de ocho mil millones de diferentes liturgias, esparcidas por todos los rincones del planeta, cada cual con su historia del origen, centrada en el acto de su imaginar. La inundación anual de El Nilo, arrastrando fertilidad hasta sus desbordadas orillas, desentendió su origen del inventado pacto entre faraones y deidades, para primero depender de los vientos mediterráneos del norte en los tiempos de Tales, el de Mileto, y luego de las colosales represas del siglo XX. El paulatino cuajar de una narrativa cuántica, donde las coexistentes posibilidades, hacen factibles todos los caminos que esperan, potenciales, en la fábrica del espacio-tiempo, a ser seleccionados por nuestro hacer. En otras palabras, el despojo del título de creador que falsamente parecían reclamar las viejas deidades, su adjudicación transitoria a la naturaleza y, en nuestro momento, al nuevo dueño, el yo mismo.

Se le dice adiós a la certeza absoluta, identificándola como una más entre un infinito de posibles estilos literarios, para así abrazar la verdad personal como legítima, sin importar lo que nadie pueda decir. En este universo de probables sendas, todas de semejante validez virtual, se expande un espectro que va desde la profana maldad hasta la noble entrega al otro, donde nada surge como evidente norte ético, haciendo de la autosatisfacción, la única medida de justificación necesaria. Muere así el debate como intercambio de ideas, para transformarse en campo de batalla, desierto de oídos en el que solo se gana terreno con la liquidación fulminante del enemigo. Sin embargo, tal victoria total es imposible, en un suelo donde toda proclama ofrece similar asidero para la certidumbre, transmutando la solidaridad en un llamado vacuo que cada cual ejerce hacia sí mismo, esparciendo la culpa del fracaso y la injusticia, desde el eje de una moral centrífuga.

“It was strange how everything was different and still the same.”

Cesare Pavese

“The Moon and the Bonfire”

¿Dónde queda entonces la paciencia de esperar por el florecer de la rosa? ¿Cuánto tiempo le tomó a la vida aprender a alimentarse de luz solar, haciéndose planta, árbol? Trabajadores franceses, en los principios de la revolución industrial, ya lamentaban su falta de noches para hacer poesía. Tengo una tía que en su rol de arquetipo, abandonó su familia para irse tras mejor vida en los Estados. Dejó casa propia, esposo, hijos, nietas, hermanas, primos y amigos de toda la vida, para vivir de agregada en un diminuto apartamento alquilado, rodeada por un idioma desconocido. Desempleada, y bajo un incesante asecho legal que la obliga a crear un mundo clandestino, jura por lo acertada de su decisión y lo confirma, con una permanente sonrisa que confunde a cualquiera que ve todo desde un ángulo diferente. Creando situaciones a su alrededor que poco a poco se van ajustando a algo parecido al modelo imaginado que trajo consigo en la maleta, donde la realidad no es la realidad, sino lo que ella piensa que es y, tanto ella, como quien la contradice, alegan tener una razón que se torna procreadora, acuñando pedazos de lo ideado en la cotidianidad. Cada cual cargando con su verdad, abriéndose paso forzado en un mundo donde se enfrenta el desacuerdo enmarcándolo en la brutalidad, la envidia, y en una recalcitrante ceguera del otro que, en no pocas ocasiones se piensa, como inmerecido del vivir.

Convencidos de la brillantez de nuestra propia pluma y pensar, dedicamos por lo menos la mitad del tiempo y las energías con que contamos, en promover, para beneficio de una humanidad que se nos presenta en tinieblas, lo que producimos en la otra mitad. Se habla, piensa y escribe no para compartir pensares con el otro —“pues ustedes no están listos para esta conversación”—, sino más bien para humillarlo, sin importar mucho su sordera, pues a fin de cuentas lo que se busca es crear un espejo universal en el cual admirar nuestra sabiduría y belleza. Mi aporte es el correcto y lo sé, pues mientras más me escucho y leo, más me gusto, aun cuando me convierta en el único miembro de mi audiencia. Publicar sin lectores no es nada nuevo. Pero la alternativa de seguir escribiendo en y para el silencio, como el ejercicio de una profunda soledad que procura la exploración del misterio de lo que soy y de lo que es —eso que aún no entiendo—, parece ser una opción de pensadores y escritores del pasado.

Hoy nos comportamos como si la acabada percepción personal y del todo, ocurre desde la primera charla o post cibernético, y el resto de vida, no es más que una obstinada repetición de lo dicho, hasta que por fin lo entiendan, pues el futuro se percibe como debacle segura, a menos que los demás hagan los ajustes necesarios y afirmen la necesidad de acampar en mi partido, reconociendo el propósito que he definido para mi persona, como el camino a imitar, si es que se aspira a la redención mundial. Pero es todo una pantalla, pues en cuanto aparece quienes intenten emular mis acciones, estos serán inmediatamente vistos como competencia, usurpadores de mi campo de influencia, obligándome a buscar detalles y orientaciones en sus propuestas y acciones, que identifiquen las fisuras de sus conductas. Pues el propósito de todo, si se escarba un poco, no es más que la adulación masiva y duradera de mi persona, con el reconocimiento explícito de que solo yo he sido y soy capaz de tan magnánimo juicio y proceder, y que una vez falte la gracia de mi existencia o memoria —dios no lo quiera—, la pérdida sería irreparable. En ocasiones hasta se coquetea con el discurso de la humildad y las actitudes comunitarias, pues así evito los que puedan identificar mi soberbia, frustrándoles la posibilidad de dañar mi imagen. “No soy yo, es la comunidad”, es consigna necesaria y obligada, si se quiere neutralizar a quienes reiteran la lógica de grupo. Hago así una profesión basada en la pobreza, el desconocimiento y la miseria de los otros, en donde como portavoz estaría en grandes aprietos, si algún día se llegase a resolver el asunto de la iniquidad. Por suerte, ese día es poco probable.

Mi amiga María, puertorriqueña, me contaba sobre su experiencia en los Estados y de como siempre supo que el asunto era pasajero, que volvería. Tuvo su dicha y le agradezco compartiera su vivencia, pues es muy diferente a la mía, en donde el regreso, desde un principio, era como una nebulosa que se iba difuminando aun más con los años, haciendo que mi desarraigo provocara una profunda y prolongada reflexión sobre la naturaleza de nuestro exilio. Para mí se hizo preciso reconstruir un simulacro de vida en la ciudad de Boston, por tres décadas, más de lo que viví en La Isla desde el nacimiento y, al momento, por los recovecos asiáticos que hoy ando, tendría que llegar a los 86 años de edad, para siquiera igualar ese récord. Todo apunta a que la marca está asentada. Veo entonces la aceptación de que una óptica simultánea coexista, en especial una de gran diferencia, manifestándose en otra persona y sin invalidar la mía, como un comportamiento alterno que pueda promover un cambio de dirección, al mundo de atropello y destrucción que parece monopolizar nuestras distopías. La bienvenida al flujo de ideas diferentes como viable detente a la inflexibilidad, a la palabra seca, que no es más que otra manera de decir, sin agua y por ende, sin vida. La esperanza de hallar nobleza en la minimización de nuestro individualismo, como opción de vida. La batalla entonces no es contra la personal versión del entendimiento, sino con la acaparadora percepción que de ella tengo, en el ejercicio unidireccional de una duda incapaz de convocarla hacia mí mismo. Habría que considerar entonces el regreso a la persistencia de la pregunta como contrapeso a nuestra presente obsesión con la respuesta, a la comprensión de que nada es final y al solo sé que no sé nada, trilogía que orientó a los fundadores de la filosofía.

“Todo asombro profundo se convierte en milagro.”

Luis Rosales

Las cosas, los acontecimientos, y la representación y dirección que toman, sugieren ser el resultado de un número enorme de iniciativas y circunstancias que, al verlas desde una perspectiva más amplia, con detenimiento y estudio, siempre parecen tender a ajustarse a las necesidades de la situación o, en todo caso, a transformar sus alrededores, cuando lo nuevo parece ser la necesidad. La evolución de la vida y los elementos que la hicieron y hacen posible, insinúan un proceder que responde a este esquema, en donde el detalle del momento, tarde o temprano, se somete a la conveniencia del contexto mayor, del largo plazo, sin reconocer o adjudicar valor exclusivo e innato, ni a la continuidad ni al cambio. Es como si a cada cosa y cada cual le fuese permitido pensar, ser y hacer a voluntad, dentro de los parámetros que determinan su existencia, contribuyendo a un firmamento de vibraciones que gradualmente van afinando el próximo y más conveniente de los pasos. Uno más entre todos los movimientos que le rodean, lanzando su aporte al terreno de lo perceptible, fundiendo su actuar con los demás, como solo y mínimo detalle obligado a orquestarse a un resto que, rozando la infinidad numérica, determina la vereda. El resultado de un azar que solo adquiere su causalidad, una vez se halla frente a nuestros ojos.

La conciencia y reflexión de la acción propia, como parte del tejido que forma la realidad, ejerce su función en continua competencia con los que solo reaccionan sin pensar mucho en sus obras. No tenemos idea de lo que pasará. Nuestro devenir se revela en el manejo de una complejidad que parece abandonar la verdad y luego la reencuentra en el estupor de sus posibilidades, en la eventual destrucción de cualquier estado que distorsione nuestro ejercicio del amor. Sinfonía de tonos independientes y contradictorios, sin la cual perderíamos la construcción de lo que es. Aun el agua misma, punto de partida de todo lo que este ensayo explora, es el resultado de esa conjugación de diminutos y paradójicos eventos que en su instrumentación, hicieron visible la creación y sin tardar, la más habilidosa de las moléculas. No hay razón para abandonar lo que entendemos es nuestro llamado, aun cuando signifique batallar la idea contraria. Pero tampoco hay porque asumir el aplastamiento total del otro, pues además de ser imposible, iría en contra de un arreglo que parece preferir el concierto de ideas diversas, como estrategia para hallar el más adecuado de los caminos. Un brillante mecanismo que hasta ahora, nos ha permitido, ser y estar como materia, por lo menos por los pasados 14 mil millones de años, posiblemente más, mucho más. Balance aristotélico, un espacio-tiempo ahora entendido como el límite de nuestra comprensión, abrazando la realidad del fotón de luz, pura energía que en su velocidad, hace del presente y pasado un evento simultáneo, el regreso a la intuición eleática, sin principio ni fin, la dictadura del uno.

Nuestra ascensión al trono de creador se reduce a lo que perciben nuestros sentidos, en el escogido que hacen estos de entre un magma que contiene todo lo posible, haciéndonos preguntar, ¿quién o qué fue capaz de crear tan infinita fuente de momentos?, en el misterio de una respuesta que esconde la verdadera divinidad. La seductora belleza de nuestra imperfección, nos enfrenta a la indigna preferencia de seguir poniéndonos como centro de la creación. Nuestro proceder en la infinitud de posibles caminos, no invalida ni cancela, haciendo desaparecer, las alternativas por las que no optamos, sino que siguen estando ahí, en otras experiencias por ahora inaccesibles, como testimonio de nuestra diminuta comprensión sobre una realidad que aun pensamos lineal, sumisa al paso de un tiempo inexistente. El creador no puede estar en los que escogen de la inacabable canasta de maneras, sino en la capacidad de diseñar un pozo de tan difícil concepción.

Escribir es más que nada dejar un registro de lo que se ha sido, pues gran parte del vivir está en la cavilación concienzuda de la experiencia, que aunque se produzca en soledad, muere si permanece en ella. Publicar y ser leído en vida, no es requisito indispensable. La divulgación y el reconocimiento tienen sus detrimentos y trampas, de las cuales es difícil escapar. Un intento de anonimato parcial suena para mí menos riesgoso, si es que nos sirve tanto para evitar los escollos de la fama, además de como guía y meta que le permita a la curiosidad ajena, colocar y preservar nuestro pensar en su justa y merecedora medida, bien sea en este mundo o, sino, en alguno de los que moran, inmediatamente paralelos al nuestro.

Pijuana

Pijuana era argentina. Sus piernas, delgadas pero bien formadas, dibujaban su contorno bajo unos ajustados mahones azules de fina correa plateada que, cerrada al lado y colgando extendida, balanceaba su pausado paso de escalera, haciéndola lucir atractiva camino al segundo piso. El vaivén de su pequeño, pero también curveado trasero, quizá bajo la presión del común e internacionalmente conocido nalgaje local y su aprendida voluptuosidad —fijación que los isleños solemos arrastrar desde el nacimiento—, practicaba su mejor ritmo en un espectáculo que para mis juveniles ojos que la seguían, a unos dos o tres peldaños de distancia, ponían en cuestionamiento, quién sabe si por primera vez, mis estándares de belleza femenil. Recordé la escena años después, lejos, en unas escaleras del South End, también hacia un segundo piso, donde el sur de una cintura puertorriqueña, nacida y criada en el Midwest, y que nunca había pisado La Isla, intentaba devolverme al camino destinado por herencia y tradición. Nunca logré saber si mi anticultural atracción por la mujer de figura frágil comenzó con Pijuana, o si con ella fue que estrené algún tipo de ideal alterno que desde pequeño ocultaba en el clandestinaje.

Con Pijuana todo era nuevo. Su inmediata desnudez y veloz atracción por mi robusto y sorprendido deseo, ponían mi cuerpo en automático. Cual si estudiante que, fascinado por la lección, pausaba adrede el placer y tomaba sus mejores notas de estudio, aun sabiendo que la ducha profesora, a pasos del retiro, hacía algún tiempo había perdido la llama inicial de su pasión por el salón de clases y, mecánicamente, ejercía su magia. Así, percibiendo que la movía el deber, era todavía un gusto ver a la experta del amor actuar los antiguamente aprendidos pasos de la pasión.

Siempre recordaba a Pijuana. Una vez, ante la sorprendente entereza de una muy ansiada piel, la cachonda rendición de una máscara de pública inocencia que de entrada también buscó abrazar sin pausa la solidez de mi presencia, entendí como normal el embrujo del que era capaz la acentuación de mi hombría sobre la pareja, y su hipnotizante habilidad para hacer olvidar que adjunto había una persona que frente al otro perdía su yo, pues parecía el miembro cobrar una seductora personalidad propia, haciendo que el sueño ajeno de comunicación directa con el goce convirtiera lo grotesco en objeto de la belleza al alcance de los labios.

Pijuana fue especial. Su trémula cabalgata me hizo buscar en una vacía caja de trucos, obligándome a la improvisación del instinto. Con el tiempo, supe que no fue mala mi propuesta. Pero estar ante la presencia de una leyenda del tablado, es siempre momento de conciencia sobre la etiqueta personal de novicio. La ventaja fue que la verdadera sabiduría tiende a confirmarse en la nobleza del silencio, y en el gesto de aprobación y aliento que se ofrece al aprendiz. Así quedó Pijuana como permanente punto de referencia e inspiración, en los futuros que pusieron mi acto en el pedestal del maestro.

Pero llevar las yemas de sus dedos hasta el rocío de aquella tímida serpiente que fugaz, parecía salir de su garganta, representó la sorpresa que de antemano había rezado no ocurriese, pues confirmaría lo obvio, lo que siempre supe no debería asombrarme, ya que, ¿cómo creerme provocador de una humedad natural, si para ella, todo era faena? Tenía que suceder y debía aceptarlo, como en las cintas que estudiaba en los talleres de entrenamiento previo. Los gruesos vapores de viscosa y deliciosa miel que más tarde saboreé, aquellos que fluían sin necesidad de contacto, los que se cuajaban en la exclusividad de la mente, la fantasía previa, servían como señal de victoria. Bálsamos que curaban la vieja cicatriz que dejó la memoria del desierto que cargaba Pijuana, y que con dulzura, para mí, lo hizo parecer bosque pluvial. Sus palabras finales aun resuenan en el recuerdo de las décadas, cuando la perfeccionada mentira rogó por un derrame de virtud, capaz de inundar los rincones de una regalada sumisión. El verosímil espectáculo de aquel furtivo anfiteatro que Pijuana sabía guardaría, como inagotable tesoro en la memoria.

La ubicuidad de los adoquines

No sé donde habría encontrado el apretado rollo de periódico con el que azotaba mi desdicha. Ya casi nadie publica noticias en papel y aun así, la costumbre podía más que toda la evidencia de que otra cosa, había ya tomado forma. Un nuevo paradigma que forzado por el reclamo se disfrazaba de ecuánime, pero en el fondo, no era más que un reciclaje de lo anterior. La solapada afinación de quienes siempre se las buscan para mandar. Pero el que hoy se daba cantazos con un instrumento ideado por unos, y apropiado por otros, era yo; haciendo que brotara la sospecha de que sin mi consentimiento cotidiano con transformaciones aun instauradas en la tradición, lo nuevo no se hubiese hecho viejo, tan pronto y con tanta facilidad. He aquí la naturaleza de mi miseria, el objeto de mi iracundo fustigar.

El origen de la piragua era también un enigma. Y más que la congoja por aquello que rodaba por el suelo de la nocturna ciudad colonial, a causa de mi condenable comportamiento, me distraía el deseo de ir a cambiarme la camisa, molesto de que aun de viejo, no pueda comer sin regarme encima, como ahora, esta elongada mancha roja con sabor a frambuesa. Debí haberla pedido de tamarindo. No porque la mancha hubiese sido más llevadera, sino porque ya había cambiado mi gusto de niño; pensamiento que confirmó que esto sucedía en el presente. Lo más loco era que yo vivo en el campo filipino, y las divisiones entre adoquines, seductoras como causes de angustia mezclada con sirop, provocadoras en mi mente de ejes cartesianos con escala de variable independiente, dos veces mayor que la dependiente, ajustadas para la formación rectangular, jamás aparecerían en ningún campo de arroz. Claro, lo primero que se nos ocurre es que todo era un sueño. Sin embargo, el flujo de los acontecimientos era lo suficientemente normal, — sin saltos indescifrables entre tiempos y lugares, ni la oníricamente acostumbrada e inexplicable aparición y desaparición de personajes — como para descartar la posibilidad.

Pero la ineludible necesidad de entender y explicar me lanza con frecuencia al pasado. A recordar, o si necesario buscar, las páginas de algún texto de antaño, con la fuerte esperanza de que su fenecido autor, sea capaz de arrojar luz sobre la pena actual. Un libro cualquiera, pues solo clásicos descansan en mis tablillas, que interrumpiendo su petrificada competencia con los muebles por el polvo, me proveyese la elaboración de algún tipo de mapa, quizá la misteriosa brillantez de un verso que uniendo sujetos y adjetivos de frecuente distancia, vertiera luz sobre alguna cronología del pensamiento que ubicara mi tormento en su justa perspectiva histórica, y me ayudara a entender sus raíces, su desarrollo y su pronta contextualización. Pero esto son estrategias de la modernidad. Qué tal si lo que pasa es una ampliación de conciencia tal, que por estar libre de toda identidad cultural, por fin entendiese la totalidad de las demarcaciones y fronteras, espirituales y físicas, como imposiciones de un pasado colonial y, más aun, el resultado de múltiples capas de ideología que nos han alejado de los antiguos eliáticos, quienes con tanta claridad, vieron la falacia del principio y la locura del final. En otras palabras, que estar ahora y aquí, es estar en todo tiempo y lugar a la misma vez. Con razón El Viejo San Juan, El Zócalo e Intramuros en Manila, parecen ser la misma cosa; lugares de exploración foránea. Antípodas y archipiélagos donde los primeros humanos llegaron a tierras inhabitadas y evolucionaron una cosa única y de pronto, el desastre del invasor, el motor de la avaricia sistematizada, el papel de la ilusión legal y su peso que la hace parecer real e inexorable. Por algo azotaba con tanta fiereza la razón de mi furia y frustración.

El control de mis capacidades parecía estar en buen estado, pues aun mi super secreta misión de espía permanecía clara al entendimiento, junto con la perenne sorpresa de que por cuatro décadas, nadie nunca sospechara nada. Ni siquiera las dos organizaciones para las que trabajaba, enemigas entre sí, habían podido hacer el dos más dos para descubrirme. O si lo habían notado, seguían actuando como si no, que es lo mismo. En fin, que el perfeccionado acto de bobo queriendo ser intelectual, había resultado ideal, pues tenía acceso a todo, sin que nadie me tomara en serio. Ser invisible en un país invisible no es tan fácil como suena. Por el contrario, aquí lo único necesario para hacerse notar, es decir algo opuesto a cualquiera con status social, real o imaginado, para que tu nombre sea recordado como miembro de la permanentemente editable lista de indeseables de tal o cual grupo. Todos en Las Islas pertenecíamos a algún grupo, o mejor dicho, a varios grupos de los múltiples que existían y que en la mayoría de los casos, compartían similares miembros y muy parecidas agendas. “Cambiar la libreta” es algo que se aprende temprano en la brega local.

Estas caídas en la página de Cheo de las diferentes archicofradías, conllevan que te borren de la manera más curiosa posible, esto es, nunca olvidándose de tu cara, ni de tu nombre, y pareciendo vivir el resto de sus días, con una agenda dictada por la elaboración esquizofrénica del punto que les fue cuestionado; la idealizada virtud de un ahínco que congela la historia, donde todo se siente como si siempre se viviese en el mismo debate ideológico que se vivió, medio siglo atrás, quizá más. Con la imagen de mis facciones adherida al subconsciente, agriados y perdiendo el sueño, hacen carrera sobre la insistencia de negar mi trascendencia, promoviéndome a un pedestal de extraña fama. O por lo menos me suena mejor decirlo así, que tener que aceptar la posibilidad de que ni siquiera los que se trancaron ante mi decir, piensen mucho en mí. En cuyo caso me inaugurarían en la terrible aflicción de la soledad que, si todos los ofendidos aprendieran a adoptarla como estrategia, les serviría como la más arrolladora de todas la venganzas; el olvido real que solo se manifiesta en el asentamiento de la irrelevancia ajena.

Ser objeto de la desmemoria tiene ventajas, y el destierro, frío y doloroso por demás, suele abrir insospechados caminos de primavera, flores, el desarrollo de talentos latentes, o marchitos, desatendidos en vorágines de ajetreo familiar, nativo, hallándose lejos, tal vez perdidos en sí mismos, renovados en frescos espacios para la fecundidad, la reinvención personal, la muy, muy oculta, bendición del exilio. En Las Islas todo es misión épica, insoslayable destino rondando las fronteras del llamado celestial, agotando recursos en la búsqueda del mejor, el más cruel de los mecanismos para despedazar el otro, el enemigo del proyecto, el otro cualquiera, el de la variante del pensamiento, la indebida autorización. Depositario serás del centro, desde donde brotan todas las razones del mal y la debacle nacional. La idea impuesta, el pecado de lo superficial, la negación de la complejidad, de la dinámica, de lo cambiante, de lo imposible de acceder sin la aportación de múltiples ángulos o puntos de vista. Lugar donde la prometida bonanza resucitada de las ruinas, cristalizaba en la estirpe del galeón, pero para los que sabían de tierras sin escrituras, fue hace tiempo olvidada en la letra que libera, a la vez que mata.

He mirado hacia los contornos de este territorio, los confines oceánicos de estas ínsulas y he visto, por todas partes, grupos para espiar, saltando de uno a otro, con pasmosa facilidad. En ese mundo los otros te buscan, desesperadamente y en secreto, para ansiosos pensar; para promulgar que contigo aumentan sus adeptos, el convencimiento de que tu adhesión, representa el crecimiento que apuntala la victoria final, la de siempre, compañero. El cuento es viejo y es común. Al que contradijiste nunca te olvida. El resto practica una memoria histórica que limita en el pasado lunes, como mucho. Aquellos que se ocupan de documentar, para mantener vivo el recuerdo, en la sociedad de lo instantáneo e incontables periódicos cibernéticos del ayer, son objeto de la mofa y el escarnio, y la proclama, “prohibido olvidar”, es constantemente usada por quienes repiten acciones que no funcionaron, convencidos de que ahora sí es que es. Yo recordaba todo y casi nadie me paraba bola, excepto por mi empleadores. Mi trabajo era informar, y para ello contaba con mi majestuosa memoria, la cual servía de pluriforme ventaja, pues siempre recordaba la historia que le contaba a cada uno, cosa de no ser sorprendido en contradicciones, manteniendo así mi estatus con cada uno de los dos, o más jefes, como en ocasiones sucede. Una existencia doble, triple, múltiple si se quiere, que me tenía hastiado, por lo confuso que se había hecho la selección del camino correcto, el de la deseada rectitud, el que más se pareciese a la prédica, lo cual en mi caso preguntaba ¿qué prédica? Todas las verdades se proclamaban ajustadamente ciertas para el que las escuchaba, y su proliferación, convertía la negación de la verdadera verdad, en seductora alternativa. El constante acomodo para lograr la más confortable de las posiciones, —como quien carga en su bolsillo la aplicación que al instante contabiliza, en pantalla, la calidad y cantidad necesaria de verbos y adjetivos más conveniente, dependiendo de la audiencia— cuajaba una tortura personal, donde reinaba la incertidumbre. Mis logros no mermaban mi insatisfacción; todo lo contrario. La vida era un teatro en donde seres pensaban, practicaban y perfeccionaban personajes que se usaban o retiraban de escena, de acuerdo a la conciencia del que lo necesitara, con la ventaja para el teatrero, de una memoria comunitaria cada vez más frágil, incapaz de discernir entre tantas propuestas y por ello, aferrándose a su pequeña verdad, como el ultimo refugio de la cordura, en la promoción de alguna de sus personalidades. Fracasada la creación de lo certero, y negociando por preservar un implacable acto de defensa de lo que una vez se creyó, se incrementa un voraz apetito por la aplastante derrota ajena, a la que se le escapa pensar, en los vacíos que creará la mutilación al otro. Romper se hacía carne y tejido de los sueños.

El hombre prehistórico sale de su caverna y observa el paisaje, y me pregunto, ¿cuán diferente era la cantidad de estímulos sensoriales que recibía, junto con todos los posibles esquemas de interpretación sobre las cosas que cargaba cada una de sus miradas? ¿Cuantas verdades le tomaba discernir, comparadas con el hombre actual frente una pantalla electrónica o, incluso, al también abrir la puerta de su hogar? Así es como me ha sido necesario forzarme el aburrimiento. La afanosa intención por desentenderme de rutinas, tareas y obligaciones, concebidas en otras mentes, para poder sentarme en las mañanas y en celebración, confirmar que no tengo absolutamente nada que hacer. Es entonces cuando el espacio para la reflexión y el estudio profundo se abren, ofreciendo la oportunidad de exploraciones tanto internas como externas, que me permiten inyectar la reflexión y escritura, con la agridulce savia de lo novedoso. En otras palabras, como escritor, dedicar el mayor tiempo posible, a resolver el problema de que en general, todas las historias han sido ya contadas, buscando y encontrando mi libertad, en el pensamiento que conscientemente renuncia a la lógica del presente, descansando y creciendo, en la necesidad y felicidad del otro.

Errar patrio

Mi padre me había olvidado en el hospital. Pero esto no lo vine a saber hasta que lo vi entrar por la puerta de la sala de espera, con una media sonrisa de aquí no ha pasado nada, que se esforzaba por tapar su desacierto. Ya me extrañaba que habían pasado casi dos horas y no bajaba del cuarto donde estaba internada la bisabuela. En el camino no dijimos nada; como de costumbre. Pero al llegar a la casa de mi abuela, todo pasa a un recuento público y al análisis de lo sucedido. Así era mi abuela que, aunque madre de mi padre, no conocía el silencio. Yo narré todo desde mi ángulo de niño y mientras lo hacía, notaba como el terror de haber sido olvidado, se me trepaba por las piernas, de manera tardía. Cerré mi relato oral con un comentario entonado a lo familiar, a como mis tíos y todos ellos relataban la vida: “y yo allí, esperando como un zángano”. Hoy, cincuenta y cinco años después recuerdo la escena, provocado quizás por la insistencia isleña de jamás reconocer un error. Mejor morir o en todo caso, virar la tortilla ensayando un chiste. “Cada cual espera como lo que es”, replicó mi padre.

La gordura de mis dedos

foto: Andrea Torselli

Tuve que cerrar las ventanas de la bulla. En realidad permanecen abiertas, pero ya sin tránsito, y la esporádica cortadora de hierba, es la mía. No molesta. La flora se traga el ruido.

Las tropas de la algarabía moderna, aun cabalgan sobre el exitoso virus espiritual de una longeva pandemia que todo lo convierte en mercancía, insistiendo en colarse por cables y satélites, manteniendo sitiada mi paz. Trancar esos huecos es tan difícil y necesario como lo era en la loza. Un campo que anhela, quizá por siempre, ser ciudad.

Por ahora domina un silencio de finca que se ha hermoseado en su emparejamiento con el sacro silencio de mis libros. Mi misión es asegurar que así permanezca. Que nada interrumpa la quietud de los libreros. De ellos brota un viento espeso que se afina y electrifica con la velocidad de las buenas ideas, transformándose en el alimento que engorda mis lápices, o mis dedos, si es que escribo en la computadora. La gran paradoja de la literatura actuando frente a mis ojos. Silencio y aislamiento queriendo transformarse en alta voz.

Es un reto ser lector y pretender escribir. La actividad es un instrumento de doble filo que debe ser manejado con una cautela frecuentemente olvidada. ¡Qué delicia hallar un texto que sea el resultado del esfuerzo de un consumado pensador, alguna artista de la palabra! Y, a la vez, ¡qué tormentoso puede ser esto a la hora de escribir! ¿Qué novedad es posible? ¿Qué no se ha dicho?¿Cuál es el más apropiado y cautivador de los estilos? ¿Cuál es la radical propuesta literaria que cambiará el panorama isleño de las letras? Y, ¿qué temor de mí mismo y mis incapacidades me paralizará, frente a los miles posibles caminos a seguir? “Escribe como solo tú puedes escribir”, recomiendan.

Como si en un sueño, las ideas se presentan fragmentadas, inconexas e incoherentes, cual si queriendo opacar el brillo adormecedor de lo cotidiano, a la espera de un despertar que con calma y tiempo las piense y analice. Si no es que el arrollador olvido se las traga, en el mismo instante en que se abren los ojos, o en el caso, nos encontremos frente a la hoja en blanco o la vacía pantalla, tan silente como en los inicios del cine y, a la vez, con infinidad de imágenes revoloteando frente a nuestros atónitos ojos. Este ideario en formación se cocina en sus ansias de existir, para poder así disturbar el orden de lo establecido y de los anquilosados moldes y costumbres que se nutren de alguna inercia pasada. Se forja de esta manera la batalla que tiene por objeto aniquilar a todos los zombis que, negándose a tomar residencia permanente en cementerios donde la tranquilidad ha sido trastornada por el nuevo pensar, deambulan aun por las páginas de la noticia. Así, poco a poco, desde mi biblioteca, como todas las bibliotecas, se va creando una nueva narrativa que ofrece a un mundo cansado y desorientado, una novedosa forma de ver las cosas. Otra paradoja de las letras, que requieren quietud para armarse, en preparación para su cometido de revolcar lo aceptado.

Pero el deseo de la literatura no se halla, exclusivamente, en la necesidad de comprometerse con la liquidación de los muertos en vida, por lo menos no de manera directa y explícita. Tal miopía olvida que todo proyecto tiene muertos que en sus tumbas, solo juegan a parecer irrelevantes, mientras permanecen a la espera de su turno para tomar las calles y aterrorizar al reciente otro, con su lento e inevitable caminar, y sus trapos como gindalejos que pretenden tener redactada en sus superficies, la nueva verdad establecida. Entorpecidos corazones que ahora rellenos de gloria y constituciones, demandan fidelidad y respeto. Fresca camada de tristes sonámbulos que, en su desespero, aspiran predicar verdades de lozana tela raída, desde el sordo fondo de su pesado naufragio.

mensaje de el capital

te vendo el veneno

te vendo el antídoto

y la industria de publicidad

que ambos crea

te vende mi ineludible necesidad social

en forma de salarios

ingreso con el que compras

la comida que te vendo

para podértelo ganar

la ropa que te cubre

para ir a trabajar

el hogar donde descansas para mañana

darme tu energía

transportación y gasolina

y hasta te vendo el agua

la luz solar

y en cuando al aire que respiras

trabajo diligente en vendértelo también

pues en caso de emergencia

te lo vendo en el hospital

pero como insistes en no pagarlo

lo contamino

para así venderte la medicina

quéjate si deseas

para llegar a la marcha

y promover tus ideas

también me pagas

policias

abogados

y prensa

adoran como tu rencor

alimenta sus industrias

o sea

mis ventas

en fin

has lo que quieras

todas tus acciones

son para mí mercancía

eso sí

nunca dejes de comprar

ahí sí que me la pones difícil

pero no se te hace fácil

ni siquiera percibes

la profundidad de tu adicción

pues hasta cuando

parece que me abandonas

sin querer darte cuenta

me compras

notas autobiográficas

Me cayó la vida en las manos que creó

con tradición de sí misma

reclutando orden y limpieza

donde la piedra solo anhelaba

la paz del deterioro

ya en el avión

la juventud forzaba conjugaciones desconocidas

cuando la isla comenzó a partir de mí

y aun no termina

vendida la cosecha

considerando que con los gastos

apenas sobró para comer

me senté a celebrar y llorar con alcohol

como niño que en su queja

pretenden detener el mundo

huellas

la luz de las estrellas

empaquetada y ondulada

en su relevo de galaxias

talla de eternidad la tierra baldía

infinitas formas de la memoria

multiplican a golpes la vida

y luego escapan

en jornada de revuelo

agitando otros mundos

que esperan

la señal codificada de nuestras huellas

tanto la tuya

como la mía

repletos anaqueles

los sueños del pulpo y la mosca

le crean gran contrariedad

al intento de estudiar

un texto completo

en especial un buen relato

deteniéndonos a rediseñar

los mundos de cada página

pues quién pudo escuchar hasta el final

todo el discurso de colón

en el salón de los reyes

recién llegado de su primer viaje

sin que la imaginación tomara control

embobada en sueños de tierras y oro

o resistir las promesas extraterrestres

de estrellas y galaxias

a los alcaldes de lajas

cosas que le desvían la concentración

al más ducho de los lectores

haciendo ironías de repletos anaqueles

que jamás terminarán

múltiples cuerpos

de incalculables órbitas mutuas

distraídos en la aventura

de escapar tras la historia

que muchas otras bibliotecas llenará

Alfabeto fenicio

Siempre inseguro con la calidad de mis escritos y aterrado por el dolor del posible rechazo, comparto mucho menos de que lo escribo, aun cuando trabaje el día entero en mis letras. Para calmar el ansia, uso un pincel grueso y con espesa tinta negra, practico las letras del alfabeto fenicio en los guijarros —chinos de río, como les dicen en Puerto Rico— que voy encontrando en el terreno. Cuando tengo suficientes terminados, poco a poco los colocó en diferentes puntos del barrio y me siento en mi balcón, a divisar a quienes los encuentran, disfrutando el placer que muestran, maravillados por el hallazgo. Los tratan como si fuesen deliciosos enigmas por descifrar, capaces de, sin entender muy bien la razón, crear la emoción de la belleza en quien intenta leerlos. Muchos de los vecinos optaban por conservar lo hallado, cual si preciadas piezas arqueológicas que merecen cuidarse y mostrar, con reverente orgullo. Las piedras escritas que no podía rastrear desde mi observatorio eran más inciertas, pero aun así, luego me enteraba del chisme —barrio pobre— que corría por las calles, sobre las misteriosas “piedras chinas” y las colecciones que se iban formando. Nunca revelé el secreto y con el tiempo, según abandonaba la costumbre, el carácter mítico de la historia se fue convirtiendo en leyenda.

Las colecciones personales adquirieron un valor proporcionar al celo con que negaban cederlas en préstamo a los que las pedían. Al ver que la situación por el limitado número creado para mi autoterapia se salía un poco de control, ya que hasta miembros de comunidades vecinas comenzaron a invadir nuestro apartado y tranquilo barrio, decidí era tiempo de retomar la tarea, pensando que el entusiasmo de las cosas declina, una vez se inunda el mercado. Pero creativo al fin, y considerando que el alfabeto fenicio se compone solo de consonantes, opté por añadirle, de manera sorteada, nuestras reconocidas vocales. La explosión del experimento superó toda expectativa, cuando diferentes miembros de la comunidad intentaron combinar las piedras, en un esfuerzo por descifrar las desconocidas. Pero la frustración que siguió, para nada redujo el fervor, pues el intelecto humano, igual de curioso en todas partes y estratos sociales, no puede fácilmente abandonar lo que resta por explicar. Así el reto se convirtió en valor y las piedras comenzaron a ser usadas entre los agricultores como moneda en la compra y venta de semillas, arroz, vacas, cabras y hasta terrenos. Escondidos en el fin del mundo, nadie se preocupó, como jamás se han preocupado, por posibles impuestos sobre las ganancias especulativas.

Me tomó trabajo pensar en cómo llevar el asunto a un nivel superior. Pero ya que se tenía un alfabeto completo, resultó obvio cuando lo pensé, que todo estaba listo para formar palabras, quizá hasta oraciones, con la cantidad de piedras que andaban rodando por la vecindad. Así que comencé a formar palabras en Ilokano, el idioma local, que mostraran fuerte herencia del español —cosa que ya nadie por estos lares recuerda y mucho menos reconoce— pero aun usando consonantes fenicias y vocales nuestras. Cortas y sencillas al principio, como “tasa” y “sako”, complicándolo en poco tiempo con “kwarto”, “tinidor” y hasta “kuryente”. Mezclaba las piedras de una sola palabra y las escondía juntas en un mismo lugar. Lo mismo hice con todas las palabras que creé, con la intención de que al procurar reordenar el rompecabezas, lograran descifrar el alfabeto fenicio. Nunca nadie comentó nada y luego de esta nueva complicación, hasta los cuentos en la calle habían disminuido al mínimo. Pensé entonces que había llevado la actividad demasiado lejos, matando la curiosidad con un reto más allá de lo prudente. Hasta que en una mañana cualquiera, con el café en la mano, como acostumbro abrir la puerta de la casa para respirar la belleza del campo y ver que las cabras y los patos estén bien, a lo lejos, dirijo la vista hacia el portón de la entrada. Allí estaban, una fila de guijarros que mirando hacia mí deletreaban mi nombre, junto a un bello agradecimiento, en perfecto fenicio, por abrir para todos, tan insospechada puerta de la realidad.

Ha pasado un tiempo y los miembros de la comunidad nos seguimos saludando con enormes sonrisas en los caminos, como antes, como siempre, pero sin traer el tema; como si pretendiendo insistir, en la dulzura del misterio.

macé piedras talladas

macé piedras talladas de acosador futuro 

hasta con sus pedazos hacer montañas 

donde sentado sobre sus cimas 

observaba la gravedad 

de todos los horizontes 

un círculo de forzados crepúsculos 

que decían nada

torturado por la prosa que esculpió el pasado 

donde sombras llorando sobre huesos 

almacenaron alhajas en los museos diciendo 

así fue y así es 

oí la leyenda del niño sabio 

y queriendo ser como el 

lamí el ojo con heridas de soledad 

contando hasta trescientos poemas 

el azote del letal rasguño invernal 

incesante allá afuera 

desde el día que ya no te vi 

brisa

intenté secar mi cansancio de cara al viento

como si de lejanas ráfagas fueran sus besos

escondidos entre ramas de caoba y tamarindo

pero el veloz aire angustiado de huecos y vacío

cerró con saña todas las puertas de la casa

abriendo grietas en la madera que tanto costó

culpé así a los habitantes por descuidos que

cultivando una dejadez financiera en su contra

alegraban al mercado que vende todo de nuevo

el dios mismo encarnado en la nada del viento

insistiendo en el terrible plan de la pobreza

el amor como inconsistencia que llega fuerte

y su inesperado partir de desgarrador suspiro

fue cuando decidí enfocarme en maquetas

miniaturas dependientes de mi control divino

que luego podía documentar de otra forma

en letras de arcaica y rítmica modernidad

simulando el pasar del tiempo en bocetos

cosí entonces la boca de todas las majestades

en ritual donde solo gesticulaban lo permitido

así fue que las galaxias se hicieron infinitas

físicos en ginebra hallaron nuevas partículas

y jóvenes altaneros predicaron la teoría final

mientras viejos regresaban al primer amor

sobre hojas caídas de caoba y tamarindo

sonriendo ante el roce de los indelebles besos

que siempre inundaron el dulce silbido de viento

inventario

una vida de fantasmas resucitados adrede

cien mil bocetos consagrados a la perplejidad

versos sin poder llamarle tarde a la necesidad

heridas de otoño abiertas en su conjuro

supurando pedazos de metáforas venenosas

juegos de antigua eternidad punzante

paredes de cavernas tatuadas en la piel

persistentes en la promesa de la idea

a la luz de la incesante repetición de preguntas

todas indelebles y temiendo la irrelevancia

la velocidad citadina de indiferencia póstuma

la estatua patria del regio verdor de la hoja

viviendo para que la despedace el gusano

con suaves mordiscos de revelación final

negada desde el tímido y suplicante principio

herbolarios remediando lo que el viento olvidó

mejunjes del color puro de la jacaranda

para aliviar el escozor de libertades y sueños

cola de cometa

manos de bellas flores

alucinantes colores

cortaron la oreja de Van Gogh

pizarra escolar

insospechada ventana

la posibilidad de lo imposible

y del pórtate bien

para ser alguien

vientos anuncian lluvia

vida lanzada desde el cielo

hasta el raro día que el soplo

sorprendió con tanta muerte

todo como si un cometa

recogiera su hermosa cola

desilusionado

y arrepentido

girando antes del sol

de regreso a oort

pues alguna vez

fui el sueño de alguien

y hoy no soy

más que su olvido

La abuela

La abuela de mi esposa gusta de visitarla en sueños. Por lo regular son encuentros dulces y cariñosos, pues la crió junto con el abuelo, en la casa que aun de pie, podemos ver en la parte del terreno que colinda con la carretera, a unos doscientos metros de distancia. Nuestra casa, construida en la parte de atrás, se adentra hasta la hectárea de arroz que ellos nos vendieron, antes de morir.

Los sueños son esporádicos durante el año y frecuentes en febrero, a un mes de su fecha de muerte, cuando se hacen más perturbadores con los renovados reclamos de la abuela sobre el olvido de los vivos. Para apaciguarla, mi esposa celebra el aniversario con un pequeño altar que prepara en el recibidor, entre la sala y el comedor, invitando familiares y amigos, junto con las abuelas del barrio que se ocupan de rezar el rosario y recitar todas las pertinentes oraciones y rituales.

El pequeño sagrario es sencillo. Una mesa con mantel blanco, sobre el que descansan una pequeña figura de la Virgen de Pangasinan, traída de su iglesia en Isabela, a unas cinco horas hacia el norte, cigarrillos y fósforos para el abuelo, y algunas de las cosas que la abuela gustaba como huevos de pato hervidos, flan de arroz, una pasta muy fina que se hace solo para cumpleaños y ocasiones especiales y, por supuesto, pescado, la comida central de todo habitante de la región.

En una esquina mi esposa siempre pone los nombres de los abuelos, añadiendo, con gran ternura, el nombre de mi padre que nunca conoció, muerto hace ya más de treinta años. Lo deletrea pensando en filipino, una mezcla de español muy antiguo y corrientes malayo-pacíficas que cambia algunas i por e, así como la r por la l. Todos los años se lo menciono.

Yo no creo en ninguna de esas cosas y, fiel a mi formación científica, durante la ceremonia, me encierro en mi biblioteca a continuar con mis lecturas y escritos de sociología, política y literatura. Excepto cuando el séquito llega y mi esposa camina a abrirles el portón, en donde aprovecho para corregir el deletreo del nombre de mi padre, antes de subir al segundo piso. A mi edad necesito el descanso y no quisiera ver interrumpida la paz de mi sueño.

líder

heredero de inquebrantable línea alquimista

y listo al albor del familiar sonido fantasmal

organizaba sus legendarios instrumentos

en un nuevo intento por reducir la noria

a una cotidianidad más llevadera

llena de saltimbanquis que en celo

pusieran el centro de las cosas

en su justa y ansiada perspectiva

insistiendo en un mundo de hora fija

y en el derecho al fruto sobre la verja

lo sorprendió el caudal de quejidos

que parecían subir del pozo muro

como si el desecho ahora reclamara

la inmediata prohibición del olvido

invirtiendo el despertar en sueño

y la insistente caricia en aviso de peligro

ante el terror de la responsabilidad

por tan descalabrado desastre

pasaba sus tardes de limonada

aplaudiendo suaves corazones de extinción

y libertades al enredo del plástico y la soga

ignorando la ineficiencia de sus consejos

y proclamando el embarazo nacional

como la victoria de todos a puerta cerrada

destino de arena

no sé que dicen los pájaros

rebuscado repertorio

que parece contar

la historia del meteorito

pues prohibido olvidar

tampoco entiendo

la voz del vecino

seseo de espigados cereales

que embruja las serpientes

el misterio de tus labios está

en que nunca te besé

pero el idioma del libro

me es conocido

tanto como su caricia

en el regazo de arrugada mano

que me leyó sus fábulas

de león y lagartijos

en la aventura del héroe protector

del que a mí niño aun hoy

arropo con su capa

leyendas de islas que abrigó

hallándolas en todas partes que fui

los crímenes y abrazos

que nunca di ni cometí

páginas a las que se aferró la antigüedad

donde dioses alivian el terror de esfumarse

y el pensar sentó sus principios

terreno donde aun enemigos

se ven obligados a batallar

pues en ti los sistemas hunden garras

construyen pirámides

constituciones y revolución

como muralla que con lomo y cubiertas

anuncia y dilata

un inevitable

destino de arena

regresen mañana

los íntimos se despiden desilusionados

les digo regresen mañana

de seguro llega

tanto pájaro alegre

y flor de madrugada

¿acaso no ven mi penar?

la obsesión

es el hongo del asueto

estas cosas no pasan

cuando ando ocupado

de ruinas se alimentan el dolor

y las inspiradoras reconstrucciones

de lo que fue

así regreso al sueño

todo parece mejorar

cuando logro hallar al niño

paisaje de cosas calladas

para sobrellevar el desconcierto

construí un encanto con ventanas

cada una un paisaje de cosas calladas

ballenas del desierto en wadi el hitan

parecían pintar de luces

los espejos de muchos ojos

en la escondida pena ajena

que resultó ser la mía

anunciada en los vapores

que de afuera entraban

al frágil refugio

olvidar era un agravio

así bebí pulque del cuenco

y bailé un homenaje al pensamiento

rompecabezas infinito

que se arma hacia el centro

con piezas cada vez más pequeñas

bordadas en la imaginación de las terrazas

singularidad

cuando al final el azar alinee

pareciendo concluir

los enturbiados caminos de la espera

y de frente

te encuentre

en la crueldad quizás de una suerte

que solo un minuto diera

aceptaría no poder extenderlo

más allá de su tiempo

pues de tanto aprender a verte

en sueños de rebuscado pasado

en detallada reconstrucción de pedazos

de posibles vertientes

de todos los futuros que apretados

en el singular instante

como suelen ser nuestros instantes

donde los sentires se arrullan

aprendiendo a florecer

en el incesante recuento

el inagotable cultivo

de riquezas que regalan

el indeleble sello que plantamos

en la garganta del olvido

para que sin habla

como siempre ha sido

así siempre siga siendo

lindas flores

oh pero que lindas son las flores

las blancas nubes que las sobrevuelan

y el claro azul celeste que enamora

e inspira

a tantas almas sensibles

que luego de gloriosa madrugada

parten llenos de propósito

hacia sus oficinas compartimentadas

en pequeños y delimitados mundos

donde las directrices de otros

que ya no pululan por esos lares

persisten en apagar

toda novedad creativa

definiéndola inútil

pues de lo contrario iniciaría

otro posible universo

del cual los ausentes

no serían señores

dándole a los presentes

en el cubículo

un reinado que debilitaría

los actuales reinados

con pensamientos sobre

la imposibilidad de lo eterno

y la posibilidad de que todo sea

como siempre ha sido

el resultado

de lo que sea capaz

el pensamiento

Estaciones

errabundo

más allá de mis costas

fue que aprendí de temporadas

esas claras demarcaciones

de las que son capaces los años

y que solo conocía en historias

pues son las historias las mayores beneficiarias

de las metáforas que ofrece la naturaleza

en lugares de definida transición

entre estaciones

haciendo que mis escritos

jamás fueron los mismos

desde que sentí en carne propia

el olor a esperanza que trae la primavera

la sensación de libertad atada a un verano

el sentido de preparación inminente del otoño

y la productividad del ensimismamiento invernal

transformando unos años

que solían ser

un similar flujo

donde la edad se colocaba acallada

por entre las rendijas

tan solo para en ocasiones

salir apurada de su escondite

y sorprendernos

con el terror de lo inesperado

Oídos

maryanne jacobsen
“Morning Moon over Christ Church Meadow”, 9×12, oil on panel

somos sastres de otros

de qué te visto hoy

vísteme como lo hiciste ayer

a todo le hablo

aun en las noches

se hacen el sordo

pero crece

florece

deja caer sus hojas

a veces es media

otras llena

y hasta cuarto menguante

regresando de su vuelo

de ala plateada

al mismo lugar

donde le pueda ver

o hablar

aun ella

que tan lejana siempre ha estado

me esconde también su voz

pero jamás sus palabras

Eternidad en las cenizas

un recuerdo de insatisfechos héroes

desconocidos para el

viajaba en la mirada

de su corazón en ruinas

el silencio de los vientos

se asentaba con la noche

en ecos de un profundo penar

que parecían borrar las estrellas

y en la antigua ciudad

de cristales rotos

solo el vapor de los pantanos

imitaba la vida

como si mordidos por hienas

de fresco e invisible salvajismo

cuerpos semi putrefactos

marcaban los límites de un camino

asfaltado de error, obsesión y vicio

extraviada la memoria del fuego

abrazó los baños de luna

y se dispuso a inventar fabulosas historias

cantos de números, conciencias y fracasos

sin nadie a quien contar

sin zonas de carga y descarga

como si nunca haber escrito

sin brisas

halló eternidad en las cenizas

sumisas a su antojo

y a su ingenuo proyecto

de llenar el valle de versos y sonrisas

Lluvia en los parques

despierto en el mismo lugar

desdoblando tus números

un arrugado papel en blanco

que no se deja olvidar

borrado por las aguas del pesar

y por la luz de una madrugada

esparciendo la antigüedad

de sus versos en la arena

gladiadores vencidos

carcajadas de coliseo

los viandantes de la ventana

mensajeros de algún aledaño cementerio

parecen aceptar lo de tu partida

mirando los lados

y el interior de sí mismos

sin intención de buscarte

desatendidos del destello

el confiado salto de tu cabello

arropando de belleza mis dedos

y que cerrando mis puños

intenta tatuar los sabores

de tu aliento en mi pecho

en días de nieve

ensayo tu silueta en los parques

y me siento a esperar

que vientos de la próxima

y luego la siguiente estación

te pierdan en los mares

y te regresen para escuchar

el extendido poema que me declamas

en los árboles

bajo el milagro de tu amorosa lluvia

senderos del tiempo

entre las tradiciones que inició la luna 

encontré la ruta del deseo 

el principio de los principios

una gran mesa para banquetes 

y la causa de las muertes 

que pretenden dar razón a las flores 

herederos del texto sagrado 

inconcluso por el horror de la guerra 

intercambiaban historias y amuletos 

con sabios de los mares de célebes 

que con tibios baños de albaca 

procuraban recuperar soles perdidos 

tras la memoria del horizonte 

y la inutilidad de los espejos 

congoja de tan antigua pena me halló 

escarbando diálogos de platón 

inundando jardines de infinitos 

trastocando principios de causa y efecto 

donde un solo momento conjugado 

perpetuaba senderos del tiempo 

entre xibalba y san leon 

A to’ cojón

Cada edad tiene su lógica, sus razones, su ética, su sentido del bien y el mal, y los cambios, a través de los años, suelen pasar desapercibidos o, a lo sumo, conscientemente justificados, con un simple “eso era antes, ahora las cosas son diferentes.” La edad de los que forjan las leyes, los dueños de los medios de producción y las comunicaciones, determina entonces la narrativa de lo correcto y, su alternativa contestataria, si es promovida por personas de la misma edad que los poderosos, puede que parezca radical, pero raspando un poco la superficie se descubrirá que en el fondo, representan similares maneras de ver las cosas, entreteniéndonos en el debate de posibles cambios que no son más que cosméticos.

Cuando adolescente escuchaba salsa, y la salsa, había que oírla, cuando se daba la oportunidad, a to’ volumen. No había debate posible sobre el asunto. El sentimiento interior de poder dejar que la cadencia del ritmo tomara posesión de todo mi interior, era proporcional al volumen con que se escuchaba la canción y, quien no entendiera tal verdad, estaba fuera de onda y simplemente no pertenecía a mi generación, gente de otra época. En aquellos tiempos tenía un vecino de mi misma edad. Vivíamos en una urbanización en Caimito, que pretendía ser enclave de modernidad en el intento desesperado por erradicar la visible pobreza que, por razones que mucho más tarde entendí, pretendía equiparar justicia económica y progreso, con la acción de tapar lo que se entendía feo. Cuando llegaba de la escuela y pasaba frente a su casa, a pocas casas de la mía, la vibración de las bocinas reproducía un oleaje de tambores y metales que parecían hacer retumbar la carretera. Nada me pareció más grandioso, que poder imitar a mi nuevo héroe y modelo. Sentí entonces la inesperada mezcla de orgullo y temor, el día que vi otra vecina llegar del trabajo y voltear la cabeza en asombro y disgusto, al sentir las sincopadas entonaciones que ahora surgían, portentosas, de las bocinas de nuestro pequeño estéreo. La queja, de esperarse, no se hizo tardar y su portavoz, mi madre, tenía ahora la misión de asegurarse que tal escándalo no volviese a suceder. Pero yo de la escuela llegaba a una casa vacía, con la dificultad de escuchar mi música con el volumen a to’ cojón, pues la forma en que corre el bochinche en esos recién y frescamente construidos enclaves, haría que invariablemente se enteraran mis padres. En busca de alternativas, fue como descubrí que podía acostarme de espaldas en el piso y poner las bocinas pegadas a mis oídos. Es decir, audífonos de los años 70, clase media (si es que existe tal cosa), si acaso media quebrá, viviendo de cheque en cheque y pretendiendo que la pobreza era una cosa del lejano pasado que no merece ser recordada y mucho menos mencionada, con un hijo salsomaníaco que terminó dañándose los oídos, especialmente el derecho y que hoy, medio siglo después aun recuerda y le pesa. En especial cuando tuvo que negarle a su hijo que recientemente cumplía diez años, su insistente petición por unos “headphones” de regalo, pues imposible pensar que a esa edad —a cualquier edad de hecho— un humano tenga mucha capacidad para auto negarse placeres, en favor de su salud.

Como joven adulto me tocó salir del país y en los fríos invernales del noreste norteamericano, aun perseguía mi amor por la música alta y ahora, con trabajo y salario seguro, ingresé al mundo de los audiophiles, en donde la calidad de los platos, la insistencia en el vinilo y la obsesión por la mejor aguja posible, no solo respondía a la incesante búsqueda por la más autentica de las reproducciones musicales, sino también al deseo ardiente de oírlas, en las más excelsas bocinas que mi ingreso pudiera comprar, a to’ cojón de alto. Por supuesto que la vida urbana de Boston me vio enfrentado a varios incidentes con los vecinos del edificio y al final, aceptando que ya no vivía en La Isla, tuve que modular mi deseo. Sin embargo recuerdo encontrar solaz en haber llegado en los años de “Risky Business,” donde, la compartida obsesión de ser abrazado por Rebecca De Mornay, se completaba con la identificación de un Tom Cruise dejado solo en la casa de sus padres, sus manos en un costoso ecualizador sobre el cual se descartan todos las etiquetas del comportamiento y la prudencia que meticulosamente ajusta vientos y metales, decidiendo mejor subir todos los controles a to’ cojón y hacer su entrada, resbaloso y en calzoncillos, con un volumen en donde se pudiese apreciar todo el corazón que Bob Seger le mete a la interpretación de “Stranger in Town.” Supe entonces que el privilegio de tal ininterrumpido placer, estaba reservado para hijos en casas con huevos de cristal Fabergé, donde la amplitud de los interiores, junto con la considerable distancia entre vecinos, hacia posible vivir el éxtasis de la bien escuchada música, alta, the way it “soothes the soul”.

Hoy en día me la paso en mi biblioteca, leyendo y escribiendo como si no hubiese para luego y lo hago en el más absoluto de los silencios. Uno que logré forjar luego de treinta años de trabajo en el exilio, construyendo al fin nuestra casa en el lugar más remoto que pude hallar, le saco ahora el jugo a una paz que quizá solo pueda ofrecer una comunidad de agricultores para los cuales el tren de vida, perece modelarse sobre costumbres similares a las de cualquier montaña de Puerto Rico, a mediados del siglo 20. Me duele entonces cuando leo a mis compañeros escritores que, ansiosos por entregarse a las letras en el ratito libre que puedan tener un fin de semana, se enfrentan al vecino que decide usar el “trimmer” al mismo tiempo, o los recientes llamados a la paz que reclama una adultez, que ve en la música alta una invasión y falta de respeto difíciles de creer y aceptar. Lo más que puedo hacer y, lo he hecho, es invitar a algunos de mis compañeros escritores, los que de verdad han sido mis hermanas y hermanos en la vida real, a que se pasen una temporada acá con la familia, rodeados de tres mil volúmenes rigurosamente seleccionados a través de las pasadas cinco décadas y que podrían disfrutar, en el más dulce de los silencios. Los más importantes clásicos de la literatura, filosofía, historia y muchos otros fascinantes campos del conocimiento humano, alejados de todos ese estruendoso volumen musical al que someten las calles del país y que tanto amé y defendí, cuando fue mi turno.

hipnótico vaivén

“Ya a la decida
di una corrida;
fallé una serrana
fermosa, loçana
e bien colorada”

Arciprestes de Hita

de hipnótico vaivén

como si cadereando un sol

que extraviado en sus rebotes

parpadeara incrédulo

tanteando el horizonte

desosegado por el atrevimiento

su perdida transparencia

eclipsado a la trastienda

por menuda fuerza natural

tifón de archipiélago nombrado

hace más de un año

cuando era solo el pensamiento

el deseo que ahora

caminando hacia mi afán

de revolcado palpitar

sonríe

sellando el trono de conquistas

con artes de artificio

y reina

sobre toda aquella comarca

la del eterno verano

la agradecida sumisión

celebrando la ausencia de fantasmas

que escondidos en la niebla

plantados como árboles

en la borrosa distancia

aterrorizan sin dejar saber

hacia donde disparar

para al final

desesperado

terminar apuntando

hacia lo único que parece real

hacia sí mismo

Historias

«No es misión de los dioses nuestra seguridad, sino nuestro castigo». (Tácito. Historias, I-3)

soy el personaje de muchos cuentos

incluyendo el mío

que es una compilación de muchos otros

que no son míos

la gran mayoría son producto de la imaginación

y no los tomo muy en serio

pero para vivir

hay que escoger algunos

que también son imaginados

aunque los llamemos realidad

ver a un hijo morir

existiendo cura

es cruel historia

y sin importar cuanto la desprecie

se cumple

ser amado por todos

es buen cuento

y queriéndolo

no pasa

Café

bebimos café juntos

una vez

y fue como si la historia

nuestra historia

reencontrada al azar

se desplegará en un evento

de interminables detalles

haciendo el mapa

de nuestro ser

con tu taza repleta

cremosa

casi leche

tan dulce

casi almíbar

como me gustaba antes

como la ausencia me obligó a olvidarlo

mi taza intocable del calor

poca leche

casi negro

y con un toque mínimo de azúcar

como la lejanía me enseño a tomarlo

como tomé el aroma de tu breve beso

señalando el regreso

al opuesto andar

¿Quién limpia el polvo…?

¿Quién limpia el polvo

sobre las bibliotecas

del majestuoso trasfondo

en fotografías de profesores

intelectuales y escritores?

Quizá seamos iguales

despolvándola ocultos

en imágenes de exótica rareza.

Difícil y a la vez deleitosa

quisiera fuera bianual

y en ocasiones es

de hollín y lagartijos

irrespetando calendarios.

Alérgico a la polvadera

agotado de telaraña

han ofrecido ayudarme.

Sorpresa de preguntadores

la firmeza de mi rechazo.

Conjeturar que alguien

— con buenas intenciones —

acaricia con paño húmedo mis libros

o peor

horror de horrores

altere el orden

con tanta insensibilidad

como para desalinearlos

fuera del borde exacto de la tablilla

me produce taquicardia

y dolores de cabeza.

Peccata minuta

La fortaleza de la razón

está en el placer de revisar

uno por uno los textos.

Ritual de la frecuencia

exterminador de estancamientos

generador supremo de lecturas

génesis de mis escritos

permanente almanaque de la limpieza.

Un despliegue de u cuadrada

desde el primer libro

en la izquierda superior

hasta el último

en el fondo derecho abajo

el aseo lo dilata

un sendero de clásicos

poemas

ensayos y relatos

suficientes para borrar

una conclusión

que siempre requiere

comenzar de nuevo.

ciudad de prometido abrigo

¿te urgía matar?

es pura retórica

conozco la respuesta

desconcierta tu resonante sí

justificarás

tu idea de estabilidad

la destructora palanca

que arrancó raíces a la sombra

argumentarás insignificante

el precio en gusanos y mariposas

promoverás triunfantes despedidas a la tormenta

al salvaje barro

a la inseguridad alimenticia

con sorprendente facilidad

lograrás que te crean

recetarás mejunjes para la soledad

y a la insuficiente amistad de familia

propondrás el perro, el gato, la pecera

la jaula

aun la planta en su tiesto

de citadino cautiverio

tu lógica de gloria individual

hace mineros a los hombres

y entre tus víctimas

aterradas de lo peor

la vena que forja

escudos y espadas

te pienso en la fortuna del café

que tomo en mi balcón

en el placer de observar las cabras corriendo

tras el más verde de los pastos

los patos por doquiera

que el capricho de la lluvia

forme sus pequeños lagos

las aves del inmenso cielo

el alborozo de su breve estancia

en mi recién florecido

árbol de guayaba

Duelo de diminuto fulgor

Partiendo desde la odiada espalda del retado caballero, ambos deciden caminar hasta el final. Luego de un largo tiempo, la creciente silueta del otro, en el horizonte opuesto, los encuentra sumergidos en una profunda reflexión que parece hallar su clímax, en la maravillosa confirmación de la redondez de aquel enano planeta. Unas muy esperanzadoras recapitulaciones inundaban sus cabezas, inspiradas por las enseñanzas que las distancias y lo visto les habían mostrado. Durante la extensa caminata, la soledad y el silencio, al principio pesados, poco a poco se convirtieron en el perfecto trasfondo para saborear la asombrosa belleza de las estrellas, adentrarse en los insondables misterios del tiempo y la inmensidad, y ponderar además la diminuta, pero por lo mismo milagrosa, posibilidad de la vida. Todos los problemas, quejas y recelos parecían desvanecerse, ante la comprensión de un vasto espacio que en su magnificencia demostraba el amor como exclusivo principio y a la vez, motor de la realidad misma. Una vez de frente, observando la pistola que la mano de uno sostenía y que, similar a la otra, hace varias semanas les pareció la herramienta perfecta para el único posible desenlace de su riña, las veían ahora como una incomprensible irracionalidad. El reflejo de la mezquina lógica que logró consumirlos en pequeñeces que de pronto entendían irrelevantes. Así tal vez pensaba uno; educado, leído y de confirmado compromiso con los ideales de la equidad cósmica. El otro parecía tener pinta de ser un creído que en su ignorancia, no sería capaz de ver más allá de sus propias recalcitrantes ideas y de seguro, se la pasó todo el camino desoyendo el clamor de sus alrededores, mientras imaginaba la bala que, para el bien de todos, según el, terminaría con la vida del enemigo. Los precipitados segundos en que vieron la similar e inesperada brillantez de su conciencia en las pupilas del otro, no fueron suficientes para evitar las sombras de la vacilación que, al levantar de ambas manos, apuntar y disparar, de manera tan simultánea, como el seco golpe que sus espaldas produjo, en el recién explorado terreno. Solo el combinado destello de ambas pólvoras que como testigo, y a la velocidad de la luz, se extendía rasgando la oscuridad del cielo, sobrevivía como mensajero de un destino que con suerte, sería examinado por alguna, quizá varias de las civilizaciones que Drake, en su ecuación, había determinado, de manera conservadora, estar entre las cien millones. Fotones cargando el mensaje de una tragedia que no supo apreciar la posibilidad de sus compartidos aprendizajes y que ahora, atraídos por la descomunal fuerza gravitacional del agujero negro que, como incompresible monstruo, devora todo al centro de la galaxia y observa, con insaciable apetito, el diminuto e irresistible fulgor que amenazante insiste con cambiar, el orden de las cosas.

Laboriosa partición

Lo que ahora reconocían como cortejo, había comenzado de manera muy discreta y cuidadosa. La diferencia en edad y la distancia, hacían de la idea del romance, algo constantemente relegado al mundo de la imaginación y para ello, era preciso nunca traerla a colación. Pasaron algunos años antes de ella decir “te quiero.” Su pequeña sorpresa, mezclada con otro tanto de alegría, le mantuvieron lo suficientemente ecuánime para responderle con un “también te quiero” que, enraizado y envuelto en el esfuerzo de preservarlo todo en el reino de la amistad, esperaba sostener en jaque y a la vez abrigar, la esperanza de un eventual desarrollo. Pero esos juegos del querer y no querer, siempre terminan creando una mella que imposibilita la completa integración a otras vidas donde persista el total olvido, haciendo de los proyectos de despedida que intentaban ponerle freno al predecible fracaso, torpes malabares del disfraz. Una suerte de camuflada payasada, en donde el retiro servía únicamente para acelerar la elaboración de los discursos y justificaciones del regreso. Estas danzas de ida y venida, se fueron haciendo más frecuentes con el tiempo, alimentando un desconcierto que aprendió a encontrar paz en el idilio de la quimera; nuestra mutua e intrincadamente confeccionada fábula. Pero un sueño que a toda hora anhela despertar, rogando que simplemente fuese una mentira que se dormía, y que lo tomado por fantasía era la divina realidad misma, estaba condenado al desengaño de ambos mundos. Ese que cuando despierto solo desea la ilusión y que cuando volando en las alas del onírico sentimiento, a cada instante teme recordar que nunca ha sido ángel. Fueron entonces los poemas, las extensas comunicaciones y los literatos de todos los tiempos, los responsables por definir, desmenuzar, explicar y recomendar con sus experiencias, sus líricas y narrativas, nuestras vivencias y multiplicidad de futuros. Se indagaron las tragedias griegas, se releyeron los clásicos del Boom Latinoamericano, la poética nacional y, no conformes con las apreciaciones de los maestros y maestras de la ficción y el verso, se exploran las tonalidades de la trova brasileña, del romántico folklore colombiano y del crudo reguetón caribeño, en nuestro desesperado intento por la versión última y definitiva del mapa que de una vez y por todas, cartografiara nuestra travesía. Fácil sería haber dicho que nada de esto funcionó. Pero el drama permanecía oculto y deseoso de ser descubierto, en la propuesta interpretación y entendimiento de cada tonada. Cada estrofa y majestoso golpe de pluma que pasaba el cedazo de aprobación como lectura obligada, se transformaba en el vivo retrato de nuestro delicioso tormento. Una confirmación del gallardo delirio vivido ya por muchos y hasta quizá, por todos los que en su momento parecieron ver su destino en la avalancha de sentimientos que otro ser les provocaba. La realización de que todos y cada uno de los grandes enamoramientos de la historia, existían fundidos con lo inalcanzable, quedando solo el recuerdo. Toda partida, y su batalla inicial por despojarse de las cortantes memorias que amenazaban con desangrar cada órgano vital, concluían en el anuncio de la rendición a lo inevitable. La recapitulación de la jornada que los convierte en lo que son. El resultado ineluctable de la más hermosa y borrascosa historia que a nadie le debe faltar, al momento de tener que contar, mostrando, el barro que se coló entre sus dedos descalzos, en certificada ratificación de su paso por la tierra.

Ecos de un muy pertinente pasado

Motivado por la publicación que Eugenio García Cuevas hiciera del texto “Las cinco dificultades para decir la verdad” https://lecturia.org/referencia/bertolt-brecht-cinco-dificultades-escribir-la-verdad/904/ de Bertolt Brecht, le escribo esta nota. 

Después de todo, el riesgo de colgar en tu muro de Facebook un texto tan extenso como el de Brecht pensando tendría pocos lectores y mucho menos reacciones, no fue tan grande como el esperado, ya que a esto que llamas “el imperio de la velocidad y la post verdad,” también cuenta con indómitos que permanecen fieles, no solo a la buena lectura, sin importar su extensión, sino que también, quizá más importante aun, a una desusada costumbre epistolar, que tanto ha contribuido al mundo de las letras. Entendiendo tu temor y agarrado a la esperanza, es que en tiempos recientes he ido cambiando mi enfoque hacia Facebook, de una actitud que al principio buscaba la mayor audiencia posible, a una que procura mantener una lista más depurada de amigos, constituida por aquellos que leen y se preocupan por mantener productivas e interesantes interacciones. El resultado ha sido muy positivo. 

El principio del texto de Brecht me pareció problemático, pues comienza hablando de categorías tan abarcadoras como la verdad y la mentira, sin intentar hacer una definición clara de lo que por estas se entiende. De inmediato, intentando rellenar lo que me pareció necesario, pensé en el problema de que, sin clara definición de fronteras, cualquiera pudiera fácilmente atribuirse el control de la verdad, a la vez que señala la crítica de otros hacia sus postulados como la mentira, sin nada que le impidiera al grupo contrario hacer exactamente lo mismo. Ejemplos de esto en las redes sociales sobreabundan. Busqué refugio en una versión muy antigua de la verdad, esta como horizonte al que intentamos acercarnos a la vez que se aleja; la imposibilidad de capturarla en su totalidad y la necesidad de aceptar que solo tratamos con aproximaciones que constantemente deben revisarse y por esto, algo a lo que se tiene más posibilidades de percibir, si se hace como resultado de una larga vida de ensayos y experiencias que ayuden a definirla. Pero una vez me adentré en los detalles de cada una de las Cinco Dificultades, me di cuenta que mi temores eran prematuros, y de como Brecht, desde el primero de sus cinco puntos, pone el asunto en el contexto de los poderosos y los que sufren este poder, siendo la verdad, por definición, el discurso que desenmascara las triquiñuelas de los primeros, en defensa de los segundos. Algo que por las consecuencias de su ejercicio, requiere mucho valor. 

Haciendo de la valentía una de las características que confirma la práctica real de la verdad, Brecht desarrolla una muy impresionante reflexión en este escrito, al señalar la capacidad que muestran algunos de pretender hablar verdad, permaneciendo estos en el discurso que cuestiona la autoridad y fomenta la defensa del oprimido, pero desde una posición que procura refugiarse en las generalidades. Esto es, una prédica que se cobija bajo las grandes y loables ideas de justicia y libertad, “brechas por donde se desliza la mentira,” según Brecht, a la vez que idealiza la figura del trabajador o campesino, haciendo de su razonamiento uno que evita los detalles específicos de la explotación y los ocultos mecanismos del poder, convirtiéndolo así en inefectivo, mientras busca posicionarse en el pedestal del prócer; el rastreo de ese resquicio social que solo usa a los explotados para pavonear su intelecto, mientras se cuida, lo mejor que puede, de las consecuencias de retar de frente al poder. 

La negación que hace Brecht de la bondad como equivalente de una debilidad que evade responsabilidad en las derrotas contra los poderes, me parece otra percepción muy aguda de su parte. Ataca así la cobardía que existe en no reconocer la realidad de haber sido vencidos por falta de una estrategia efectiva, y el desliz de usar el verse víctimas de un sistema opresor, como confirmación de ser depositarios de la verdad. 

Para Brecht, la verdad tampoco puede ser obvia, pues se hace inconsecuente, una verdad de pantalla. Solo basta pensar en los llamados a la paz del Vaticano o los estudios sobre la pobreza en América del Sur publicados por las Naciones Unidas, para entender como es posible usar verdades que a la vez evitan la clara condena de los responsables, además de desincentivar la organización de los que padecen y tienen en sus manos, el poder de cambiar la realidad. Se puede hasta incluso, según Brecht, dar un paso hacia adelante, adentrándose en la identificación de los causantes y en la proposición de tareas específicas y aun así, traicionar la verdad, con la cobardía que se mantiene dentro de un marco de preconcebidos esquemas, que “viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos,” ignorando las novedosas dialécticas que los eventos del presente suelen presentar. Brecht no tiene paciencia ni siquiera para los escritores que ejercitan el descubrimiento de tan solo alguna parte de la verdad, entendiendo que representan acciones desprovistas de proyecto. 

Según Brecht, la verdad debe de ser un arma y, hacerla útil para los que la reciben, es un arte necesario de cultivar. Por ello desprecia las narraciones que pretenden explicar los abusos del capitalismo como eventos naturales o como una especie de inevitable plaga. En sus días, la ascensión del fascismo era el desarrollo político de mayor pertinencia, el cual entendía debía explicarse como una clara y deliberada estrategia del capitalismo y no como el resultado de una barbarie nacida del deterioro de elementos éticos o culturales. Sorprendentemente relevante para nuestros días, en este documento Brecht nos advierte sobre lo limitado que es condenar el fascismo, si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina y su desmantelamiento se deja en las manos de algún inefable destino. 

Es evidente que Brecht entendía la tarea del escritor como una de compromiso político con el cambio social que adelanta la justicia y por esto, diferente a otros que pudiesen encontrar belleza en la articulación de la palabra misma, sin necesidad de politizarla, demanda del que la practica, la responsabilidad de la claridad y el esfuerzo por hacer de la comunicación con sus lectores, una de eficiente descripción, tanto de los poderes sociales que determinan la opresión, como de los mecanismos para desarticularlos. Sin embargo, esto no se debe entender como una especie de prostitución del lenguaje por parte de Brecht, en favor de la causa, pues como buen autor al fin, su escrito, haciendo despliegue de su vasto conocimiento de la literatura clásica, nos ofrece buenas reflexiones en torno a las sutilezas, tradiciones y significados que cargan las palabras. Pero su compromiso con la creación de un mundo justo, quizá por la urgencia de su momento histórico, requiere del escritor un abandono de la literatura oscura y de difícil interpretación, en favor de una belleza que se revela en la cristalina comunicación. 

El ingenio de Brecht, como las ascuas de un fuego artificial que estalla en el espacio, brota por todos los rincones de este escrito, y su capacidad para ir mucho más allá de lo comúnmente aceptado como correcto entre las filas de los revolucionarios, hacen de esta publicación un inevitable tratado que conecta nuestros presentes rompecabezas políticos, con las generaciones de rebeldes que a mediados del siglo pasado, tuvieron que también descifrar y definirse, frente a la consolidación del fascismo europeo. En el plano literario, la lectura de estos apuntes me mantenía regresando a la realización de que es un poeta el que escribe, alegrándome en la oportunidad de poder leer a uno de esos maravillosos e infrecuentes seres, capaces de mover con palabras, no importando el género que usen. 

Al final de cuentas, se hace patente la edad de un texto tiene más de 85 años de escrito, cuando el llamado que con tanto vigor hace Brecht de decir la verdad con valentía, especialmente a aquellos que sufren del status quo, choca de frente con la capacidad de hacer verdad de la mentira que nuestro siglo ha desarrollado. Desenmascarar a los poderosos con verdades tan valientemente escritas que sirvan a los oprimidos para entender la presente situación, se ha convertido en un ejercicio de limitada efectividad, frente a inmensos sectores de la población que, a brazo partido, defienden a sus opresores y condenan a todo aquel que quiera cultivar alguna manera diferente de ver las cosas, como el verdadero enemigo. Desde nuestra presente óptica, la reflexión de Brecht es aun valiosa como punto de partida que desnuda algunas prácticas de la oposición como falsamente revolucionarias. Pero en lo que respecta a la esperada reacción de parte de aquellos que con su trabajo sostienen a los oligarcas, permitiendo estos y hasta celebrando la expropiación de sus riquezas, en apoyo a un sistema que piensan es el mejor, el texto requiere una urgente actualización. 

El día que partió El Cantante

La cuesta de la escuela Parkville en Guaynabo desafiaba la imaginación. Mi mirada quedó atrapada en aquel asfalto, desde la primera vez que la vi, pensando que la falta de tráfico era señal de la imposibilidad de que un automóvil pudiese conquistarla. Recuerdo dilatar mi camino a clases, en la espera del primer vehículo que probara la existencia de aquel pedazo de carretera, como otra cosa que no fuera el resultado de algún pretendiente de ingeniero haberse colado como director de un proyecto diseñado para la repartición de presupuesto gubernamental, entre amigos del entonces secretario de obras públicas. Claro, esta reflexión es tardía y la añado hoy, 46 años después del evento. Aun así, el asombro de adolescente fue real. Caminar cualquiera de sus dos aceras, tanto hacia arriba como hacia abajo, era un reto que necesitaba preparación y práctica. Décadas después la recordaba en los inviernos del noreste norteamericano, cuando los helados pavimentos hacían del caminar sin resbalo, una destreza de impostergable orgullo. Una cuesta como la de la Parkville, jamás existiría en Nueva Inglaterra.

En aquellos juveniles años en donde aun no conducía, aprendí que los fiebrús la usaban para probar sus habilidades con los carros estandar. Pero mi inexistente experiencia al volante me limitada el entendimiento de tal reto. Años después lo vi con claridad, cuando mi primer instructor me hizo apagar el automóvil en medio de una cuesta y probar que lo podía arrancar, desde tan retadora posición. La cuesta de Parkville permanece presente siempre que manejo caminos empinados y, en no pocas ocasiones, procuré impresionar a la que me acompañaba subiendo cualquier cuesta, con mi habilidad para mantener el carro prendido en la pendiente, sin freno ni emergencia, tan solo con la maestría de sostener el balance perfecto, entre cloche y acelerador. Hace mucho tiempo abandoné tales payasadas, pero existe una cuesta en una pequeña ciudad asiática de mi presente que, para aquellos que conocen la manera como se maneja por estos lares, les será sencillo entender como la cuesta de la Parkville persiste fresca en mi memoria.

La mejor manera de enfrentar la cuesta de la Parkville, era por los escalones que, paralelos a esta, existían al otro lado de la verja que dividía la carretera y la escuela. Eran agotadores y por lo regular, una vez se subían en la mañana, se tendía a permanecer el resto del día escolar en la terraza superior, donde estaban los salones de clase.

Lo primero que se encontraba un estudiante, luego del sudor matutino que provocaban los benditos e inevitables peldaños, era un área de recreo que consistían de una pequeña plaza apretada junto a una cancha de baloncesto de un solo canasto, con algunos bancos alrededor. Era regla conocida por los jugadores que, el que dejara ir la bola por las escaleras durante un partido, era responsable de salir corriendo a buscarla con premura, pues si se tardaba, la bola cogía velocidad con la cuesta y había que correrla por varias cuadras, antes de recuperarla. No pocas veces el balón, en alguno de esos piquetes inesperados que producían los escalones, iba a dar a la carretera, produciendo conmociones de tránsito que eran legendarias.

Al final del día escolar, los escalones sabían a bendición, pues no solo eran cuesta abajo, sino que también eran el inequívoco signo de una libertad que abría el resto del día a mi imaginación de adolescente. Una o quizá dos veces por semana, la escuela terminaba para mi primero que para el resto de mis compañeros, pues tenía por costumbre cortar el último período de salón hogar, el cual no contaba para nota y que, hasta el día de hoy, me pregunto cuál sería el administrador que decidió tenderme tan dulce tentación.

El final de los peldaños representaba el principio de una aventura que, a pesar de tener pasos relativamente definidos, estos se daban en el contexto de una caminata de unas dos o tres millas hasta mi casa, en las cual la sorpresa siempre rondaba. Sin embargo, eran sus premeditadas estaciones y rituales, los cuales, por estar en su totalidad determinados por mi mismo, me brindaban placeres que aun entibian el corazón con dulces recuerdos.

La Parkville y el octavo grado representaban mi incursión en la escuela pública, el momento que marcó la debacle económica de una familia que hasta entonces, no había tenido otro consideración diferente a la de costear mis matrículas en escuelas privadas. Ese fue el sello de la nueva clase pudiente del país que, salidos de la montaña y alimentados por los salarios que la educación universitaria brindaba, buscaba demostrar su adquirida posición social con hijos en colegio. Pero la apuesta política del país resultó engañosa, y el sueño de enriquecimiento más allá del salario que el comienzo de un negocio podría traer, pendulaba frente los ojos de mis padres, llevándonos al fracaso de la quiebra financiera y a mi, a lamentar el fin de lo que se había creído, era una educación privilegiada.

El primer tramo de las siete u ocho cuadras que me alejaban de la cuesta de Parkville, camino a casa, también lo acercaban a la esquina con La Esmeralda; avenida desde la que podía ver el colegio de monjas donde hice el año anterior, el séptimo grado. Con los meses abandoné la práctica, pero al principio no podía evitar visitar los portones del antiguo colegio y saludar a los viejos compañeros, así como a las queridas maestras. No todas moraban en el buen recuerdo. Supe vivir favoritismos y desprecios sin disimulo, de maestros que en estos tiempos encontrarían más difícil ejercer su descarado abuso. Pero los que me dieron cariño eran especiales y al verme, mostraban calor y alegría, junto con una tonalidad de pena, por la suerte que me había tocado, de ahora tener que sufrir la pobre calidad de enseñanza que ofrecía la escuela pública del país.

En mis pasados tiempos de colegio, el presupuesto familiar daba para incluir trasporte privado. Una pareja ya mayor, de algún sector desaventajado del área, se consiguieron una van y, astutamente, se supieron promover entre los abogados, médicos, banqueros y empleados gubernamentales que tenían a sus hijos en el colegio. Así que, por agradecimiento a la confianza que mis padres tuvieron en ellos durante mis anteriores grados, cuando me veían merodeando las viejas esquinas del colegio, me ofrecían pon hasta mi casa. Por un tiempo lo acepté. Pero con el pasar de los meses lo evitaba; en parte por pudor de recibir de gratis lo que era la fuente de sustento de aquellas buenas personas y en parte, porque aprendí a disfrutar de la soledad y espacio para pensar que me daba, aquella larga caminata de dos o tres millas.

Otro tramo de unas seis o siete cuadras desde Esmeralda, me llevaba a la Alejandrino, desde donde podía ver el pequeño colegio privado que manejaba una pareja de recién exiliados en el país y en donde hice desde mi cuarto hasta el sexto grado. Ahí me esperaba el mas suculento tramo de la caminata; el largo Apolo que me llevaría hasta el expreso y de ahí, al barrio donde estaba el recién enclave urbano donde vivía. La Avenida Apolo era especial. Era donde tenía la oportunidad de sumergirme de lleno en mi música. Eran tiempos donde no había ni caseteras portátiles, ni presupuesto para cargarlas y, el radio de transistores que tenía, con un simple cable que lo conectaba al oído, había muerto. Solo restaba mi propia cabeza y el ocasional tarareo, en una memoria que exprimía el jugo cultural y simbólico de cada estrofa, múltiples veces repetidas, de mis canciones predilectas. Entre todas reinaba, por supuesto, Che Che Colé. Donde cada verso iba cayendo en tiempo y casi perfecta sincronía, con su respectiva cuadra. Su comienzo traía un rítmico misterio en el cual, rindiéndose ante la imposibilidad de descifrarlo, estrujados trombones intercambiaban notas con un piano que luchaba por destacarse, entre los pequeños metales de pandereta. “Uba tila ma teyón, tira, arí man dea. Umba Umba te teyeo.” Jerigonza de oculto origen que, más allá de sugerir que la canción era creación de la banda con intención de emular a África, tuvo que esperar algunas décadas para descubrir que fue tomada de una danza y ceremonia real, en algún lugar del continente del antiguo. Costumbre que también luego aprendí era común de un Willie Colón que robaba y grababa temas de Chico Buarque, sin nunca reconocer ni autor ni origen, permitiendo que todos pensaran, eran suyas.

La canción hablaba de bomba y de baquiné, y me regocijaba en ya saber el origen y significado de ambas palabras, pintando con la memoria el cuadro de Oller que había visto en fotografías, junto con el recorrido visual por cada uno de sus personajes, terminando en el pequeño que adornada la mesa central. Entonces hacía la conexión y me esforzaba por no perder la tonada, al recordar al glorioso Harlow y la muerte del Negrito Ñeñeré. Esto ya casi marcaba la mitad del camino, en donde un modesto grupo de tiendas tenía como centro un supermercado, manejado también por el exilio en el país, en donde una vez salí sin pagar un mandado de carne, pues al preguntarle al carnicero por el precio, escuché que dijo “por la casa.” No pude entender la razón para tanta generosidad, aunque sospeché podía ser una promoción por la apertura del nuevo local. Luego mi madre, intentando descifrar tan misteriosa movida, dio con la clave de que el carnicero tuvo que haber contestado “en la caja” a mi pregunta. Demás estaría aclarar que esa fue mi primera y por algún tiempo, última vez, enfrentando las carnicerías de los supermercados y el extraño sistema de cobro que tenían.

En tiempos en donde las letras de las canciones no tenían la disponibilidad del presente, su disfrute dependía de repetir lo que el oído percibía. Por ello cantaba, “che che colisa” en lugar de che che cofriza, “mongi salanga” por coqui saranga y “caca silanga’ por caca chilanga. Pero lo peor, descubrí con los años, venía con, “arere que duro eh, ere tu mira pa’llá, al estilo africano” cuando la letra original era “ayeiyeee, (a ver e’ tu lo ve). Oye tu sentado allá, pareces venezolano.”

Para esta alturas iba llegando al final de La Apolo, hasta aquella vez que, entrando a la marginal del expreso —construcción minimalista por casualidad, de nada en sus paralelos— cae el típico aguacero selvático, tropical, como quien dice, a cántaros, sin techo para resguardarse. Es entonces cuando mi mochila verde, mi favorita, la querida que por algún tiempo ya me acompañaba, decide descargar en mi blanca camisa de uniforme escolar, por el peso de la lluvia, la tinta azul de los nombre que con mucha paciencia y pensamiento, había escogido y escrito con emoción, en la parte atrás de su bulto, el que siempre tocaba su espalda. Su madre no estaría contenta, pero al llegar a la casa y quitarse la camisa, podía aun leer con claridad, en el leve y corredizo añil, los heroicos nombres de, Luis Brignoni, Michael Vicens, Neftali Rivera, Carlos Bermudez, Ruben Rodriguez, Ruben Montañez, Hector Blondet, Jimmy Thordsen, Mariano Ortiz, Teo Cruz, Raymond Dalmau y José Pacheco. Recordó con inmediata alegría la noche que Teo Cruz fue a dar una clínica a la cancha de la urbanización, la incredulidad ante su altura, y la vez que se topó con Neftali Rivera en un ascensor y de igual manera, pero diferente, la sorpresa de su estatura.

Esas eran las tardes de caminata luego de la escuela. Las mejores memorias de una soledad que con los años descubro venía tal vez de fábrica, pues me ha acompañado en todo lo que toma reflexionar, leer y escribir cosas como esta, por más de cuatro décadas en el futuro. Incluso la historia de aquella vez que saliendo de la escuela, se despidió como siempre de la cuesta de la Parkville y al final del último escalón, estacionado junto a la acera, pero con el motor encendido, estaba el caballero de traje y corbata tras el volante, esperando y con cara de confundido que, haciéndole señas le indica que está un poco perdido y que necesita llegar a Los Filtros. Como estudiante de intermedia y sin carro, no tenía un conocimiento claro de la dirección, pero si había prestado atención a los comentarios de adultos que, al pasar en dirección a los chicharrones y cerca de las ruinas, había un desvío que llevaba a los mentados Filtros. Le hice saber mi inseguridad al conductor y traté de explicarle lo mejor que pude como llegar, pero aun confundido, el señor mayor, de traje y corbata, me pide que vaya con el y le indique, y que luego me lleva hasta mi casa. Dudé, pero a la vez pensaba en la imposibilidad de que un ser tan educado pudiese buscar nada más que una honesta dirección y accedí montarme en el carro. La conversación fue amena y es sorprendente que con tanta memoria para los eventos de aquella parte de su vida, no pueda precisar exactamente que sucedió después. Solo recuerda que se hizo evidente que no iban en dirección a Los Filtros, cuando se cuela una oferta de dinero, creo que de unos veinte pesos, y algo en la forma de organizar las palabras y gestos que escuchaba, me dio mucho temor, a la vez que, mientras le exigía me llevara a mi casa como prometido, mantenía una incontrolable erección, la cual el señor de traje y corbata se le hizo imposible obviar.

Calculé que no podía abrir la puerta y tirarme en medio del tráfico y, la verdad es que mi pánico se mantenía en jaque, por la amabilidad que mostraba el señor de traje y corbata. Según le indicaba las direcciones hasta mi casa, Alejandrino, Apolo, el expreso, pensaba en el dilema de que le estaba revelando mi lugar de residencia al amable y aterrador señor, el cual no puso mucho obstáculo a mis exigencia, las que permanecieron enmascaradas todo el camino por un insumiso roble que entre mis piernas, amenazaba con desgarrar el apretado mahón escolar. Decido pedirle que me dejara un tanto alejado de mi casa y este accedió, no sin intentar una última oferta de ahora treinta pesos y la mención de mi precoz y descomunal miembro, su visible viscosidad y la consideración que debería darle a su significado. Me negué, ofendido y con firmeza. Me bajé del carro del señor de traje y corbata y caminando con lentitud, calculando el tiempo que ese impensable automóvil necesitaba para alejarse y que pudiera ir y buscar refugio en mi hogar.

Aun le faltaban algunas caminatas antes de terminar el año escolar y moverse al lejano edificio de la superior. Todas ellas se hicieron muy de prisa, con amplios ojos que intentaban todo ángulo con simultaneidad, sumergido en un silencio el cual ya no ocupaban ni Héctor Lavoe ni el equipo nacional. 

The Mighty Pen

Marginalia

una nota de Joyce

en un manuscrito de Ulysses

de fuga per canonem

monta a los estudiosos

en un viaje de 80 años

sin acuerdos mutuos

año 1417

en un húmedo sótano

de un oscuro monasterio alemán

reencuentran a Lucrecio

una copia llegó a Maquiavelo

sus notas al margen

la génesis de El Príncipe

la Librería del Congreso tiene 

Ensayos Alemanes de Lagarde

la copia del joven Hitler

364 páginas de sus apuntes

continuaré mis anotaciones

puede que multiversos 

dependan de ello 

Parcialmente Nublado

Desde temprano supiste que te quise. Yo, bajo tus holgadas vestimentas y gruesos lentes de universitaria, sabría adivinar una belleza desapercibida, que para mi suerte, coincidía con tu descubrimiento. Una piel que con electrizante novedad, se rendía al flamante y fugaz milagro de ser amada. Preferías la intimidad pasajera. Los libros de literatura italiana que abrazabas en camino al aula, servían de muro protector. El inmutable arraigo a un futuro del que con ojos de exploradora, habías ya trazado el mapa. Eras el despliegue de quien en público gustaba de ser sombra. En nuestra soledad, eras otra cosa. Un hondo torrente de sancionada promiscuidad donde nos permitimos el engaño de ser los únicos. Por amarte, siempre deseé más de lo que en el encierro dabas. Esas paredes de cualquier habitación que hasta hoy testificarían, que lo tenía todo. Pero tus ropas representaban el fin de mis accesos. Como si hace tan solo unos minutos no hubiese acariciado todos los deslices de unos labios inundados en desvergonzada humedad. Tan larga había sido la morada en tu anonimato que ahora, lo transformabas en el refugio al que regresabas luego de entregarlo todo. En la calle, no me pertenecías, pues en la salida que marcó el debut de la suelta rienda que le diste a los sentidos del placer, habías también decidido no ser de nadie. Sabía que era así, aunque me negara aceptarlo. Por ello mientras te quería, a la vez te perdía. De lejos te miraba, sin que supieras, caminando orgullosa de tu nuevo paraguas. Un día, mientras te dejaba en clase, pido prestada tu adorada posesión, pues antes de regresar a buscarte iría al almuerzo y presentía lluvia. No llovió, y al verte salir del salón descubrí en tu rostro que había olvidado el paraguas en el Burger King. Fingiste perdonar. Décadas después te encuentro y en mis esfuerzos por controlar unas eruptivas conjugaciones sobre la lejana emoción que jamás partió del todo, sentía que aun debía disculparme, por haber extraviado tu paraguas.

Papel de Rosetta

Sin tecnología capaz de leer el deteriorado registro digital, los investigadores del tercer milenio se enfrentan a un pasado que parece encerrar el más grande de los enigmas y, aun cuando los dibujos en las cavernas persistieron, así como los tallados en piedra, rellenar la laguna de información arqueológica que existe entre estos y nosotros, se convierte ahora en campo de inmensa atracción intelectual.

Filosofía, Cultura y Corrupción

El médico y su paciente son como el pensador y su sociedad. Educado, el buen galeno aprende y confirma con la experiencia, la importancia de pensar su práctica en el mayor posible de los contextos. Un tratamiento que se limite a reaccionar ante la emergencia médica, con frecuencia se ve obligado a tomar drásticas medidas que pudieron evitarse, si una conciencia de prevención hubiese estado presente. El cáncer, por ejemplo, en ocasiones nos toma por sorpresa. Pero en múltiples casos es el resultado de costumbres y opciones de vida que, con todo lo que se conoce, ya han sido identificadas como agentes que incrementan las posibilidades de desarrollar la enfermedad. Esto es cierto para una multiplicidad de condiciones como hipertensión, diabetes y demás. Si existiese un entendimiento claro a nivel tanto personal como de la sociedad en general —sueña el médico— sobre las consecuencias de los hábitos alimenticios y rutinas diarias, especialmente en los primeros años, el número de enfermedades crónicas con que habría de enfrentarse, sería mucho menor. Desafortunadamente, para cuando el enfermo llega a la clínica, por lo general la dolencia está en un estado tan avanzo, que el tratamiento no tiene opción más allá de ser agresivo, aun con las consecuencias de sufrimiento en otras partes del cuerpo, efectos secundarios y deterioro en la calidad de vida que el paciente tenga que asumir, si es que se quiere tener una oportunidad para seguir existiendo. El pensador crítico, también educado y ducho por experiencia, conoce a plenitud la serie de males sociales que pudieron haber sido evitados, si tan solo la atención de una buena educación hubiese sido parte innegable durante los años iniciales de vida de todo ciudadano. Por esto, de la misma manera que un doctor no puede ir atrás en el tiempo del paciente, asegurándose que los comportamientos que desembocaron en la condición que hoy lo obliga a destruir una buena parte de células saludables, con tal de asegurar que elimina las cancerosas, un filósofo social tampoco tiene posibilidades de arreglar un problema de corrupción gubernamental con ajustes en la infancia del burócrata, quedando así sin otra salida más que extirpar del aparato gubernamental, el tumor que permite tales acciones, aunque esto signifique abrazar una urgente prioridad que parezca impedirle dedicación, también plena, a la tarea de corregir los elementos culturales que corrompen —aun con sutilezas que parecen promover identidades previamente silenciadas, enmascarando el crecimiento de tan solo un puñado de cuentas bancarias— el corazón de unos jóvenes que más temprano que tarde, tomarán las riendas del país. No es bueno que la formación de nuestros niños esté a la merced de una industria del entretenimiento que, sin importarle las consecuencias de lo que ofrece, solo piensa en sus ganancias monetarias. No se puede olvidar. Es la base preventiva que el médico muy bien conoce. La urgencia que, en momentos de salvar al paciente, entiende la necesidad de hacer secundario todo lo demás, termina contribuyendo a la perpetuación del círculo vicioso. Un médico de emergencias también sabe que se pasará toda la vida arrancando eludibles tumoraciones, si con esto desestima la educación de niños y jóvenes. Así también, la batalla urgente e impostergable contra la corrupción que desatiende las vías por las cuales se promueve y reproduce una civilización depravada al servicio de los poderosos, termina alimentando el monstruo de las mil cabezas que vive feliz pues bien sabe que, en cuando se le corta una, le aparecen diez más.

Intellectual Democracy

Cover Design: Judit Fernández Jiménez

Translation from Spanish: Nora Pasternak

Table of contents:

Coloring outside the lines

The Twilight of the Cemeteries

Notes for a Definition of Hell

Infusions of Heidi

Paralleled Shadows

Insular Youth

Childish Behaviors

Recovered Friendship

ReTURN

Forgetting the Establishment

Extended Metallic Auto Requiem

Precipices

Press Release

Celestial Pasture

Loves That Kill

Spherical Passions

Tiago

New Eyeglasses

Xenophanes’ Sun

Imagination

Master Oath

Treat(y)ing of Philosophy

Intellectual Democracy

Intellectual Democracy by Ricardo Vega: Or coloring outside the lines

Rubis Camacho

Intellectual Democracy, the text with which Ricardo Vega made his formal way into the world of literary publications, is a wonderful universe tinged with nostalgia, demands, existential questions, worldviews sculpted at a distance from a country that haunts him and also dwells in him. It is a loving compliment to a paternity bestowed on him later in life and which spreads tenderness to all things.

Therefore, when embarking in the adventure of reading these essays, stories and poems, the reader will experience their impact on the accustomed inner quest in search of self to which one surrenders when facing a text. In my case, my immediate desire was to write a letter to this Puerto Rican author who has lived in Boston for decades. Yes, the epistolary forms allow a certain intimate delight, which could well replace the warm embrace that distance withholds. It would be a bulky letter with questions, concerns and, above all, gratitude for the affirmation of a Puerto Rican community, which faces the Exile with wide eyes open and an inquisitive spirit.

Vega interrogates life, its mutability, with the mindset of a skilled intuitive, a maverick and a man who carries his roots in his memory recognizing the value of the inherited. So he moves genially in the genre of the essay; word whose etymological origin must be related to the Latin word exagium, which means weight, but a weight relative to the coins and metal used in them, that is, the gauge or value of a coin. Thus, the essay is valuable because the author’s opinion is calibrated in it. Ricardo Vega achieves, in the words of Ortega y Gasset, a dissertation of scientific nature that does not override the author’s subjectivity.

In the “Twilight of Cemeteries”, he fuels the concern with the mystery of death. The image of a human being facing a dead body permeates the dissertation. The author underscores the modern irreverence toward the bereavement rite and invites us to avert the emotional numbness “public death” imposes on us as a society. It’s a historical essay of overwhelming hermeneutics.

“Infusions of Heidi” exercises the unspeakable of pain. The author joins the suffering of Heidi J. Figueroa Sarriera, a cancer patient and friend. He communicates with the enemy who barracks in her body like in a wasteland. “So much love and such helplessness before death!” (Vallejo). However, like the poet, he discovers that solidary love is what gives meaning to suffering and vindication to death “Then all the men on Earth surrounded him; the sad dead body saw them, excited; he joined slowly, hugged the first man; and then, began to walk” (Vallejo).

The writer then directs his energies to “Recovered Friendship”, a critical analysis of “Treacherous Stories”, a bunch of stories I wrote in 2010 and as foretold by Puerto Rican writer Emilio del Carril, brought me great satisfactions, among them, the literary reunion with Ricardo. For obvious reasons I will not comment on the content of this book (the reader can judge my text), but I will do so as it pertains to the rigor of Vega’s analytic process. The author effectively builds his theory on the basis of my personal history “Then, it’s pretty obvious to me, when I read “Treacherous Stories” today, how these began to write themselves 35 years ago.” With enviable memory, he paints the religious scene, perhaps somewhat syncretistic, in which we develop a new spirituality in light of our camaraderie, encumbrances and individual approaches toward like-minded groups (it was a sweet and juicy time). He examines swiftly the front cover and each line of the stories, the language, the themes, the biblical references and points out my endless dialogue with the religious inconsistencies and my own. Vega investigates my ideological lines, selects favorite stories, and introduces story segments on his Facebook page. He plays as if a child who throws multicolor balloons into the air, leaving me, at the end, bare-naked on account of his accurate guesses… and thus he favors me with one of the most thorough and comprehensive works ever written about “Treacherous Stories.” Of course, the debt cannot be paid.

“Notes for a Definition of Hell” is an essay where Vega demonstrates the efficiency of “bad language,” He expounds it as an excellent tool of an autochthonous expressive power, also to be used when the text requires it and when in pursuit of a distinct effect. Humor offers nuances, it launches us into a strident world; it summons and deciphers us with an altered kind of aesthetics. In essence, he sheds light on the fact that “bad language” exists within the contexts of power and cuts without anesthesia.

“Insular Youth” and “Going Back” are essays-reviews of nostalgia and rescue of the Caribbean land. With the eyes of Jose Rodriguez, author of “Giant Footprints,” he brings us back the Carolina of olden days, with its popular characters and its beloved landscapes. Vega vibrates along with Rodriguez, enjoying and longing for the distant island.

The author’s analysis of our notion of children in his work “Childish Behaviors” is fully disquieting. The text pours out of the teacher’s eye, whose vocation is unremitting. He observes and understands his students parting from alternative viewpoints and challenges the systems that automate and nullify their natural curiosity. I imagine his eyes (so horizontal and oblique) contemplating, from a window or an aisle, the group of boisterous kids.

Several excellent stories appear in the book (“Paralleled Shadows,” “New Eyeglasses, “Spherical Passions,” “Loves that Kill,” “Celestial Pasture,” “Extended Metallic Auto Requiem” and “Press Release”). They stand out for their mastery of synthesis, a requirement of any good storyteller and, for the originality in the selection of the narrative voices. The element of intensity, about which Poe spoke, develops on each story until it triggers a stream of emotions. Isn’t it the fundamental task of art to move us emotionally? These stories are based on a painstakingly thought out language. Vega does not leave room for digression. He knows that the story is an arrow that, without deviation, must reach the target. The story “Paralleled Shadows,” is simultaneously hard and soft, inspired by the golden curls of his son, this is, from the depths of his soul. The stories run parallel in this narrative. I trembled reading “New Eyeglasses.” The reading of this an extraordinary text caused my sense of strength to falter. A burning library must be a traumatizing experience to witness, for those who could not face life without books. “Celestial Pasture” brought me special enjoyment. Two of its elements were very impressive: the recreation of the act of copulation on the countryside and the cow as protagonist narrating it with unmitigated rationality. In “Spherical Passions” Ricardo Vega practices the obsession for the object, symbol of the memory and of the stages of growth and life cycles. “Love that Kills” is a literary call for food sanity, the revision of Western habits and their consequent effects. The atonement of innocence pervades the narrative voice and teases the reader, until we understand its malevolent power. The Puerto Rican, in its oppression, waiting in the distance for the natural evolution to freedom for which all people should arrogate, is illustrated in “Extended Metallic Auto Requiem” and “Press Release.”

“Imagination,” “Treat(y)ing of Philosophy,” “Masterly Oath” and “Intellectual Democracy” are some of the poems that complete Ricardo Vega’s first book. The author disrupts the ordinary, transgresses, subverts and inverts orders and visions with utmost precision. “I grew up and during my first time of wearing uniform, saying nothing, sitting down and waiting for my turn, appeared out of thin air…”(Intellectual Democracy). The school is an essential part of his life and the inspiration for many of his poems and thoughts.

From his writing, this maestro looks outside the lines and invites us to prod strongly those who sleep. This book is not merely an aesthetic exercise, is the product of many years of thinking about life, many readings under a sky of self and others, vast exposures and countless surprises.

Go out into the world with the full force of those who believe that writing saves and transforms lives.

The Twilight of the Cemeteries

“Death, with its impeccable function of artisan of the sun, carves heroes, makes history and gives us a place to die in this land, for the future.”

-Eduardo Ramos, “His Name is People”

We not always buried our dead. Resembling a wild animal facing the lifeless body of another of the same species, we continued our journey without goal or concern other than food to satisfy our hunger. At some point, we stopped and if only for a few minutes, perhaps seconds, we changed in an instant. When we allowed room for the feeling that something was fading away with the inanimate body, a whiff, a tiny flash of a new consciousness emerged and our humanity found fertile ground.

We were not fully human yet. Still today, chimpanzees and leopards, as they persist on pushing their newly dead offspring with their snouts and paws, show us how they also since ancient times have felt the incredible and confusing loss of kin. However, we, on the way of becoming who we are, took a step further than other living beings when we began to bury our dead.

Although, we were only still Neanderthals, we already possessed the spark of the future. We moved slowly from indifference to the corpse, with tentative compassion, without quite managing to abandon it completely, for we retained the apathy and growing irreverence as a gift to the deaths of others. The appetite for understanding and interpreting death, developed during the original evolutionary steps of our upward slope remained and it became the forging force in the earliest civilizations. The Egyptians built their culture and society around that very concern. Their focus with the hereafter was the driving force that raised pyramids, justified pharaohs and prompted all citizens to ensure that their deceased relatives were properly prepared and buried with all necessary provisions and guiding elements for their final journey to the stars.

In their culture, the tomb raises to the zenith of its meaning and since then, we imitate, even if in a progressively degraded manner, the Egyptians invention. The practice of abandoning the body, with its assured exposed raw decomposition, became no longer conceivable and the conservation of the deceased’s body became essential. Even thousands of years and kilometers away, the Maya do the same. Their large pyramidal mausoleums were also reserved for the powerful, albeit, any Mayan family shared in the moral obligation to bury their kin, even if in the floor of their house.

Initial victims of a new human strategy, where a few seek ways to control the religious, political, military and economic elements of the pre-Columbian reigns to their advantage, the dispossessed would not allow their poverty to inhibit their proximity to the resting body. As time went by, they began designating a sepulchral spot in their limited residential space, moving the bones of the grandmother into a corner, making space for those of father. Even fetuses and children, who died very young, received the esteem and honor of being buried in exquisite vessels.

The advent of religious ritual and agriculture marked the arrival of the cemetery plot dedicated to the deceased, along with meeting points for those still among the living. These arrivals also cemented the ongoing tradition learned by preserving the memory of the departed. This is a legacy bequeathed to us by a community that irrevocably leaves its nomadic crossings, thus, bringing on the Neolithic Revolution. The current cyber revolution, with its divisive force, replacing the actual event for the virtual, threatens to complete the gradual abandonment of the burial ritual. This slow process started at the end of antiquity; it waives the active practice of preserving a memory grounded in an event with geographic permanence and aims to transform the protocol related to death and the disposition of the body’s remains, into an event belonging to the realm of the imagination. Today the knowledge of others’ deaths is instantaneous. This awareness is massive and far beyond the immediate family, which prods a diluted and ephemeral “like” on Facebook and allows us to continue with the other things we have to do. We proceed with our daily routine while simultaneously, intending to maintain and meet the required expression of sorrow the burial ritual demands.

The practice of cremating corpses against the increasing scarcity of land is a transitional exercise that exempts the grave. Appropriating the cemetery for ourselves, we rehearse a brief return to antiquity, this time placing the ashes in elegant urns, which complement the décor in the rooms of our homes. Modernity at its core, with its fervent repellence of morbidity, prevails and tends to usurp the taste for such practices, propelling the vast majority of people to spread corporal remains in the air over the sea or on any landscape, thought to be pleasing to the deceased.

A new ethic manifests itself. Human remains lost their place in the purlieu of families, cultivating the concurrently innovative and ancient conception that we return to the place from where we left. We got used to hear the Roman envoys for Christendom say dust you are and dust you shall become. Today, we pretend a greater sophistication and understanding, as we see ourselves as a group of atoms created in the stars continuing their journey of return and recycling. It would seem the Egyptians and the Maya are not as far from us as we had thought. Moreover, even without having become accustomed to the new way of disposing of our loved ones, it inherently places us in a trajectory of discarding the contemplative traditional death experience.

Nowadays, there is no time to reflect, even less time to cry and mourn human loss in lengthy lamentations. It is necessary to act quickly and carry on. Nor is there much time or space to gather the family; they are all away, scattered and above all, very busy. The ritual of death is remote and access to networks offering the family a convenient distant rite, also scales it up into a virtual wake in which all of us are offered the opportunity to become temporary family members of the departed. Fame ensuring a passage to the other world shared by hundreds of thousands through electronic monitors is not universal. It’s almost as if one, while living, must have cultivated a niche in the cultural imagination of a people that eventually will grow curious about the morbid details of their idols’ departure.

Common to our era are instant idols. The nature and circumstances surrounding their deaths acquire the right to an immediate funeral ritual and a virtual mass burial. This implies that the vast majority of deaths in the world occur in the most consummate anonymity. The bulk of humanity is thrown then into the mass grave of the inconsequential, also virtual. The faceless, those in the common pit, are swallowed and disappear with relative ease. Sometimes, we may experience hurt, get offended or feel enraged when we learn of the thousands of children dying in Africa caused by senseless and unnecessary hunger or other similar situations. Perhaps, we witness an instance where we see the hypocrisy of tears incited by the insane killing of children in our own backyard and particularly if they look like ours, but then again, those who die courtesy of our guns in the distance, appear to be more easily disposable.

What is this evolutionary path in which we have embarked by engaging in these new forms of goodbyes and dispatching those who are gone? Famous and anonymous deaths are displayed on the virtual scenario. Both are changing how we define and mold the world, who we are, who we will become, who we would like to be or pretend to be. Becoming instant relatives eliminates the possibility of knowing who the diseased really was. Our experiences did not include ever sharing a table, a classroom, a brother or a bed. Then we can but as quickly as possible, as required by the current cybernetic, create a fast sketch of the person who died and immediately develop an analysis, along with conclusions, perspectives and recommendations on how to proceed. All the former, based on what we establish supersonically.

These fast creations cannot but live within our schemes and interpretations of the world and therefore, have no choice but to respond to a personal agenda. This is the way we approach now, people’s death for the benefit of promoting our ideas, whether these are praiseworthy or not. It is impossible for us to treasure the memory of the events we shared with the deceased and that influenced our being; we did not know them. The new extended family built no tradition or continuity and, we are not responsible for the widows and children left behind or of guarding the survival of a specific lineage of thought that the deceased struggled to make clear and leave as legacy. The death of the other is now ours and we will use it as best as it suits us. There would be others that would take care of their loved ones, as a byproduct of our abandonment of the intimate ritual of burial and the quiet loss of the cemetery.

In this instantaneous reality, which abhors the act of allowing the required time for almost anything, mediocrity proliferates. The fast point of view dominates the landscape and everyone who has access to a keyboard or microphone hastily claims to have an innate wisdom, which, must be heard, applauded, shared and promoted. The abandonment of physically participating in the burial of our dead while appropriating the privilege of being part of his or her funeral, it’s a simple sign, among many, of the transformations currently affecting our sense of what it means to be human. Many old cemeteries are still preserved, but these mostly remain as monuments to the memory of who we once were and have little chance to be again. They are historical relics, even meeting points, but this time, for tourists.

The ancients attributed to Pythagoras and his followers, the introduction of the idea of reincarnation in pre-Socratic Greece. It was already known this was not their original concept. Tradition has Pythagoras travelling throughout Egypt, Babylon, Persia and possibly India, places where he learned all these notions, to introduce them later in Samos and Crotona. Pythagoras’ particular approach to mathematics and the central role that they play in nature’s mechanisms stemmed from what he learned in his travels. No mainstream scientist today takes the idea of reincarnation seriously. However, our modern mentality, based on the identification of patterns and laws, clearly answers to the Pythagorean heritage, which even inadvertently, is permeated by the idea that death is merely a transition between forms of existence. We never really die.

If public death is the new historical reality that is here to stay, we risk, with our frivolous and disrespectful way of addressing it, retreating into our prehistory and with a quick tap of paws and snout, announcing the continuous adherence to the new, yet primitive goal of satisfying the hunger of our immediate needs. The decline would be monumental. By cutting off the funeral event of its family ties, we dissolve the underlying meaning the diseased person’s name and face and now, publicly announced dead, had for the relatives. Therefore, it is in the persistence and recovery of what the deceased meant to loved ones, the activity and influential circles in which he or she participated and, in the avoidance of using said death with the purpose to speed up a given cause which we consider more important to advance, how we redeem our humanity. Thus, we would reemphasize the loss and recognize the piece of us, which departs with the deceased one. That memory must continue, for it personifies humanity itself and it is a crucial beginning for any project of peace and justice.

Notes for a Definition of Hell (el carajo)

Inspired by the open invitation to go to hell that Puerto Rican writer Graciela Rodriguez Martinó made on the digital magazine 80grados (http://www.80grados.net/2011/02/carajotour-2011/), I decided to write some notes on the history and nature of hell. Since, if we venture into the project to coordinate such a trip, we must know about which hell we’re talking.

The possibility of multiple hells is disturbing. Graciela herself admits the existence of numerous hells when without hesitation she sends to hell those who intellectualize the destination of her original invitation. The simplicity that Graciela uses as shield for her hell made me think twice about the wisdom of writing these notes. Since the other hell referred by Graciela, where I will end up for yielding to the temptation of this mental mas- turbation implies the rejection of those who go to hell in search of peace and spiritual rest. The other hell, that of the tormented ones with which nobody wants to deal, carries the curse and stigma that only the hell of hell can offer. Alas, we must not be surprised by those who think there is only one hell and apparent multiplicities are just variations of the same hell. In which case, like it or not, we all end up in hell anyways.

Hell resists definition. It is perhaps for this reason that Puerto Ricans accept it so easily. To the land that has transformed uncertainty into an art, hell offers a perfect plasticity to our daily discourse. Its deep historical roots have allowed it to evolve in tandem with our people and today, after centuries of collective carving, there is no Puerto Rican who does not know what hell is being talked about every time it is invoked. Explaining our varieties of hell to a neophyte, a foreigner or anyone who wants to understand the Puerto Rican soul, is almost impossible. Therefore, we rarely try to do so and instead, prefer to send them all to hell. We know it is precisely in these swearing to our foreign observer that lays any hope of understanding our national dilemma. In order to comprehend who we are, the confusion afforded by the supposed affront is crucial. Devoid of any possible framework, our analyzers only begin to understand by surrendering their minds into thinking about the native mess and wonder along with us, “What the hell is this?”

The geographical location of hell is also uncertain, as it seems to be both here and there. Although, we are continuously being sent to hell, occasionally we have to accept and acknowledge that this is hell. Either we go or we already live there. It is all contingent on the situation we want to categorize. Hell seems to have been the name the Spaniards from hell gave to the basket resting at the top of the mast of the ship. Intended as an observation post par excellence, was also the place where the movements of the ocean were felt more severely, tormenting the poor sailor whom the captain had sent to hell. It is not difficult to imagine how a good sent to hell in the midst of the fierce and unknown Atlantic would have spread fear among the members of any crew. Among those Spaniards, who sailed into the unknown, however, there had to be men of indomitable character and ready to face any vicissitude. For these brave people, one sent to hell would have not taken away their sleep, being able to survive the toughest storm. I dare speculate that, upon return to deck, the collective admiration of other sailors was crystallized as they commented on these men who were sent to hell. I like this story, even if it means a scandal to serious historians, whom can all go to hell, for the origin of hell as a positive thing worthy of praise. Since then, there has always been confusion among the uninitiated ones. Nonetheless, for those sailors who carried in their balls the semen of our Puerto Rican nature, there was never any doubt. Hell, hence, not is only synonymous of imitable heroism, but was also of an undesirable domicile.

It is said that in the nineteen sixties, while Luis Muñoz Marín was trying to introduce the party’s new leadership to the people during a public speech, his hands sought desperately for the piece of paper in his pockets that would assist his memory in accomplishing the task. A name as long and new as the one of the young and ambitious Rafael Hernández Colón, was not easy for the already and perhaps, less interested Muñoz. It is said also that after several scuffles between the contents of his pocket and his fingers, the loudspeakers boomed in the park, “Damn, to hell with it! Where is the fucking paper I’m looking for?” Sending to hell the historians’ opinion about the veracity of this story, for I had learned it from a dear and distinguished Social Studies professor as a 19 year old student at the University of Puerto Rico, I imagined the hero, without making the slightest attempt to apologize while cheered by the masses who heard in his abrupt words the strength of character they sensed lacking in the future leadership. This recalcitrant Puerto Rican nature gives us a niche in the perennial battle of the continent and echoes the voice of Hugo Chavez when he reaffirmed, also in a speech to the masses, “Fucking yanks, go to hell hundreds of times!” Again, Hell is which unites and stamps, with its rich meaning, the value of our heritage, the same hell that, according to Louis Peru de Lacroix in his “Journal of Bucaramanga,” was continuously blooming on the lips of Simón Bolívar. This is itself the very hell, which North Americans, deflate of its power and content with their pathological euphemism of “ay caramba!” The latter, place in the mouth of the Latino character from The Simpsons, is the hell full of endurance, challenge and presence of Muñoz, Chavez and Bolívar and of all those that from Cuba tell them to go home, namely hell, with their versions of what we are.

Many may think that these notes are Hell or, what the hell is happening with Ricardo; he probably has nothing better to do. What the hell do they want? After 26 years in exile, it has been Graciela’s invitation that helped me recover and understand the ambiguous depth to which I belong, in this vicarious representation of hell. I exorcise myself to hell and of any attempt to encase my heritage in a rational fashion and I leave to the politicians on duty, the fruitless project of explaining whom we are and to try to impose what they think as the only way forward. To hell with these people! They do not understand that it is in the axiomatic mixture of hell where our race flourishes. It is in this wonderful flexibility, which has taken us centuries to perfect, that we are ready to deal and produce art, culture and beauty with whatever is thrown at us. Making no effort to deny the fight against injustice and stupidity of our country, thinking how we think and being whom we are is good as hell. Therefore, leaving our philosophical entity in order to pursue predefined ideals, sounds to me boring as hell.

There has never been any great Puerto Rican thinker who has not found inspiration in our inscrutable madness, in our almost impervious turmoil of contradictions. Betances, frustrated by the lack of enthusiasm that the Islanders were showing in the fight for independence, laments at the end of his life, “What’s wrong with Puerto Ricans that they do not rebel?” This phrase, to be sure, must be the sanitized version officially adopted by history. What Betances like any true Puerto Rican, definitely said was, “What the hell is happening to Puerto Ricans that they do not rebel?” This reflects the anguish of allowing oneself to be ambushed by the notion of a predefined path for Puerto Rico. It is clear that both old and new Puerto Ricans don’t give a hell about defining themselves. Why is that so? Because it is with this uncertainty, our constant companion, that we have created our best literature, painted our best paintings, produced our best theater and most of all, fine-tuned a language with so many levels of possible interpretation that other Spanish speakers who hear us, do not understand what the hell we are talking about.

When the First Hell Tour leaves from Ponce on the 29th of February, it will be part of a long tradition that if we are lucky, will be preserved for our children to enjoy. This group of 20 intrepid Puerto Ricans is carrying on their shoulders the plethoric responsibility of prospects that our Puerto Rico deserves. May these brothers and sisters be blessed, the latest from a long lineage of a people with the most incongruous contradictions, unafraid of neither sending nor going to hell. To you, my compatriots, who are truly hell, thanks for making me understand and rejoice in being part of a people who are all crazy as hell.

Infusions of Heidi

War, producer of immeasurable pain, slaps us with its foolishness while making us feel powerless to stop it. Foreign wars inflict pain one experiences only intellectually. The anguish one feels for the unjustified victims of its brutality seem to be inversely proportional to the geographical distance where the conflict develops. That is, the further away one is from the suffering the less one is affected.

The printed or electronic images and words are catalysts that stimulate reflection and apparent natural feelings of compassion for victims of war, along with repudiation for those we deem responsible. Although we are not personally witnessing the conflict, our love and appreciation of life, demand our condemnation of the purported rationale for this or that war. However, after playing our accusatory role from afar, we continue living our lives, keeping at bay any distant suffering and anxiety from intruding in them.

It is always possible for fear to linger, particularly after reading and hearing the testimonies of those who have lived the horror of war, wondering how it would have been for us to have the bad fortune of experiencing this pain ourselves. We imagine, though never with complete clarity, a scenario where we, along with family and friends, would live the anguish and confusion of such suffering. Then we ask ourselves, puzzled, what will happen next. However, even this concern is imagined as distant and therefore, temporary.

Battles are flooded with pain and uncertainty and have many forms. It was reading the book “Infusions” by Heidi J. Figueroa Sarriera (“Infusiones/Infusions”, edición bilingüe/bilingual Edition, 2011, ISBN-10 0615392644), which brought such confusion to the personal scenario of the here and now. Telling me about her struggle against cancer, Heidi, as a friend, had extracted the “abstract” quality of the notion of war; she underscored the pain by incontrovertibly confronting me with it, thus, making it very real. It is no longer a stranger who suffers. Consequently, I am unable to continue my life with its daily routine as usual, with a subordinate knowledge of distant pain. Are the pain, anguish and uncertainty of a close friend, what envelops my soul and fills me up with an apprehension I cannot easily circumvent?

The overwhelming monster of war leaves many victims on its path and except for rare occasions, I don’t care nor entertain thoughts about the soldiers who died on both sides of the conflict. My disconcerting suffering is normally reserved for those who have no control over the fate imposed on them by the political elite. It is in this lack of control where the anguish of the victims takes root, where their attempts are futile, where everything that happens is determined exogenously and the enemy imposes the circumstances. In the terrifying battle with cancer, where the enemy lives within us, Heidi explains, the corrosion is experienced as an outshoot from the very core.

However, the necessary transformations imposed on the skin, tongue and hair, owe their distortions not only to the illness, but also to the medical-pharmaceutical complex that, with its curative strategy, promotes them. Humans and laboratory mice then participate in an unpredictable evolutionary reunion of industry and science where these combine to eliminate all vestiges of self-control. Abandoned as victims of war, trapped among unknown hosts and left to the mercy of an arbitration to which one has not been invited, we become a sacrificial offering that ensures the continuity of an alien and senseless paradigm.

As if this were not enough, body and mind seem to be separated when our “piece of meat with eyes”, as Heidi calls it, decides to act out its idiosyncrasies and reacts to chemotherapy in ways that doctors cannot predict. This corporal torment adds a third character to the table where our fate is decided. The pain that shakes us so hard and agitates our senses to recognize its undeniable presence still holds a new dirty trick, mocking us with the impossibility of naming it. Heidi conveys unequivocally that the words “pain” or “pains” are inadequate to describe the range of intense suffering to which cancer and its treatment submit a human being. Pain is then that “another who cannot be named” and threatens to claim the fourth chair in the grotesque congress of power controlling the threads to which our lives seem to be tied.

Not satisfied with the “meanness” of language to put it in its corresponding categories, pain ensures to ally with the bacteria that take advantage of a weakened immune system, in order to fill the tongue with mouth ulcers, transforming speech into a torment. There is no language to describe it accurately, but if there were and our minds were able to find or imagine it, in a creative act that unmasks the pain, naming it would inflict an even deeper torture. It would seem macabre, like a spiraling whirlwind enveloping us and sinking us into a bottomless hole of anguish.

Forced to subject the body to robotics, Heidi explains how, from the womb, we are measured and analyzed by machines and in the first months of life, our immune system is reprogrammed with vaccines. Pacemakers, prostheses, etc., take the modern man towards a hybrid robot, an event she experienced directly with the medport, a permanent medical device that allows regular injections of chemotherapy.

Survival drives us to make a pact with the machine, as it gradually integrates itself into our body with its devices and leads us to the limits of the human frontier, leaving us wondering who or what we have become. The tragedy of the disease is now perceived as the mechanism that accelerates an evolutionary path and mysteriously jiggles our notions of what it means to be human.

On the edge between life and death, with eyes trying to help a strange and unfamiliar touch, measuring the meeting points between oneself and the surrounding world, dragging a skeleton taken and arrested by the stimulation of producing white blood cells and, fingertips with autonomous sensations that make the mundane task of buttoning up a blouse a real feat, there is nothing else to do but wonder if there is a way out; a ray of hope at the end of this devastating ordeal.

At that juncture, the present is discovered as a source of interest and focus of our efforts in the pursuit of happiness. In the acknowledgments and introduction preceding the text, Heidi asserts that it is friendship what makes pain personal for the observer and gives comfort to the person who suffers when being surrounded by people.

Knowing that we are loved, gives us strength and a vigorous reason to cling to life. The circle of friendship is then completed, granting real understanding and meaning to existence. If we are and want to remain being, is due to the relationships we have with our loved ones.

It is the love and friendship that we share with them, what we are terrified to lose.

Paralleled Shadows

I was watching my son clapping his tiny but already defined hands as if rehearsing for some future applause. Those hands that a few months ago my child discovered, unexpectedly and shocked, as if a hidden angel had added them to his arms while he slept or while he looked mesmerized at his mother. Those hands now explore and take, with an insatiable curiosity, everything he sees. Already sitting, but with a small swing that still keeps me and his mother in a constant state of alert, I noticed, as the light of our early-morning window was transforming his curls into golden swirls; how the silhouette of his shadow was expanding on the Bostonian polished wooden floor. I was thinking that this could be that other child. The one who, arises in my mind, when I rejoice in my son’s happiness and acts, as counterweight to my delight. That other child who, without having the constant pampering that my son enjoys, would grow isolated with fear and distrust for everyone and everything around him.

I decide, though with trepidation, to accept the dubious invitation and walk on routes and places that, as everyone, I would rather pretend do not exist. The windows of my apartment were wrapping the skyscrapers of my city in a gentle drizzle that was cooling the atmosphere. Even so, I was roaming; feeling the arid gusts of dry wind coming from the Somali peninsula. The smell of uncollected lunch leftovers still on the table punished my neck, while the remaining shreds of muscle on the living skeleton barely retained a scarce memory of his last meal. I tried to communicate; he did not speak. Strenuously, while his mother shooed away hovering insects, he opened his infected eyes. I later realized that for the last time and without words, the depths of his jet-black pupils were inviting me to enter a second door. I agreed. In those eyes, I looked into a valley with other 22,000 children who, by name, were bearing today’s date. Horrified, I wanted to escape the trance, since I knew that these would be added to the 22,000 children of yesterday that along with the 22,000 of the day before yesterday and this morning, were forming an immense chain of needless deaths that would drive me to the brink of insanity.

Upon returning, I went to see my child. He was practicing crawling on the floor of my library and, with a twinkle in his eyes, was trying to reach books off the shelves that were within his reach. This was one of our daily rituals. Depending on which bookshelf he decided to explore I would say to him, “this is the section of mathematics” or “this is the philosophy one, literature, science” and that’s how I continuously guide him towards the dream that will be his future fascination, when he impatiently tries to read the books that I read. Like any parent, I imagine my son going through all my ways intellectually and clearly understanding his heritage. I see him with a bright mind well equipped to discover his role in life.

Abandoning the magnetic appeal of the spines of my books and returning to the floor and his crawling, my son, with his emerging idea of what a book is, opens his children text of colors, where he gradually learns to identify the giraffe, the lion, the bear, the flower, the letters and all the fascinating world of wisdom and knowledge that encloses the written word.

Moving away from the window, his shadow disappeared and with it, at least momentarily, all the infant souls who would never have the opportunity to be educated and to contribute, with self-understanding, to a better future. But time did not stop and, with sadistic cruelty, the clock on the wall marked the seconds, in fours, announcing the interval the world takes to dispose of each child’s soul; over 8 million a year.

It is impossible to predict accurately the future of my son. His life will be like a ladder where each rung will be marked by future memories. He will only remember his first steps by looking at the pictures that his mom and I will show him. But consciously endorsing the memories of his first day at school, his first kiss, his first time reading, the first understanding of what he is, his graduations, his wife, his children and grandchildren, he will also understand how these will live paralleled to his shadow. That shadow that his father saw on a rainy day on a Boston summer.

Insular Youth

José Rodríguez and I met toward the end of his 31-years career as a teacher in the Boston Public Schools. He was always very quiet; living in his own world. I remember the day someone asked his name and he replied, “Rafael Hernández Colón.” I did not think anybody around him at the time understood the historical reference. Only I, silently, kept watching him while trying to decipher the meaning of his answer. Although I knew who Rafael Hernández Colón was, I wasn’t sure of José’s intention when appropriating his name. However, what did not escape me was the mischievous smile he displayed as he said it. I suspected then, that this was not a statement of party loyalties, but rather a trap, a nearly insoluble conundrum addressed to the Americans around him. In that instant, I realized that my life as an improbable graft in the American Northeast had already been lived by others. José had already been carrying it tied to his back for many decades. The feeling of being part of something and yet, belonging to another world which few know or understand even less. I now recognize when reading his short story “The Man He Carry Uphill” the weight of the Island’s frozen memory tied to his back, while agonizing and starving by a famine of new memories, enduring the insufferable passage of time and the difficulty of sharing the experience which, while im- possible to untie, unveils the story. A tale of two characters unfolds where unexpected and incomprehensible changes feed doubt and transform a tied knit friendship full of illusions into an inescapable curse. The story bears similarity to our exiles enticed by their sirens’ songs that eventually transform their future dreams and feats into delusions difficult to release.

Exploring a narrative that seems to act as an extensive exorcism of internal concerns, José uses his memories of childhood and youth in Puerto Rico, as the context where all the stories in his first book (“Huellas de Gigantes” Xlibris, 2010, ISBN: 978-1-4568-1766-4) take place. Son of Carolina, known as the town of the giants, José elaborates in detail the deep marks left by the gigantic respective characters of his childhood and adolescence in the island. These are the ones who, decades later, he uses for self-exploration and reflection. Despite having lived most of his life in Boston, the experiences of this city seem to play no role in such introspection. It’s as if everything stopped and decades of living abroad dwelled suspended in a sphere where time neither passes nor makes any apparent impression and, where he constantly explores who he was, in order to understand who he is. However, José surprisingly avoids in these stories, the classical longing for a life in a bucolic and idealized landscape and alternately, places the human relations of the town’s characters at the front and center of his thinking.

In a faithful representation of our almost impenetrable Spanish language, a flood of native phrases adorns the stories. Between “the bayú” and “the mangó bajito”, the “jolglorio” and “sal’pa fuera”, the “chavienda” and the “titingó” the foreign reader will suffer severe headaches trying to decipher the Puerto Rican verbiage. For those born and raised in the island, like José, there is no such a problem of interpretation. On the contrary, it’s on this regional phraseology, where José authenticates himself and invites those who share his experience to revive it along with him.

However, the physical return to the island is not an option, José confesses privately. Except for occasional visits that due to their temporary nature can be enjoyed to the fullest, the possibility of living on the island permanently has become an unthinkable adventure. Puerto Rico nowadays is a country where the moral debacle that fuels rampant criminality deems human life an easily disposable object. In his book, José endows us with another land. In his stories, we see a nation of artists on the brink of apparent madness, caused by the creative clarity that portraits and transforms the town and its inhabitants with burning brushes. There are vagabonds with violent and unknown schizophrenias that, with alternate tenderness, caress others that are marginalized, and in turn, receive the understanding and acceptance of the community. Forests and mountains that feed and grow with the ancestral spirit of Taína princesses; magical embroidery producers that in ecological metaphor eliminate the disease and torment of those who on their medicinal leaves and stems, find refuge and then, return the maladies to those who foolishly go away. Fabled dogs and cattle that surprise humans with their mutual understanding, know-it-all villagers who by pretending to be governmental bureaucrats, complete a microcosm representative of the national absurd reality where good is bad, positive change is misunderstood, should be restricted and, if at all possible, eliminated. However, José does not describe them with- in a town that becomes defensive and discourages the return. On the contrary, it is in the nostalgia of the innocent years, by reflecting on who we are that our motherland acquires meaning. Our memories of those characters are then a perennial invitation to return, even if only mentally.

A town with its square, streets, corners and the collection of characters roaming it, can summon a certain longing. In perfect harmony with one of our strongest Caribbean traditions, José assigns nick- names to all sons of neighbors in the town as a descriptive feature. Thus, without paying attention to the real name of any of his characters, José takes us by the hand and examines in detail the idiosyncrasies of Bulova, Paleta, Tirijala, Pan de Mallorca, Comegofio, Brocoli, Bien Me Veo and many others that circumnavigate his stories. With keen eye, José minutely examines his actors in a combination of child-teenager that kept these memories like treasures and that, now as an adult, analyzes them in such vivid detail that it seems as if they occurred only a few days ago. The endless discussions of the new generation in the town center, of which José was part, intended to provide the final analysis of each pondered situation but, simultaneously, recognized and honored the heritage and legacy left by its elders. The old guard’s influence with its circle of endless debate, had solved all discussions, the problems of the local folks and therefore, also those of the country. Moreover, the previous generation had bestowed the new one with the knowledge of what they are or were. Even José’s naughty teenage, inciting his buddies to be chased by the neighborhood’s lesser guard around the town square, after the mild torment, integrates a tone of respect towards the elders. For, at the end of the frolicking, the boys make sure to pay tribute with the required reverence to the character, making of this mischief a healthy adventure that quenches the thirst for laughter, but holds its proper place within the social strata of the town.

From abroad, we do not know whether the Puerto Rico of José still exists. Maybe it does, maybe it doesn’t. If it still lives, it must be hiding under the cloak of confusion and desperation that is the Puerto Rico of today. Maybe the small groups, bright spots, are where our goodness is manifested and where at the same time, the peaceful feeling of being protected by neighbors and cohabitants from the town, district, neighborhood, village and the urban enclave still shape the lives of future generations. Longing per se is not the paradigm I want to use for what the present Puerto Rico should be- come. If José doesn’t do it in his book, why should I? He rather teaches us that it is wiser to remember what we were, to understand who we are. José’s memory goes back to those days where adults were respected, admired, observed with amazement and emulated. Those values along with an overt passion for learning were still a fundamental part of the consciousness of a young Puerto Rican. Perhaps the crisis in the Puerto Rico of today and of many of the countries in similar predicament is precisely there, in the lack of humility towards the preceding generation. To think when we are young that we know everything may be natural. Nonetheless, casting aside the wisdom of those who have already lived might be the lynchpin of our debacle. José unequivocally asserts that neither radio nor television molded his character and that the actors from his small-town drama are responsible for the deed.

As a teacher in the United States, as was José for more than three decades, where many of my students know everything when in reality they know nothing, I dare say we are living in a new experiment in human evolution, a society where young people look towards their peers in search for inspiration and answers. Misleading themselves with mediocre responses, they waste the opportunity to get educated, therefore, guaranteeing another generation subjected to the abusive whims of a few. It is then that as an adult, José invites us to think and live, reviving, another type of youth. A youth that, as in his story “The Competition”, faces the challenges of its small business enterprise with wisdom and without violent confrontations; the nostalgic youth.

José ends his book suitably, by opening a masterful window to what we were, with verses from the Nica that also understood, in his adult years, the value of early life.

“Youth, divine treasure, that goes away to never return. When I want to cry I cannot and sometimes I cry without wanting to…”

Childish Behaviors

“When I was a child, I spoke as a child, I thought like a child, I reasoned like a child, but when I grew up, I put aside these childish things”

Paul, 1 Corinthians 13:11

There is no adult who has not been stunned by the honesty of a child. Children, either with their gestures and facial expressions as newborns or with the impertinent simplicity of their questions and observations when they grow older, slap with sweet cruelty the deceptive nature of the adult world, constantly forcing us to reconsider the society we have constructed and what we offer them as a future. The presence of a child requires the adult to react, to take a stand, either worship or resent, but impartiality seems to be forbidden in such situations. It is impossible to sit next to a child and legitimately continue as if nothing is happening, because even pretending to ignore it is just a failed attempt that requires effort and that is also transparently revealed on our faces and by our gestures.

Childhood was not always recognized as such and, it seems that it was not so until the late Middle Ages that it began to be appreciated timidly at first, as a special stage in the life of a human. Until then, except on rare occasions, children were seen and treated, simply as small adults (Ariés Philippe, 1962, “Centuries of Childhood, A Social History of Family Life”. New York, Alfred A. Knopf). Clearly, such a transition has shown progress, it has instilled in many the outrage in response to the abuse present in the use of children for labor and military tasks, besides providing some protection against possible physical abuse from parents and relatives. Notwithstanding, we’ve also lost something when creating the category of children, since they have been deprived of the right to be heard with the due legitimate attention and respect effortlessly granted to an adult. The metaphor of maturation is then introduced into our culture, turning the thoughts and actions of the child into childish behaviors that eventually must be overcome.

Children are born with a natural beauty that moves us from the outset to love and protect them. Being devoid of such feeling, suggests something wrong with the adult. This irresistible beauty can easily be seen as an evolutionary strategy that attracts the essential care that ensures survival. Otherwise, we would speedily perish. A human at birth is among the most defenseless species of the animal kingdom. Unlike horses, elephants, snakes and other tens of thousands of animals, we lack the slightest capacity to ambulate, much less provide food independently in case of abandonment at birth. Except for the beauty we show when we first open our eyes, we only have crying as a tool for communication. The latter is not so detached from sweetness as it would seem at first, since when heard, the people responsible for assuring the newborn’s survival, brokenhearted, run to soothe the baby receiving as their only reward the satisfaction caused by the thought of being needed by a child. How such incapacity at the beginning of our lives has the power to compel so much help, still remains a mystery of nature. Even so, since during adulthood, such a strategy is intended to work only rarely, in a grown up world that seems to find justifiable reasons to despise and abandon the needy. The adult loses almost every right to disability. It is a burden for society, which seeks, sometimes behind closed doors and others with public displays of arrogance, to get rid of such “weight” expediently. The adult world requires the ability for self-sufficiency and the selfless aid we give to children, officially seems to conclude with the end of childhood. From then on, the education that the adult feels responsible to provide to the adolescents constantly makes clear that they must begin, as soon as possible, to look after themselves.

As a teacher of children who are between the ages of 11 and 14, there is something that is relatively easy to notice. The vast majority does not like attending classes. For years, I have interpreted this situation as an act of immaturity, a desperate, but futile attempt to hang on to a childhood that should be once and for all abandoned. Lately, after becoming a father, I have radically changed my position. I have confirmed with my own children how a child is born with an uncontrollable thirst for understanding the universe around him. The world for them is a huge classroom of which they never seem to get tired. First, adults get tired of constantly having to feed the children’s curiosity since they always want to know more. However, once the school enters the life of a child, learning becomes a duty and that freedom which we previously had when exploring as passion guided us, vanishes early in the classroom.

Children offer us the possibility of a pure, free of hidden agendas relationship. They teach us that even when depending entirely on others, humans can completely offer themselves, risking everything, without the slightest questioning. The rejection of the adult is therefore the door that gives child’s entry into the grown-up world. It is always an adult’s action what introduces doubt, never an act of the child. The reality of the adolescent is the sort of a trauma where he is trapped between the forced abandonment of child- hood and the reluctant acceptance of the adult world. The teenage rebellion becomes a desperate attempt to a personal and social revolution that by being besieged by two worlds, one in which little or no theoretical justification for action was required and another, where the judgment of courage and intention is constant. This makes a firm ideological foundation extremely difficult to attain. Teenagers then act on instinct, making them, in the eyes of the adult who has devoted years of polishing reasons, an easy prey.

Adults simply dismiss this rebellion declaring it a stage, and as such, temporary.

II

“Let the children come to me, and do not hinder them, for the kingdom of heaven belongs to such as these.”

Matthew 19:14

Children are the ultimate instruments for measuring our patience. There is no quick solution when dealing with children. The attention they demand also demands time. Any attempt on our part to accelerate the process will inevitably invite a flood of frustration for the adult which, to worsen the mood, might even bring laughter to the kid. It is as if children estimate the value of the care they are given in proportion with the lack of hurry that we show. That’s how children question, with the imposed clause of total and extended care, the haste of the present. Visits of momentary affection have no place in the children’s hearts. The human relationship they offer as alternative, either is deep and enduring or is not at all. Repetition also appears to play a key role in the lives of children. Once they discover a game, book or favorite television channel, they tend to play it, read it or see it, repeatedly, depending on the activity. It is as if calm is discovered and experienced in a kind of mantra, a ritualistic activity that looks for real connection, understanding and full enjoyment of what is observed and so again, in stark contrast to the fast world of flickering attention of the current adult world.

Disappointed by the condition of our nowadays world and in constant search for improvement, we adults are confused by our lack of progress towards happiness, our inability to build consensus and the disastrous absence of any possible historical reference that would clearly point the way. Faced with such a debacle, I dare propose a second look at the world of children and try to see in it and in the way they are, a possible message. The behavior of newborns, even including their first years of life, depends very little on what they have learned and observed since they just began to live. The fact that there is such behavior must be the result of millions of years of interaction with the environment, development and adaptation to the organisms with which the child meets when born. The final decisions, of which behavior to express or at least those we see currently, should represent the best possible alternatives and those that largely increase the chances for survival. Something that is the result of such a long process of adaptation should be observed, studied and appreciated, as a solid education that nature offers us of how to do things, so its outcome is the most harmonious state between us and everything that surrounds us.

All our revolutions and political changes efforts seek, if one thinks about it, to equal the world of children. A world of peace, happiness, almost total lack of concern, joy, play, unconditional love and complete trust in the goodness of those around us.

Utopia? For us, perhaps, but for our children, it is the only reality they know.

Recovered Friendship

“In the beginning was the Word…” John 1:1

All of us were Pentecostals.

We thought that was precisely how it ought to be. According to us, only in revivalist churches the Holy Spirit manifested itself with clarity, which to us signaled that we were correct and that were truly Christian. The Catholic Church was excluded totally from this scenario. We exhibited a Protestantism learned, who knows how, that allowed us to look with condescending and suspicious eyes other Christians who still even when congregating themselves out of the Roman bosom, did not live fully the manifestations of the Holy Spirit. The Presbyterians were the worst, almost Catholics. The Methodists were quite cold, which I learned later, as a historical justification of my unfledged analysis, that they had dangerously distanced themselves from the original revivalism and that they ought to seek within their roots the return to the right path. Then, there were the Disciples of Christ, a difficult group to place within our paradigm of salvation, for even though their use of the Word was identical to ours, not all the congregations showed the fire of the Spirit that sealed and eliminated any doubts about redemption. It was in this last world, that at the time we thought as inundated in ambivalent redemption, where Rubis ambulated.

Having graduated a year before I had, we were never in High School at the same time, given that during my senior year and that of my conversation, she was a freshman at university. Many walks on steep hills that pointed the way to her house were ones that nurtured memories of our brief friendship. At the top of the hills of Guaynabo, in the tiny balcony that allowed the breeze to envelop our conversations, we went from school in pilgrimage, to Rubis’ house to share with her the lasts events at the Margarita Janer School and in our Confraternidad de Estudiantes Cristianos, “la Confra”, the name by which we all knew it. She was one of the designated seniors of the group, title that we gave to an ex confraternos who had graduated and for the leadership that had demonstrated in high school. They continued as our advisory group on spiritual issues, which in those days covered all topics. Their approval, comment, advice and finally, their very word were trophies anxiously sought out. Next to her house, over other hill of Guaynabo, was the temple of the Disciples of Christ, to which Rubis belonged. I only have threads of memories about the one and only time I participated in Rubis’ church. What I preserve recorded in my mind is her image as she walked to the minor pulpit to read a portion of the scriptures. She walked speedily although displaying a regal, self-possessed presence. Her poise was distinct since her early youth and thus, commanded the respect of the entire congregation.

Seated at the balcony, where anyone who would come to Rubis’ house was welcome, one could see clearly the family room through the main door that, obviously, was left widely open. I inspected the furniture with the corner of my eyes, but concentrated more on the bookshelves that looked like Rubis’, library. There were perhaps four of five shelves, as adolescents back then, they represented a healthy number of books read. A brother of the Confra mentioned to Rubis my last sermon at school and, how I presented a distinction between the imperfect search of humankind for the divine and the incarnation of Jesus Christ as the divine form personified seeking out humankind. Rubis’ praises about my initial homilies impacted me greatly and I still protect and treasure them as a grateful student who recognizes the precious mark of his mentor in his life. Nevertheless, as a preview of our future intellectual careers, shortly after Neruda scratched the surface of the exchanged biblical references of our discussions, there was an egregious partition in our conversations. My contribution consisted of freshly read passages from memory from his autobiography “Confieso Que He Vivido”. Rubis gravitated more towards Neruda’s poetry and, in one of those comments is where now I see clearly, the origin of the sensual passionate tone of the “Cuentos Traidores”. It launches a synopsis of the poem 1 of the “Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada” and while citing the Chilean bard as he describes hurrying to touch, the pubis of his beloved maiden as damp musk, she openly divulges her arousal as exemplified by the goose bumps on her arms. That was the last time I saw Rubis in person.

At the same time, there were sweet memories of the current protagonists of our literature in the making. Within their own universe and though parallel to ours, Rafael Acevedo and Leo Cabranes, also roamed the hallways of the Margarita Janer School, already selecting the adjectives for the verses of their future poetry books.

“The precise word…” Silvio Rodriguez

It is evident when I read “Cuentos Traidores” today, how these started to be written 35 years ago. However, the quality Rubis has cultivated in her narrative, during more than three decades, goes beyond anything I could describe or exalt. The indisputable intense labor that she places in each of her sentences, her acute sense of the imperative of keeping a captive reader and the use she makes of the power of the written word to achieve such objective, possesses a unique quality. Imagination, that incessant producer of new worlds, is present in each story and nurtures the certitude of that which until that moment was the best work of all. Then, she would invariably surprise me with the brilliancy, inventiveness and other unimaginable crevices through which I was to be taken to the next story. Who except Rubis has the ingenious fertility of placing a regurgitating whale making an entrance through what seems to be San Juan Harbor? Not just any whale, for this would be relatively easy. It has to be then, for the enjoyment of the enthusiastic reader, the whale that swallowed Jonah. Tempting immortality in the Puerto Rican literature through her stories, Rubis places a redeemed Don Pedro Albizu Campos as witness to such incredible disembarkation. Don Pedro, who has not slept for 3 days while in the dungeons of El Morro and, in one Sunday morning, resurrected, ends up giving specific instructions of how to proceed to our own most recent and unexpected visitor. Soft and seductive, the cover of the book, by Puerto Rican painter Susana Lopez Castells, advances the romantic and erotic theme that spills over almost all the fictions presented by Rubis. It is difficult to stop reading any of her stories. Not finishing any of them in a single seating is something that, unless we find ourselves obligated to do for circumstances we can’t control, we would not want to do. However, it is even more difficult to read two or more stories consecutively and without rest. It is that Rubis’ stories have the capacity to put the reader to work, making pause a necessity, to have to close the book, even for a short while. That way, as the book rests over the table waiting for the necessary calm that the turmoil of the last story demands, the time of reflection opens a door to a second look to the work of Lopez Castells. It is then when the initial softness of the painter’s palette opens way, awakened by the sensual indiscretions of Rubis’ characters, to the carnal aspect in the couple’s act, complementing and giving in that way, a more refined sense to selection of the book cover.

Any reader can understand and sympathize with such decision; nevertheless, this preamble is for me a tad limited, because it excludes the biblical heritage of these narratives. We, the ones that co-existed in the pastoral early stages of the author and that also attune our world’s vision in the tribunal of the believer’s altar, know that her Christian experiences from the beginning and, their historical and ideological substrates that accompanied them, are what sustain her stories. These tales are not really tales, but sermons, the logical continuation of the experience at the pulpit.

If the ministry is extended, this time it is done from a critical perspective of the role of organized religion in our society. The book makes this clear right from the outset. It is not only a master strike by a relatively unknown storyteller, at least at the time of the publication of “Cuentos Traidores”. The book begins with an exquisite, brief tale, as brief as only 7 sentences and like that, capture from the start with an inescapable hook the attention and interest of the reader; it also clarifies where the ex-religious minister, stands today with respect to those that profess the ministry. It is clear that the abandonment is limited to the institution, for the biblical stories that have nurtured millenary chimeras, continue being the well, from which Rubis extracts many of her stories. However, she makes it her responsibility to review the gospels in the context of a Jesus that is still the miracle maker, but in the role of creator of new realities, which to observing eyes are as incredible as healing the physically ill. Rubis breaches the distance to the true Jesus. The one that at the end of his bleak Lent, finally understands the character of his calling and embarks in his mission of unmasking all power, even if this means the sorrow of never realizing his desires of love with the Samaritan. The miracle occurs in the transformation of greed for charity, of lamentation and whining for gratitude for being alive, in short, a radical human change that is as unexpected as it is prodigious.

“That my word be the thing itself…” Juan Ramon Jimenez

Just like in the Bible, every verse and word of each passage ought to be minutely studied and pondered without desisting, if one is to uncover the occult meaning of the passage, capturing the treasure that each one of those contains, Rubis’ stories can be deconstructed as such passages. Fragments of observations, teachings, truths and the depths of the experience of being alive make up the story. However, each element taken individually also offers an inexhaustible source that reflects on and describes the significance of the human being. In preparation for this essay, during my second reading of the stories, I was pleasantly surprised by a series of sentences that again struck me after having “jamaqueado” my spirit in the first reading. The sentences were so well crafted, that as a naughty child, every once and then, I would add some of them to my Facebook page. I posted sentences on my wall; these were isolated and out of the story’s context. I just wanted to see the reactions of my friends. The experiment was well received as expected, for invariably while some would read and interpret them appropriately within the original context, even unbeknownst to them, others would find the most unexpected riches. Something similar to a preacher that uses a short biblical passage and within or without the appropriate context in which it was written as base, constructs a whole homily. The richness of the Rubis’ sentences provides sufficient material and inspiration for the creation of unexpected worlds. She, as creator of a thousand and one sentences that constitute her stories, is the obsessive mother who invested countless hours of sleeplessness in search for the precise order and word. At the beginning of my cyber experiment, Rubis could accurately identify whose character’s mouth had uttered the passage in a single glance. “Ujum, Luisa Capetillo”, she would guess correctly and with pride when read one of my first references. Unintentionally, my taste for Rubis’ decontextualized sentences began to become more refined; I orbited towards the most fetched and obscure ones. “Maria Antonieta?” Rubis wondered with certain doubt, facing the next quotation, “Hahaha” I have no idea. Enlighten me,” she confesses in the third round, disconcerted by the origin of her own words. I understood then how trances of prolific inspiration exist in which one can write beyond what one’s memory is capable of remembering.

Then, if within Rubis the Scriptural-Christian binomial seed germinated, evolving naturally with its origins in both universal mythology and literature, the transition toward the political realm could have not taken long. Embracing the icons of the Left, but much in her own way, Rubis, always different, recognizes the historical and political importance of these characters and introduces them with a detailed and thorough study of their inherent natures, intimate dreams, fears and hopes. Therefore, we have Don Pedro, who even while tortured by the colonial authorities is concerned about finding a successor to his continued preaching commitment. We see Ché Guevara, who even in the context of the African guerilla, suffers as he remembers his mother and reflects upon his childhood. We are introduced to Luisa Capetillo, who while imprisoned for seditious activities, ponders about her vivid recollection of the precise moment when, as a little girl, she decided to wear pants. Finally, we see a Santiago Iglesias Pantin, who becomes Capetillo’s confidante and in so doing, turns into container of her nostalgic writings.

After reading the book, I asked myself: What is my favorite story? I realize how hard it is to find an answer. In contrast to other collections of stories, this one contains none that is mediocre; all are complete and well executed in every respect. “Cuentos Traidores” is one of those books that I am proud to add to my personal library, as it meets a self-imposed condition at which I arrived on through the years. Pathological bibliomaniacs that we were, I would say after 15 or 20 years of continuous reading, we have to impose a limit to the initial irrational idea of storing every book of seeming potential or value. It’s a matter of space, and also budget. My criterion is the following: I will just buy or add to my library, books that deserve to be read several times. Books that with a single reading exhaust all potential and interest have no place on my bookshelves. “Cuentos Traidores” is a book well deserving of being read several times through the years. This quality implies, that like in any good book, the reader will continue to experience new emotions, interpretations and assessments with the passage of time. Therefore, to answer which stories I prefer would be relative to the time in which I answer. All this said and clarified, today perhaps the one I would have liked most is the story of Don Pedro and Jonah. However, because of its cleverness and its seal of fame, I had heard about this short story before reading it in its entirety. Moreover, although I fully enjoy reading it and I could still partake in the element of surprise to some extent for I did not know all its details; the speed and extent to which the information moves today robbed me of such delicious novelty. Then, I will choose two. The first is, without necessarily pretending preference, “Como de Plumas Malditas.” The exquisite crafting of the language and the delicious daring idea of bartering livers for penises, gives this ancient myth an enviable contemporaneousness to any writer of stories. The second, though, not secondary in any way, is “Dolores”. This is due to a pivotal event in the past two years, in which I’ve had the opportunity to become a father, even as I turned 52 years old. I have been granted the greatest blessing that existence has to offer. It is precisely because of this that I carry within me, with a most delicate sensibility, the message of this other favorite story. Since the recent 24 months, during which I have been sleeping next to my wife, I have noticed her breast-feeding our first child and now, doing the same with our second, I have been consumed by the warmth of family, along with the dreams and the invention of a future with the fruits of our own blood. Huddled on the bed our lives are now flooded with such tenderness and meaning. I would understand and share the experience of becoming fully unhinged like the mother in the story; facing the complete loss of connection with reality, if for some reason I were to undergo the implied loss and my dreams and longings were interrupted.

In this essay, my public reunion with the friend of my youth, is stamped with the placement of “Cuentos Traidores” on the first bookshelf of my library, fourth shelf, from left to right; a book I read as a private homage to Rubis. There it will stay, for my children and for me, along with José Luis Gonzalez, Luis Rafael Sanchez, Pedro Juan Soto, Rosario Ferré, Juan Antonio Ramos, Luis López Nieves, Rafael Acevedo, Edgardo Rodríguez Juliá, Luis Raúl Albaladejo, Magali García Ramis, Ana Lydia Vega, Jose M. Rodríguez Matos, Tomás López Ramírez, Manuel Ramos Otero, Edgardo Sanabria Santaliz, Manuel Abreu Adorno, Carmen Lugo Filippi, and many more other Puerto Rican literary giants of the last half century.

In the coming years I see myself visiting Rubis’ book on many occasions, the same way I do with the others, pleasantly influencing my thought and using it as an inexhaustible mine of dozens of epigraphs and references that inevitably will mold my future lines.

ReTURN

When we thought José had already used all possible proverbs born out of the fertile Puerto Rican imagination of the past century, he surprises us with a hundred other pages of popular islander wisdom in his second book of short stories, La Mancha Que Me Persigue (Palibrio, Bloomington, IN, 2011, ISBN: 978–1–4633–1323–4). It is almost as if the stories were written by themselves, giving the impression that all we have do is compile the one thousand and one idiomatic expressions of our insular Castilian, throw them randomly on a table and, in accordance to the order in which they fall, baste them together and observe how the stories build themselves. However, it would be a serious delusion to think it is so. These tales are made possible only by stepping into the shoes of this young man of Carolina. Thousands of stories seem to intertwine themselves in Jose’s memories when he confesses to his friends, those who live outside the book’s pages, that there are many more stories sprouting from the same source as the previous ones. It is in this inexhaustible narrative about our Puerto Rican nature that José makes us conscious of the “mancha,” the one that betrays us and reminds us who we are by keeping us face-to-face with it.

The morals of our native Aesop’s Fables, which if desired, could replace wolves and snakes from Mediterranean antiquity with cows and lizards of our spicy Caribbean, prefer using the characters of his people in the tales of José; that hidden crack of forest that opens between the mountains and the coast. Those memories and teachings, where proud men see the need to change haughtiness for humility, are what provide the necessary armor to face the troubled turbulent existence of exile and survival to which José alludes in the dedication of his book. Then we see how this armor comes undone, patch-by-patch, with these bits of memory. The weakness and defeat become so evident. It is listening to stories like those told by granny, during seductive nights, where the weak, rejected and forsaken one becomes the hero who finally triumphs over the giants who harass him. That is how we learned to be brave.

At the beginning, one gets the impression that the second group of stories could have been included in the first book, it would seem, that with the exception of the novelty of the characters, the themes, lessons and approaches it is fundamentally similar to the first volume. However, as we flip the pages and read the stories, we begin to perceive a new element, hidden in the fissures of the sentences, which, can be easily missed, unless one keeps eyes wide open.

It is a secret that intends to remain behind the net that Risa Tengo weaves around us with his jokes. The collection of stories in this book just seems to be a recreation of the previous ones. A deeper reading reveals that this is nothing but an overlay. José’s real message requires special efforts and archaeological skills; the stories do not give or reveal themselves so easily. It is then when the return of Risa Tengo to his place of origin is presented as the first track of this veiled puzzle. Harmonious chords ooze out of each plant in the hill. Leaves that felt our fingers as kids, when cleaning the morning dew, not only satisfied our children’s curiosity about the mysteries of dawn, but also created the musical notes of our future memories. These evocations, which today move us to smile silently with melancholy shaking up our hearts while simultaneously vocalizing a melody viscerally recorded deep within us, are kept alive to the beat of the music of aguinaldo to the pie forzado occasionally whispering in our ears. The wilderness has every reason to refuse to be part of oblivion.

Any Puerto Rican from the island, can read Jose’s work and understand perfectly what is transpiring in his stories, but I read them from abroad, from the same place where they were written. I can’t help but think that from this perspective, the feelings and reflections that these readings provoke must be different from those who read them in the island, because mine, as Jose’s, is a double exile, one from the land and another from the years passed. Both of us are far from the island and more so from our teenage years. They were character molding times, peculiar in their geographic context, but at the same time universal, understanding our process of maturation as one shared with the total sum of human growth in any corner of the planet and throughout history.

Then, La Abuela appears. She is cutting, crabby and shameless with the abrasive commentary and a strength tolerated by those around her. One day, she also finds herself, forced to go to the United States. Years go by and having to submit herself to the same looking daggers and slaps that Pedro El Largo receives due to his blackness and language, while he served in foreign wars, surrenders to the urgency of the return. However, La Abuela’s radical change invites us to reflect and consider the weapons of exile as sufficiently useful, not only to transform our lives, but also to facilitate a happy and healthy return. Hers is a call, perhaps, to return the favor to our island and pass forward what we have learned to a new generation. That is why Jose’s work is marked by expatriate readers, who live in a constant state of melancholy, in a world without apparent real consequences and that only exists to aid remembrance. The perennial memory of the good old days, the irrelevance of today and now, as if our present lives were an eternal parenthesis between what we live and what we yearn to live again. We anxiously and secretly share the return with the family of giants in the place in which they had hidden themselves and where their color got a few shades lighter. It is the ancestral return of the prodigal son, that as a phantom allegory prowls and lurks José’s writings and, I imagine, his conscience too.

Writing with the same meticulousness with which Risa Tengo prepared his repertory of jokes, José reveals the clues of remembrance, longing and the quiet sadness that something beautiful will return. Nevertheless, the flowers in the story of La Fuga, the ones reborn in a clearly marked spring, the rebirth that follows a winter, in no way is suffered in the island, are for me another clue and the final key of the transition that José’s second book offers us. The youthful reflections that coherently links both works, ends finally in the second admitting the reality of the Niuyores in our lives and this acceptance that we are also alive in our present and not only in our memories, tempts us again as it used to tempt the exiles of the past, to consider what we had already considered unthinkable.

Even though it is not evident in the book, for me, it is a hidden indisputable message, skin deep and if so preferred, an unconscious one.

I read the second set of stories in this book, as a covered reflection and an occult metaphor of the return, a revelation that all the current sounds in the country are no more than rehearsals of a symphony to be performed at the arrival.

Forgetting the Establishment

The absolute truth about the gods
and about all the things of which I speak, are not known by any human,
and none will ever know it.
Even if someone sometime
would announce by chance
the most complete truth,
he himself could not know so,
everything is smeared in conjecture.

From the beginning the gods did not reveal everything to mortals,
but these, searching, in the course of time found the best.

If God would not have made the golden honey,
most would think
dates are much sweeter.

Xenophanes of Colophon VI-V BCE

Carrying the burden of suspiciousness tied to my back ever since an adolescence of promising and claudicating mutual love, along with the appropriate temporary eternal fidelities, I can’t but see, in all human interaction, the element of power that someone may have over me or over all those who are like me.

Doubt has served me well in shaping who I am and the way in which I see things. It gives me a reason to live and orients the way to an aspiring nobility that makes me feel I did not waste my time besotted by the siren’s song and that I do something valuable, offering me the desired possibility of a legacy, a memory to which others, both now and in the future, can appeal. But it has also guaranteed me a life of no few bitter moments, contempt and, if it is true, as I imagine it is, that the unjust exercise of power is everywhere, this means that I have spent my life complaining and protesting, in almost every situation in which I’ve been involved and, thus, have paid the price of being the target of angry reactions from the bosses du jour, who it was my turn to unmask.

Based on the simple idea that we are all equal and there is no reason to justify the control of a human over another, I’ve devoted a lot of my studies and reflection to tease apart the details, nature and manifestations of power. It may all have started with my mother and the understanding of the fierce control she exercised over all aspects of my life. However, it was not always so. The memories I have from my mother as a child, are of personal warmth to which I was attached and that made me feel good. I was always looking for ways to be with her and talk. But at some point in adolescence, I imagine it as a phase of the common rebellion, I started to understand and resent the restrictions that she was always increasingly imposing on my freedom and in a more internal and sophisticated way, over my ideas and thoughts. There were not many writings in those years and the arsenal of books read that would provide the intellectual background to my resentment had not arrived yet. It was rather an instinctual process, backed perhaps by comparisons to the physical and intellectual freedoms that my friends seemed to have with respect to their parents. The readings which eventually solidly propelled my search of freedom and a staunch condemnation of all manifestations of power, as small and localized as they were, would arise later in adolescence.

The collaboration with power and the rare occasions when this is practiced to advance goodness and justice, is for me the hardest of all situations to decipher and morally categorize. Since our desire to advance, the good and just, we sometimes believe those who are in control when they appear interested in doing the right thing. Nevertheless, unless after tasting the fruit that the powerful serve to one another on a daily basis and, we begin to think that this is the best way to better things, we always end up disappointed and questioning the support we offered them. Moreover, it is that the nature of power seems to use the demands of the majority, when it decides to embrace them, only for two things. The first, to maintain the status quo and, the second, to try to entice the most lucid citizens to join them and enjoy the benefits of a power which they are made to see as the only realistic way to do good.

The idea that the structure of power is already determined, at least for the moment and, that the alternative is not viable in the short term, is an argument which frequently looks stoically attractive to those who from the opposition seek a more just world where once and for all, privileges disappear. The opposition, then, takes their complaints, tasks and observations and, knowing these are always the ones forcing the beneficiaries of power to negotiate concessions, since the rulers are commonly incapable of initiating any effort that would limit their exercises, allow, many times, inadvertently, that such demands end up absorbed by the ones that control the structures. Meantime, while the “cheches” solidify their position, they also weaken the action of the group that initiated the change process, stripping away the agenda and accusing them, in case they decide to regroup, of being professional rebels and of only seeking to screw things up in each and every opportunity that presents itself to them.

These are enough reasons for me to question whether collaboration with power really advances a just society or, if on the contrary, it only ensures the continuity and extension of current social setbacks. However, pointing out progress as a result of past collaborations seems essentially part of the historical metaphor that most agree upon, giving the impression that there is an abundance of examples in the past that support such vision. However, it is only an impression. Slavery often arises among the favorite examples of those seeking to settle; promoting the fact that we live in a most noble, just and advanced era. Although a deep critical look at the current scenario, it is enough to make us consider whether we actually have advanced the cause of equality and elimination of abuse, or if they have simply become an “easy” situation to digest, but at bottom retains social divisions basically in the same place. It would be simple to show that the powers that dominated and benefited from slave society are basically the same that today enjoy the huge profits that the system offers. If we declare social progress between past and present, however, we would have to award moral progress and greater awareness of justice to the powerful who supervised this process. Ironically, many are not inclined to offer such concession.

It is difficult to find members of the actual working class that faced against the need to rise every day and go to a job where they waste away their lives, forced to dedicate them to the benefit of capital, happily sing a song to the cards that life has dealt them. Despite the perennial complaint that the average citizen voices, the situation in which he lives is baffling due to the fact that the collective acceptance of contemporary reality is the result of an unquestionable material qualitative progress. We are no longer slaves. We are free to come and go and work wherever and whenever we see fit. Although, is this really true? The job description of any employee today would cast doubt on such progress without having to mention the evident social and financial imbalance of which the majority of Black people in our society suffer even when devoid of slavery. But for some reason, dazzled by a vision that accepts almost all former members in the social fabric as contributing to the progress made and for with they should remain included in our walk toward the future, we insist that the strategy of pressure and collaboration with the establishment will continue forward, as it has supposedly done so far, to a better world. Even the work that overwhelms us becomes a right to defend, hastily being able to take on to the streets asking for more and add it to our demands. In reality, such actions are a sophisticated instrument of domination and control. Something like defending the right to vote as sacred thing, which was fought at the cost of sweat and blood, turning its rejection into a sacrilegious and apathetic act especially when you consider that many are denied that very right. When in fact it is the powerful that have converted the polls into something irrelevant and our nagging in its defense, makes it seem an exercise to our benefit, but it only acts on behalf of these.

I am inclined then toward the idea, that transforming the system is a trap, for almost always ends up in its consolidation. We give ideas to the establishment of how to be more egalitarian, through our claims and protest. The establishment in many cases, without a second thought, adopts them, always in half measures, only to appear better and most importantly, to remain in power. The idea of dismantling the system is not new. Perhaps, it is not fashionable today because of the generalized perception that such thing is a merely dream, an impossibility. Notwithstanding, we have gone so far to the side of transformation (reform, improvements, etc.), which I think it would not be a bad idea to retake the project of trying to create something totally different. Perhaps even forgetting that the system exists, ignoring it completely as a strategy that avoids falling for its scams, which consume us with the thinking that there is no other possible reality. It is here, where artists, writers and all those that look at things from an unprecedented angle assume importance. These teach us that as humans, we have the capacity of discover- ing complete universes existing in front of our eyes, but that we have never seen before. This creative activity breaks the myth of the establishment and system, which the powerful insists on promulgating, as unique and inescapable.

Within these alternate universes, it is where we can discover that we behave according to the way we would like the world to be. Thus, creating a space where goodness, love and justice take precedence. These spaces initially may seem like a product of the imagination, a fleeting illusion as fleeting as the temporary passage of the clouds, are more common than they appear. Friendship, family and neighborhood are a quick inventory of specific places where we still have the opportunity to exercise our influence and autonomy. These, if think about it, encompass virtually the totality of our reality offering us a sphere to be and act differently.

A kind of society or parallel societies, which eventually would make irrelevant what exists now, with its example, inspiring us to imitate it. The recovery and solidification of these spaces where we allow ourselves to practice peaceful relations, love and justice, helping us realize that we really do not need the state as a provider of services, resources and as administrator of justice and, therefore, learn to stop procuring such things from it. A particular case is the one of instruction. The government and its minions have managed to monopolize education in such a way that we see ourselves as revolutionaries when we demand more resources for the teaching of our children. Nonetheless, public and even private education, are nothing but instruments of the establishment and therefore, of the powerful, to secure a work force and ensure the continuity of the unjust distribution of capital and resources. However, it is not hard to imagine and it usually happens, that families take over the education of their children within the home, thus extending what we naturally offer from the birth of the child.

Neither the supply of work, compensation, housing, food and clothing nor the exercise of justice has to be surrendered voluntarily to the government. From the family circle, friendship and the neighborhood, we can create traditions that lead a superior equanimity and above all, to a more fulfilling life, satisfied in the distribution of resources and promotion of talents. Making demands for greater services from the government is an invitation, which mainly contributes to its expansion towards greater areas of our intimate and private life. Moreover, seeking more services from the official agencies, signifies voluntarily waiving the right to manage our small existence, masked in a cloak of struggle for justice that again ends up solidifying the structure that originally created the problem, tucking it in superhero cape and presenting it as our only and best solution.

The stages of the search for justice imitate in the ones of the search for truth. We always have the possibility of getting closer to it, but we can never allow ourselves to believe that we have reached it. The people of antiquity warned us, that if by chance we would get to identify absolute truth and absolute justice, we would not be allowed the awareness of such event. At no time do they teach us, nor can we find in the natural order a reason that would justify, anything that forces us to define, determine, or demarcate this search within the framework of a struggle against the establishment. As humans, we are capable of creating a world always better all by ourselves.

Extended Metallic Auto Requiem

The little can, that container which made possible the prophetic revelation of the sausages, has been forgotten and discarded like useless bagasse. While floating in the garbage whirlpools of the Pacific, it kept wondering why. Confused, it did not know whether if the hot sun in the waters of Micronesia or maybe the night torturing flicker of millions of stars that had been what had accelerated its madness. Maybe it had been the fact of being known as the key element in spreading oracles and still being so easily pushed aside which was haunting its thoughts. In order to comfort itself during the long sea voyages, it often reminisces about its periods of glory.

At some point, I was aluminum and the world seemed at my feet when trade speculators were shouting out loud their buying and selling bids. What can explains so much adulation for the now ominous sausages, if the signs of the end were already evident in the excesses of those who coveted me? From my background as bauxite, I remember but a very few things. I was very young back then. I think that these old and fuzzy memories are responsible for my nightmares where men from all continents sweated, cried and even died to make me what I am. Then I learned that my past lived even deeper in time. Cosmic rays forged my grandfather argon from the early days of the Universe. So long my story and so ancient my formation, to now find myself here, floating, slowly, inexorably to the bottom where centuries of gradual death await me in the company of other wastes of modernity. Recycling could have given me a second and even more lives. But my destiny as a can filled with sausages took me to an island where these practices were not popular. Still, I made my fate to work for me. While I was spending time on the shelves and cupboards in Puerto Rico without much else to do, I learned to observe patiently, the idiosyncrasies of the Islanders. Almost from the beginning, I knew I would end as garbage. Obsessed with the idea of throwing out things to buy them new, the Islanders have turned wasting into an art.

Now in this aquatic garbage dump of humanity, of what was originally the proud tag of Salchichas Carmela, only vestiges are left. A powerful wind from the Sea of China ended up ripping away a piece that had been loose for several weeks, now barely able to read the surviving and dispersed letters “Sal…ela”. Then I got excited thinking that maybe here, slapped by winds of the ancient Han dynasty, is where my originally vocation as a prophet may be fulfilled. Since this solitude is only apparent. Orbiting satellites are taking my picture and, unaware of future consequences, images of “Sal…ela”, spread all over the current cyber networks, could give the key to the Islanders of which way to go. I hope that the blows of Tibetan origin have preserved its libertarian spirit, immune to the overwhelming wealth of Beijing and Shanghai. Lest now the prophecy of that other seer who once saw the Islanders passing from being co-Americans to pure co-chinos be fulfilled.

Precipices

It was the gentle curve of her shoulder, falling on the faint warm rose hue of her arms, what pulled me out of lethargy and captivated my attention. Very close to her skin, almost hidden, I could also distinguish a fluffiness like cotton, an invitation to the caress.

Her face changed. Although I got distracted dreaming of my finger molding her neck, the new radiance of her gesture moved me to redefine her lips. She noticed I was watching her.

Tall, slender, young and making of my littleness, age and roundness, reasons for inevitable comparisons, I knew immediately that my only offering was that of a semblance of security and assurance of someone that have lived. Still I was surprised that it worked, when surrounded by young manhood she decided to accept my invitation to flirt. She was no longer speaking to her circle of youth neither was seeking for their attention. She continued entertaining them with words, but it was my gaze what she was looking for. Devoted to all that would cause her pleasure, she made sure that I knew, with her flashing and fleeting eyes, that it was for me she was performing. The tingling feeling for achieving the attraction of a man belonging to a past generation was a hallucinogen difficult to despise. What can a man who has owned bodies and walked distant lands see in me? I have only the freshness of my skin, the endless fire of my thighs and the warm, captivating aroma of my belly. I want to be yours, if only for a second here in our minds. The next time I make love with a young man I’ll think of you. Embracing his back and squeezing my chest against his, I will imagine that it all started with your words of philosophical seductions on humanity and our future as a species. I’ll ride with you in your conjectured spaceship and see the stars and their host galaxies for the first time, the beginning of whom we are, as never before seen. My heart will fly off excited, longing a deep connection of my soul to yours, old soul, spirit that teaches me, I’ll open fully and receive, even in the form of another, your inner warmth, while in uncontrollable palpitations, I’ll squeeze out the eternal love that you offer me.

The rows were getting organized and we managed to ask for drinks. Each one went to their table into a crowd that promised the forgetfulness, the loss of contact. I spent the next hour thinking about youth, hers and the one that was once mine. For a few minutes, I felt nostalgic.

But it did not last. I have recently found myself wishing old age, seeing it on the near horizon that frees me from the absurd, from having to show respect to the mental weakness and to anyone who thinks of himself as having the right to dictate my actions and thoughts. Aging is my last chance to be completely free. I surrender to the imagination, sailing into her clear eyes and swinging in her long eyelashes, inviting the return of that old grip of the heart. But the years bring caution, leaving behind a teenage able to dive into the depths of the abyss, that of an unconsummated love. Today I find it unnecessary. I’ve learned to keep my soul afloat, as if being suspended facing the depth of a well that I have progressively deprived of its darkness. So I go at will, being able to fly over other ravines, the countless precipices of love that are always just around the corner.

Having finished with my mental polls, I saw her again, this time from a certain distance and with little chance of her seeing me. Delighting in the freshness of her steps, the joy of her gestures and the permission she gave her beauty to configure her surroundings, represented the perfect way to end the night. I also had my moment and, after disregarding the time for envy, I enjoy reinterpreting over and over again the continuity of this long process that we call life.

Press Release

Puerto Rican paleoanthropology has taken a surprising step forward with an unexpected event. The discovery of the skull of the Puerto Rican Ñamenensi, as some propose to call the newly discovered species, appears to be the missing link joining the now defunct Criollo branch and the current Homo Criminalis, thought to be responsible for the former’s disappearance. This seems to confirm the proposed theories according to which the Criollo branch degenerated into the Ñamenensi and finally, be a victim of Criminalis. Agile with their hands and with well documented community practices, changes in the political climate forced the Criollo branch to abandon their natural habitat in the mountains, giving rise to the wide belly and reduced brain, as confirmed by the measures of the unearthed skull on the grounds of the highway 175, of the emergent Ñamenensi species. Lacking own survival skills and with a strong tendency to feed on foreign carrion, Ñamenensi became easy prey to the most opportunistic species Criminalis. The extinction of Ñamenensi was so abrupt and massive that there was little evidence of it in the excavations of the past decades. Only some rustic tools and containers with positive tests of hallucinating spirits held theories of its possible existence. There is currently no evidence that Ñamenensi had developed a coherent language, much less writing. That is why the discovery of the skull, found right next to the massive yam (ñame), makes of this an event that requires a revision of current textbooks. But the discovery is not without its critics. The excavation, made with the most rudimentary methods and without following the guidelines of modern archaeology, seems to have been done and here we quote critics, by perhaps the last survivor of the same species Ñamenensi. The press releases are still fragmented but the little information known so far has generated an unprecedented enthusiasm in post scientific community.

We will keep you informed…

Celestial Pasture

I enjoyed predicting where the best grass would grow. It was an excellent mental exercise that after more than two years, grazing on the same 40 acres, I had perfected by observing climate cycles and weather patterns. This intellectual gymnastics was helping me to get an advantage over most of my colleagues, since I knew perfectly well where to go when humans open the gates in the morning.

Those animals caused me great compassion. I always found it abusive to confine them to simple and routine tasks. I suspected that giving them the opportunity to do more than opening and closing gates, they would even be able to develop their own criteria. It was somewhat of a crazy idea, thought my colleagues, but there was something underneath the sober face these men carried, that made me suspect the existence of a possible spark, a glow deeply hidden behind those eyes that stared without observing.

They gathered daily behind the fences that marked the boundaries between the vast land and the small village that surrounded it. The men chewed, like us, their favorite herbs and sometimes, although briefly, they would make some syncopated sounds that, judging by the way in which at times they turned around their heads and looked at each other, gave the strange impression that they were communicating.

Since the previous night, I had already determined that the best place to ruminate the most exquisite of all grasses that the meadow had to offer, was a small hill in the northeast corner of the property. I knew exactly where to go and, oriented by the morning sun and always to the right of the gates, I began my journey. Initially I was stealthy, for I was not the only brainy cow in the herd and today, I didn’t feel like sharing the juicy herbage.

They left me alone. Much of the cattle that had ventured to this part of the property remained at the foot of the hill that dominated the land like a jealous sentry. I knew perfectly well the reason for the apathy. I decided to take a chance. My position as observer was in turn observed by the bulls well situated on the bare hills of greater height, where the strength of their libido was making them forget about the food.

It was a matter of time before the gentle breeze blowing in their direction hit the muzzle of the bulls with the unmistakable aroma of fertility that the lips of my vulva were spreading. The rumbling of the ground, confirmed by the smoking dust that could be seen at a distance, was the given signal for the rest of my colleagues to disperse. But I, flirty and horny, turned around and lifted my tail toward the male stampede.

Very close and leaning on the fence with their automatic routine, the humans were looking. I could not help but observing them and, with the pity that they always caused me, I thought I could brighten their life a little, if I managed to show the wild delicacies that a couple of bodies, alive and without shame, were able to share. The thrust of the fierce animal that was forming the spearhead of that terrifying race of bulls, thrashed my hips with such a force, that with a single jump, we landed on the fence.

Blood was flowing out in torrents from the puncture where one picket of the fence had crossed my neck like an Olympic javelin. The pain was transforming into an erotic tickling that electrified my senses, while the bull inseminated my guts with a bovine that would never get to see the light of day and neither will I. I’m not sorry. Humans had mistaken me as being naive. I’ll never be a victim of their prehistoric customs and I leave on my own and freely chosen terms. As a being of higher evolution and without resentment, I offer them a lesson as a gift.

With my eyes more open than usual, I locked my gaze with that of a human who, standing in front of the fence, remained as if frozen in disbelief. It took only seconds, but I could see in his inner self, deep confusion when discerning in me delight, instead of the expected suffering. The light of my eyes was fading, but behind the scenes, I could feel the taste in my mouth, full of the most heavenly of all grasses, while simultaneously shaking with pleasure in eternal coitus, that still insists on remaining unattainable by human comprehension.

Loves That Kill

It was difficult for me to hear the sound his head made when hitting the floor. Only the vibration of the blow that, as a tsunami wave, travelled through his veins filled with still blood, confirmed to me that I had finally killed him. It was in me and it was my destiny that, like a Praying Mantis, I would finally take the life of the person who I have loved the most. It must have been love. In a land where the pork rinds and fried meat quickly follow the teat and the bottle, Chucho’s diet was always there for me, a continuous bouquet of romantic delights.

If it hadn’t been so, I would have remained dormant, dozing within his heritage. As children, we used to drink together. It was not difficult to find alcohol. Chucho always knew where Dad kept the rum, the vodka and the gin. He never hid them nor did he hide to drink, since, either alone or with his friends from dominoes and barbecue, he always drank in front of all his children. “Try this finger”, he told us several times after introducing his right index in the vodka tonic. “I can’t wait to see you drunk”, we heard him telling us when I was about 8 years old. Even so, Chucho used to hide in order to drink.

He never took a full bottle. It would have been very suspicious and Chucho knew that if Mom found out, though she had never openly confronted the teachings and examples of our father, she would have given us an earful while whipping our legs with the belt. So, we would put the gin halfway in a small bottle of juice and then, we would go down to the tree where José almost always was waited for us. It was there I felt how the strong and sheer spirits of the liquor were wrinkling the young and tender arteries of Chucho, as if paving the way for my future.

Our mother’s displays of alleged welfare seemed limitless. One of our favorites was the fried egg mornings that were still retained a soft yolk. “Sunny side up” that’s how they call it here in Boston. Chucho loved mixing the viscous yellow substance with the white and solid part, which showed its broken over-fried lines in brown, skirting the subtle concave spaces that still kept some of the hot oil. Sometimes he mixed the yolk with bread and enthralled watched the slow golden drop that, like in act of suicide, threw itself on the plate and was rescued with his tongue in a delightful ritual that added a smile to Mom’s face. The internal events were another matter and the cholesterol hardening of the arteries began its long process.

When time came to have and support a family, Cucho already had a job for which was being paid enough to provide for all necessities. He had found success, after many years of college and a voracious passion for reading, combined with the required bohemian life, which included of course all the promiscuity and abuse of a body. His seemed to have a vast capacity to endure it all, in addition to the years of boundless dedication to the salaried job. His work was something he liked and embraced enthusiastically in his younger years, pretending that he was making a difference, creating the better world that the books and dreams of the academy had taught him it was necessary to search.

But at this point, after his children had grown up, the weight of having to swallow the follies of the bureaucracy had made such a big dent in his spirit, that the increment and deepening of the drinking and other hallucinatory psychotropic matters, served him to escape such stupidity. His adolescent body was gone, but curiously, he discovered that his mental clarity was rejuvenating, together with the unexpected confidence that made him seriously consider that any change was in fact possible. He decided once and for all to consecrate his renewed energies to such endeavor.

There I was. Hardened Black Widow, jealous and determined to destroy Chucho’s love affair, making sure that it was his last. I was not bothered when he got married, knowing the romance would not last. I was right. The arrival of his children did not affect me. They would also eventually go and gradually would no longer come back to see him. I was right again. In fact, both events were fitting perfectly into my long-term plan of destruction. For nothing gets humans closer to death, than being forgotten and despised, by those whom they thought loved them. Now it was different. This time he would have no choice but to listen to me once and for all. However, this time I had to kill him.

It would not be difficult. It would seem sudden and Chucho knew it. I sensed it in the weariness of his brief walks, the fear present in his short, quick breaths at the end of the stairs. So, he hurried and, like a convict on death row, wrote every day, until late at night. He still read, as he always did. But, suspecting that his time was short, he decided to sacrifice the importance of reading and mostly wrote. Thirty-five years of read books had to facilitate the creation of something interesting. His name began to be heard. More publications were willing to publish his essays, stories and poems. Some even requested them. He could not believe his luck and was excited. But none of this remained unseen by this clot, which also had thirty-five years of waiting and training.

I didn’t have a fixed structure and my formation depended on the previous work that the fat accumulated in the arteries would have done. That plaque was my best friend, bringing me into existence by breaking off and calling me to heal it, I could finally get ready to send Chucho to his sudden death. I spent some time adhered on the walls of the artery, but when I saw Chucho regaining his reason to live with the recycling of old ideas in modern minds, I decided it was time to act. Then I also released myself and quickly travelled to his brain. It only took a few seconds and Chucho fell to the floor, dead without warning and with all his rejuvenated loves gone along with him. The poor fellow had even thought about dieting and moreover, practicing physical exercises along with his writing.

But it was already too late.

Spherical Passions

I was standing by the door, staring at the boxes. They were many and I must be cautious. I had gone over this again and again in my mind for several days. I knew the ball was in one of the boxes at the bottom, way in at the back of the room, as if maintaining the greatest possible distance.

It had been there for 26 years.

Moving the boxes, I created a narrow alley towards my destination. I tried to be disciplined and not give in to the temptation of opening another box, other than the one where the baseball should have been. That room was the physical reserve of my memories and by opening any of the boxes, I was risking never reaching the one with the ball. I needed to focus. I clearly saw it in my mind, giving in as I used to, dominated by its magnetism, while recovering the youthful obsession I once felt for it. I remembered the tissue paper wrapping I had gotten for it when I moved to Boston. The ball was never used. It had not met the bat, let alone the ground of the park. Therefore, I knew that it had remained brand new virgin, as it was the day I got it from the coach on the Island. I concentrated on that memory and went ahead.

Progress came laden with nostalgia. It was inevitable. That is why I avoid my old boxes.

Reaching the destination box, I took out its contents and almost getting to the bottom saw the white ball cover. The palpitations were increasing along with the known anticipation of something that one wants. With the utmost care and making sure it was clean, I put my hand around the ball and felt it with my fingers. I appreciated it as my wintery and cold index and middle fingers met to slip over the smooth surface, in search of its warmth. Then, as if delighted to take it by surprise, I pressed on it firmly, as I did the first time. I didn’t even have to look at it. I knew that its condition remained impeccable. It still smelled as new. I recognized the same scent as the one spreading from the altar of my child-teenager dresser, when it lit my room with its presence. It always gave me confidence. I remember watching it from my bed, aspiring its perfume of future. I too would be a famous baseball player.

I put everything back the best I could and excited, looked for my child. The incessant references to the World Baseball Classic from my fellow compatriots on Facebook, responsible for my unexpected archeological dredging, made me aware of the tournament. I also understood the hullabaloo that the three children of my Puerto Rican landlord made on the first floor of our Bostonian “triple- decker” for several days. With all its windows hermetically sealed, a bunker that defends itself from the inclement cold weather, our building amplifies all its internal sounds in this matchbox of exile and musical reverberations.

With only two years of vocal juggling, my child constructs sentences of risky synthesis and hidden meaning. Many are the times when his mother and I get dazzled, while in rapid exchange we offer each other possible interpretations to the meaning of our son’s statements. One thing we know for sure is that everything that comes out of his mouth is connected with his heart and thoughts. His is not a voice without reflection and the objects around him, especially his toys, are the objects that inspire his spoken world. From the moment he was able to grab things I noticed his fascination for spheres. I was happy and worried at the same time. Yet he received countless balls. He had balls made of plastic, soft balls, hard balls, balls that bounce, balls that float and balls for sinking in the bathtub. He only lacked a baseball.

The unity behind the national team was almost universal. I could have seen the games of the Classic on cable. But, I decided to make of my Facebook friends and their comments, my only source of information. During the day, I periodically reviewed the euphoric comments on the victory from the night before. But my nights were even more interesting. Nestled between bed sheets, iPhone in hand, I was carried by my Caribbean compatriots, play by play, to feel like I was in the park sitting behind the home plate. They fully connected me with the pitcher that waited for the next batter, while touching and rotating the ball with his fingers. His gaze was on the catcher and his signals, but I knew that his thoughts belonged to the ball. The pitcher wishes were streaming down his arm nerves and veins, making them reach the ball. “It’s time to test your loyalty”, he was murmuring quietly, “to see if the love and dedication that I have given you all these years are mutual.” He settled, while its index joined his middle finger in search of the seam, the correct position that would cause the ball to surrender to his desires. He was launching it and together with its departure went also his heart, hoping that on the trip to the batter, the ball would show reciprocity by behaving properly. The ball proved itself faithful and, as if confirming it with a kiss, the sound of the catcher’s glove reached the ears of the pitcher, who with professional serenity hid his joy, while listening to the whole crowd singing “strike”.

But, my Caribbean is full of suitors and everyone wanted to win the ball. My brothers saw the next throwing of the ball through the eyes of the batter. Then the ball, with desperate anguish, leaves the pitcher’s fingers and quickly advances to offer itself as a slave to the one who now holds the bat. The eyes of the hitter, showed with certain confidence to be the possessor of the ball’s dreams. As if time had stopped, he could discern the rotation of the seam and prepare for the scourge. He touched the ball’s sweet spot and, satisfied with the joy of love, the ball flew high and far. Only its contact with the hands of the fans sitting behind the center field drew her out of her ecstasy.

The victory was sealed and the Caribbean remained divided in two: broken hearts and the swollen hearts of reciprocated love.

Tiago

The manliness of the Boróro must be tested in several ways. Mastering the duel to the death with the panther is inescapable. Hidden and silent, by an ambush calculated for the prey, this owner of the jungle awaits patiently this moment. The strength of its legs and sharp claws dismembers the body with a blow, encountering no resistance in the monkey’s frailty. It would shatter with equal ease the skin of a man and, if necessary, its strong jaws would mercilessly crush human bones. Still, almost none of the tribesmen would be defeated in such encounter, for the preparation for battle begins at a very early age. It is not until the time arrives for one’s validation as family provider, that one can look directly into the eyes of the dangerous animal.

My moment never came. I would have been easy prey.

The story began in 1898, the year of my birth. My name is Tiago and I … well that’s the purpose of this suspicious, short and last note, which ended helping me, or rather, continues to help me know what I am.

I came into the world in a village, a minuscule point surrounded by an immense green sea. Nobody knew us, except for ourselves. Everything changed with the arrival of the Salesians missionaries. The Fathers carried on their shoulders an unknown universe, which they taught us with spoken, written and printed words. My full name is Tiago Marques Aipobureu and I became quite a famous teacher throughout Brazil for being a marginal Boróro. For almost all of my 59 years, I have lived on the fringes of existence between my origins in the wilderness and the European world.

As a child, I was quite precocious and this quality signified an invitation the priests awarded themselves to reorient my ways. Without their presence, my natural intelligence would have led me to become a master of the bow and arrow and Cuiabá, would have found in me all his meaning as the art of fishing with the arrow, not the confusing metropolis where I was taken when I was twelve years old. However, this was only the beginning, Rome and Paris waited in line, in this extraordinary chain of events beginning in eastern Mato Grosso.

But, the nostalgia and memory of my childhood was more powerful. Because neither the perfect circularity of ancient architecture, which I admired astonishingly in the dome of the Roman Pantheon, nor the erotic sensuality of Parisian women’s fashion, could appease my dreams of the jungle and of a patrician family with a Boróro. I had to return.

By then I had already become a novelty and my mysterious newly acquired customs had several pairs of eyes set on me. I was able to choose a wife. But the treasure trove of love and fidelity were short-lived, for I never learned to kill the panther. I desperately sought shelter in my attained whiteness. I declared the superiority of Christianity’s documented historical heritage against the un- reliable oral tradition of the tribal elders.

I exalted hygiene and condemned nudity. Surrounded by texts I presented myself for my teachers’ blessings, yet they only saw the Indio. My spirit was vandalized like a battleground between the coveted peninsula and my besieged village. Forced to accept residence in this cutting edge that divides the gulf between my two possible worlds, I understood I did not belong to any, I thought: Could I be both? Today I write as an expert juggler of syncretism, and from the ridge where I stand, I can clearly see what disturbs the others.

At the moment, I feel powerful, because what once was inadequate depletion, today illuminates all roads. I force the conquerors’ faces to hold my sputum, when with the letters that they gave me, I describe their transgressions. But I also break the nineteenth chains of the island that witnessed my birth. And although when still a youngster the Amazonian feline escape me, today I have the Iberian lynx well seized by the ears.

New Eyeglasses

Still in disbelief, I looked up into the flames that joining the thick, black smoke, clearly drew the silhouette of a rejoicing merciless Gorgon insatiably devouring my books. The complete works of Aristotle relived their Alexandrian fate and the Socrates of Plato was the victim of another senseless sacrifice. My insides cried for all the versions of my bibles, the Nacar-Colunga, the Reina-Valera, the Latin American, the King James English and the Portuguese translation. Together they began their road to becoming ashes. However, I found it curious that while facing the catastrophic flames, I thought that I never had a Mandarin translation and that I should have made a greater effort to acquire the Septuagint. Well, maybe it was better that way. I will make of these the beginning and basis in the rebuilding of my collection.

The alarm sounded on time and I momentarily considered rescuing some of my precious jewels. At midnight, jumping agitated in a hypnagogic state from my bed and immediately considering the seven below zero courtesy of the Bostonian in- clement winter, coat, hat, gloves and boots, in their priority, consumed the three minutes I had quickly calculated. Furthermore, where I had begun or if, with my practice nudity, I had stopped before the shelves to ruminate preferences. No doubt, I would have been consumed by the fire and suffocated by the smoke, petrified by indecision and debating between saving Ptolemy’s Almagest or the Borges’ Complete Collection of Stories.

Right after grabbing the necessary protective tools for winter and of fanning my long overcoat over my shoulders, I gave a second look to the burning library, in desperation and, in orientation due to it being the only shelve that the fire had not reached yet, I offered a last embrace and I extended both arms in such a way that with my left arm I pressed the four volumes of Newman’s The World of Mathematics and, with the right one, George Polya’s classic, How to Solve It. Perhaps 20 to 25 books that as a sandwich of the world of numbers, then they kept falling as I quickly walked down the stairs. When I opened the building door, the frozen wind blasted my overcoat, that as a Franciscan habit, because still denying the tragedy on course, I rehearsed a tiny smile thinking that I was an object of an unexpected incarnation of William of Baskerville. I toyed with the image and while zig zagging amongst the terrified neighbors, I looked peripherally to what had been my apartment, that now dissolved itself in a great pyre as if in an abbey on the Ligurian Apennines.

I went back the next day and face the rubble. Approximately 20 feet away from the building, the heat emanating from the ruins could be felt. Wearing winter boots, I got closer to and walked over still smoking pieces which produced a sound similar to breaking glass. I was surprised by the disorientation caused by a three decker collapsed by fire. It was almost impossible to identify place or property. But, I was patient. I took my time. Milton’s Paradise was a total loss and Lezama’s too. All of Lenin’s strategies of power could not find what to do to avoid being extinguished and even Hawking disappeared without trace, as if a black hole, returning the favor, would have swallowed him whole. All the Puerto Rican narrative found a common end and the Latin American theology, finally felt the strength of the immortal spirit of Torquemada, in front of the blaze at the modern stake. Freud and Piaget were left irreconcilably fused, the same with Chekhov and Beckett and, very much against their will, Ranciere and Althusser returned to being one. All this account I had to do by memory, because there is nothing more frail than paper in the heat of the flames. Will I have to return to a pre-Homeric world and depend on my memory?

Crestfallen by nostalgia, I turned around and distanced myself from that German 10th of May. I kicked hard on the ground and shook the ashes off my boots. Still looking down, I took the opportunity and, placing my hand in my pants’ right pocket, I took out my iPhone to confirm that all were still there. They did not fail me. Rejoiced I saw Parmenides, Spinoza, Kant, Nietzsche and Foucault, who placidly and along with the other 3,627 texts that I had downloaded from the Internet, assured the continuity of my intellectual adventure. I then rushed my pace a bit, for I had wasted too much time and it was almost 2 o’clock.

Today, I really did not want to miss the appointment for my new eyeglasses.

Xenophanes’ Sun

Hellenic Far East Coveted Persian West,

ionic sun

Anointing light in the eyes of Xenophanes Descend in full and codify.

Continue the path to Thales, observe.

Honor Anaximander, experience.

And with Anaximenes, seek the origins of all things.

When the day of the Achaemenid king arrives,
and you see the payment of your beloved Colophon for the Lydian arrogance

do not despair.

Release your lyrical flow and embrace Pythagoras, join your origin with that of Samos, for Elea, Croton and all Magna Graecia awaits.

Seducing with a sonorous rhyme, you will walk the cities.
Epic that slashes Homeric gods.

Forget Hesiod,
there are no human gods.
Even I, like clouds and rainbow,

I am born of the SEA.

Unaware, you will inspire Parmenides, in you, the tradition of centuries to come will behold the Eleatic seed.

And rightly so, because none before you conceived thought as provisional.

Because of you,
humans will understand the truth as alien,

surrendering to the enticing romance of the search
that brings them closer.

Imagination Like the rest, I also waited.

Listened to those whose verses,
organized galaxies and predicted the future.

Thoroughly studied configurations and numbers and at moments, I even thought
I would also discover arcane patterns.

Creation and destruction seduced me into a dance I thought inevitable.

But now I know there is no reason for pain. And that the imagination,
that omnipotent creator of worlds, Illuminates the path of beauty,

Peace and happiness
So, that higher imaginations may flourish.

Master Oath

And just as if in Plato’s cave,
our students look at the contemporary blackboards and evoke,

in repeated mantra,
descriptive memorizations of the shadows.

Forced into the clandestine, we will transform the classroom into our occasional hideaway, bartering the blackboard for the window.

Tell me what you see,
and I promise to take you on the path

of those who thought before
that they were seeing the same thing.

In whatever way I am able
I will avoid revealing the rage of my conscious, making of my skin

a shield
that would absorb the folly of my superiors.

My pupils are very young to nurture such cynicism.

False silhouettes unmasked, we will look for the primal flash,

with neck shackle now broken,
we will turn our heads and see for the first time.

Perhaps the dark shadow of the arm required, but only briefly,
as the sweet sap of understanding

will make of the flash an addiction.

Having regained our strength,
we board the chariot and,
guided by Parmenides’ maidens,

we will give reason its turn.

On our way we must learn to lend an ear to the heart, for in our past, the opinion about appearances held such sovereignty, that a time of absolute documentation will do no harm.

Strengthened by an acute understanding, my colleagues today and tomorrow,
will imagine something different.

Something never seen before.

Swollen with truth,
we will return to the classroom and preach,
even before the persistent and incredulous majority,

on what we saw beyond the window and the blackboard.

We ask.

Treat(y)ing of Philosophy

And even though it seems beyond what we could answer, we are not convinced by an assumed limitation.

Rejoicing in the answers,
we embrace the new understanding as confirmation that something better is possible.

The pathway multiplies the questions, but we try to dissuade the anguish, for new horizons are nothing more than opportunities for new worlds.

But what is this scheme the lights play? When we think we have reached them, we also think ourselves superior.

Brash in the security of our vision, we look askance

and
downward towards
all the ones that

were left behind.

The mission then begins, and as if an archangel amidst the wicked,
we root out the

weeds of
the incorrect, only to
discover later, that if the fortune of a new opportunity smiles upon us,

that we were another cocky idiot
who thought himself better than anyone else.

Intellectual Democracy

“Cheers! For it is not by ill chance, but by justice and by right that you’ve been sent forth to travel on this path. Far, indeed, does it lie from the beaten track of men!”

-Parmenides, On Nature

Injustice, which like a virulent mantle seems to cover and darken even the most hidden cracks of our
world, carries also, quietly between its wings, the fire of the gods, promised in antiquity.

Predicting then withdrawal of the shadows,
our warmed up minds imagine,
a coexistence where almost nothing of what is would be.

It is a call,
to a battle of countless and unexpected fronts.

Because even in the cloister, casual thief and distributor of burning and lettered coals, dwells in the penumbra, multiplying
their twilight inhabitants, who although briefly
illuminated, halt, as if condemned by Hera in

cacophonous repetitions truckle in foreign metaphors about a truncated end.

Surrounded by their countless minions who, dumbfounded by incidental justice, feed the futility and weaken the revolutionary desire, the new imperial dreamers bet on the
evolution of their entrails, attempting to remove the reason for their departure.

But there exists those for whom transparency is a gift of the eye, and in so being they win medal in the accusatory and officially enforced categories, gold for pettifoggers with obstacles, silver for selfishness; destructive of everything good, and bronze for the pessimistic marathon.

The pictures of this alleged evolutionary thought, in
a ceremony of alternating awards, also deliver
certificates and blue ribbons easily identifiable by the public. The latter placed on the lapels of those who, according to them, see the storm in every cloud.

It would seem then that is written.

In a story in which the next chapter pages remain blank, anyone who lives,
pen in hand,

qualifies as an author.

It is enough to divulge the power and right of all intellect of planting a stake claiming paternity of the future,
undermining the purported inevitability of those who boss us around.

Shaken up between corralling majorities and customs that harass, we regain the family as the last bastion of
defense and refuge of quiet architectural conspiracy for the new order.

I would propose also, deep friendship,
multiplier of the concept of family,
where even hanging out in the corner, advances in category.

We would develop the theory of an independent and tiny association, we would perfect the ethics of an egalitarian corpuscular theory without central command, and we would make of the coalition,

when necessary, an art in the Muses of tolerance. Yet it is not so.

Strolls outside the inner circle still inevitably
tarnish us with the institutional mud. If one is to leave, one must be armored with clear thinking.

The proposal of a cosmology of the family has to be priceless, for home departures, carry an imperceptible and seducing temptation towards imitation.

ONLY immunizing oneself with the practice of liberty and equality among loved ones and friends, one avoids the contagion, creating, as in reversed epidemic, a captivating sprout of goodness;
a new model of things.

But being the object of such Promethean visit is not an easy thing, and he who lives his hours carrying flares in his head, will know very well what I am saying.

The day of the total dedication of the group of loved ones and friends’ stalls, and the necessary bread is still an integral part of the blackmail of the MADAMOS, forcing us to work for another.

Bitter drink of constrained and repressed daily anger,

eats away at the soul.

These are the small and almost useless incursions,
the unexpected and febrile forgings of how it ought to be.

Always three fingers away from becoming unhinged, we turn to

loved ones and friends, thirsty for the cure of real affection, and eager to practice our proposal for the future

Their theft is such that not even the right to educate ourselves is forgotten, making this the most difficult of all revelations, as they boast about the nobility of the knowledge they apparently offer us as reward.

Let us take a good look.
Knowledge is not ours,
and education is public only in name alone.

I was born flooded with questions,
and curiosity was my best compass.

I grew up,
and my first time in uniform, out of nowhere and

without explanation came the: be silent, sit and wait my turn, as the new moral north.
And no matter how I look at the campus, I meet and see the other, the one who plays with my livelihood and who ties me to that which I do not want.

Sometimes I learn what they want me to learn, even in their wisely determined correct order.

They swear that to ask is a good thing.

But if I paint outside the line, they don’t let me.

There is such benevolent gesture of apparent generosity, hard to discern, in refined speech of service to the needy.

Behold the school.
Here, where reality is different, even if there is no place for it.

The last place is assigned in advance,
and we are even required to compete.

The apologists point out togas, while introducing diplomas
as evidence of value before the jury.

It is not the ones that begin,
when the ones that finish are far fewer,
in this resounding failure, a carnival alleged blindness.

Come graduates!
The drunk mouths of power invite.

Let us add their worthy names to the list of
the select and lucky ones who learned and rules, and now as priests will exercise our sacred perpetuity.

Effective strainer of dense fabric is the school, placing the witch of the word in our hands,

the puppeteers celebrate.

And that one in a thousand,
basting millennia of textual questions, questioning the Alma Mater that bore him,
imagining a possible dance without strings,
does not seem a concerned to the acrobats

of authority.

Vilification and misery you will find in life,

the producers of the feast predict.

Example of suffering you will be,
the jugglers of the establishment confirm,
‘so that those that find in you,
some worth even slightly, think about it twice.

Time passes and they want to convince me more of the mess in my morass, and make me accept the yearning nostalgia of my ancestral bravery.

I decline, because among my loved ones and friends, my family, we give up such intellectual decline and mark the end
of our creativity in the cemetery.

Time machines activated,
the VOICE still remains to guide my children’s emancipation.

I break normalcy,
and resist the intrusive overwhelming attempt to seize the understanding of my offspring.
They will learn this at my feet, placing the long-live and unrestricted curiosity on its old pedestal.

We will eliminate the prison’s fee for intellectual freedom, my children will never be a documented failure, let alone a success product of foreign enterprise.

We will cut off the hand of school segregation as inauguration ceremony of the new paradigm, where we know everything, everything will be in everything, and the yoke of the path limiting specialist disappears.

Where did nature become tainted? We don’t know

Even now, we don’t know
when one’s learning sitting by our mother’s skirt lost respect.

If as a child I was capable of such complexity, then, today

I’m also capable of anything.

Puntillado Cosmos

Desde la adolescencia de aquella noche del siglo pasado, donde en el autobús que viajaba de São Paulo a Belo Horizonte, en algún momento cerca de las doce, decidí, sin ningún premeditado propósito, mirar soñoliento por la ventana, he sentido una conexión con esa bóveda celeste, la inmensidad de su negrura y el desmedido desparramar de estrellas que, desprovisto de toda luz citadina, maravillaron mi rostro. Mis abuelos vivían en el campo, la montaña puertorriqueña. Pero imagino que fue la protección que le regalaron a mi niñez, la que nunca me permitió ver las estrellas. O por lo menos no de la manera en que las vi en aquella oscuridad brasileña. Por mucho tiempo les llamé estrellas. Así fue que las conocí. Pero el impacto del evento juvenil en tierras extranjeras persistió, hasta que el insaciable hambre de saber me enfrentó a la Antigua Grecia y al alucinante pensar presocrático. Entonces vi las cosas con mayor claridad y supe que esa cúpula de la noche, la que pensaba indomable en su sombra y eternidad, había sido agujereada, por el ilimitado fuego que ocultaba tras de sí. Estas pequeñas perforaciones en la lobreguez del interminable manto, eran la evidencia de nuestra fragilidad. Una precariedad que solo sobrevivía, gracias a la capa de protección que traía cada noche. Los humanos y sus ciencias progresaron y con mejores instrumentos, pudieron ver puntos en el sombrío velo que, por ser tan diminutos, disfrutaban escapando la simple vista. Con el pasar de las épocas, el inventario de estos orificios fue tan amplio que, como quien por ver tantos humanos es capaz de conocer todas las etapas de la vida, sabemos ahora que nacen, se desarrollan y, eventualmente, mueren en brillantes explosiones, con la capacidad para sellar las pequeñísimas aberturas que solo ocurren una vez cada 10,000 años. ¿Qué benevolencia o suerte —cabe preguntar— fue y es capaz de brindarnos la oportunidad de la existencia en tan inseguro e improbable vecindario? ¿Cuál sería el propósito, si alguno, de una realidad que pende de tan vulnerable orden, adjudicando a la respuesta del sin sentido tan enorme tentación? Todo fuese más sencillo, si no fuera por la inundación de aquel joven pecho abofeteado por los astros. Ese vapor o flujo que se extendía hacia las extremidades y que bien reconocía y recordaré, pues era el mismo que surgía del suculento labio de aquella belleza colegial. Similar al electrizante destello que despidieron los versos del primer poema, al silencioso rumor de unos ojos que me entendían, al primer sueño en un idioma extranjero, al nacimiento de mis hijos, a la paz de saber lo importante, al azar de mirar por la ventana de una remota medianoche. En fin, a todo lo que siempre anda amenazando con anular el absurdo.

El Gorgias, Democracia en Juicio

Quien quiera investigar el concepto de democracia e intente definirlo, tarde o temprano tendrá que enfrentar a Platón. Su obra que, posiblemente completa, sobrevive hasta nuestro días, es monumental y comentarla en su totalidad es un proyecto de años. Les aviso si termino. Por mientras, el binomio del diálogo Gorgias y su posterior República, representan un buen comienzo en el proceso de entender su propuesta de organización política en la ciudad. Estas notas se concentran en ser una reflexión en torno al Gorgias, relegando la exploración detallada de su República para una fecha posterior, pero reconociendo que las ideas expuestas en el primer texto, son la base de lo que se desarrollará con mayor expansión y profundidad en el segundo (Medina González).

Todas las citas que hago del diálogo Gorgias son del texto: “Plato, Complete Works” Hackett Publishing Company, Indianapolis / Cambridge, 1997, editado y anotado por John M. Cooper. La traducción del inglés es mía y en ocasiones he parafraseado el texto tratando de añadir simpleza y claridad, pero siempre teniendo presente la necesidad de salvaguardar, sin corromper, la idea y tesis original. La inclusión de los intercambios entre Sócrates y sus interlocutores que aquí hago es, aun cuando resumida y selecta, extensa, y se permite con la intención de proveer al lector la oportunidad de disfrutar y apreciar la atención al detalle que Platón, respetando lo que parece ser el estilo de Sócrates, preserva en sus escritos. Es común entre los comentaristas del Gorgias, mencionar lo innecesariamente largo del texto, sobre la base de las supuestas repeticiones en las que Sócrates se envuelve. Sin embargo, abreviar o comentar cualquiera de los escritos de Platón, evitando la reproducción de los diálogos por consideraciones de espacio, inevitablemente coloca al lector fuera de la experiencia a la cual Sócrates, con gran empeño, exponía a las grandes audiencia que lo rodeaban. Esta estrategia es defendida por Platón y, entre otros, el uso de esta peculiar estructura literaria, tiene el propósito de destacar la forma en que Sócrates gustaba construir y sostener sus argumentos, los cuales, muy bien pudieron haberse presentado sin necesidad del diálogo. Pero prescindir de estos hubiese también negado a aquellos que ofrecían ideas contrarias a las de Sócrates, la oportunidad de, en detalle, sostener la lógica de sus propuestas.

De las primeras cosas que notan los lectores de nuestros días al enfrentarse al texto —así como los innumerables lectores que ha tenido Platón a través de los siglos— es lo frescas y contemporáneas que parecen las tesis y controversias en las que Sócrates se envuelve. Escuchar a sus colocutores es como escuchar a cualquier compañero de aula; como si leer los comentarios de tus amigos (o de los no tan amigos) en Facebook y, gran parte de la dulzura que se halla en la extensión de los diálogos, está en el placer de ver a Sócrates desmenuzar, con paciencia de santo e impecable agudeza intelectual, las posturas que se le presentan, además de su dinámica de extraer, con repetidas preguntas, las ideas mismas de sus contrarios, revelándolos así, en sus irreconocibles contradicciones. Esto, como enseñanza para nuestra propia forma de pensar y argumentar, tiene un valor incalculable y este ensayo es, en parte, una invitación a sumergirse en el arte del debate que ejerce Sócrates, esperando ser además un incentivo para ir y leer directamente los diálogos de Platón. Con esto no se quiere decir que Platón siempre logra absoluta claridad y solidez en sus ideas. Amplios son los estudios y lecturas que durante los siglos han encontrado fisuras en sus planteamientos y valor anteriormente menospreciado, en aquellos que parecían haber sido humillados por la agudeza socrática (Medina González). Por esto, se debe tener siempre presente que los diálogos representan ideas en proceso de maduración, así como los escritos de todo pensador en cualquier época. Como bien nos dice E. R. Dodds:

“[Plato] was bound to be, his personality being so complex, his thought so richly various and yet, as we know it in his dialogues, so incomplete—so full of hesitations, reinstatements, fresh starts, of ideas that go underground for a time to reappear later in a new guise, of lines of arguments that seem to converge, yet never quite meet to form a tidy system.”

En otras palabras, estos textos permanecen vivos en su pasada y actual relevancia, además de no ser el denso ladrillo ideológico que muchos temen y, como tal, permanentemente invitan nuevos lectores a participar en una reflexión y debate que lleva 24 siglos de desarrollo, sin aun mostrar señales de caducidad. Nadie sería capaz de en el presente afirmar que la democracia, como concepto y práctica, está finalmente definida. Muchas son entonces las razones para procurar leer y adentrarse en el maravilloso mundo de Platón.

Sócrates, que se la pasaba por la ciudad de Atenas buscando con quien conversar y desarrollar su filosofía, parece enterarse que Gorgias, orador y maestro de reconocida fama, está dando una presentación y, ni corto ni perezoso, se dirige al lugar del acontecimiento, solo para enterarse al llegar que el discurso acababa de terminar, lamentando su tardanza. Gorgias, un personaje real —posible discípulo de Empédocles— era también un profesional de la práctica política, habiendo sido embajador de su tierra natal Lentini en diferentes ciudades, incluyendo Atenas, en donde cultivaba una gran reputación entre sus habitantes. La impresión que puede dar la lectura del diálogo, en una redacción que tan favorablemente presenta las intervenciones de Sócrates, haciéndolas parecer sólidas y trabajadas, en comparación con las de los oradores (sofistas), las cuales provocan la sensación de ser apresuradas y superficiales, llevaría a la errónea conclusión de que Gorgias es un pensador de segunda categoría, el cual solo se ha valido de sus destrezas en el discurso para acumular fama. A fin de cuentas, es esta una de las conclusiones del escrito. Sin embargo, existen textos de Gorgias que sobreviven hasta nuestros días —“Encomium of Helen”— en donde se puede leer a un pensador detallado y preocupado por infundir elementos teóricos a sus posturas (Kennedy) y que, por defender a Helena contra la acusación de causar la guerra contra Troya y demás culpas de las que mujeres son por lo general objeto, tiene un toque sorprendentemente feminista y por lo tanto, avanzado para la época. Leer los textos de Gorgias confirma las posiciones que Platón le atribuye en el diálogo (Guthrie). Sin embargo, luego de leer el diálogo socrático, los escritos de Gorgias nos dejan ver cuan parecidas eran las posiciones de este y Sócrates, obligándonos a tener los sentidos bien alertas en cuanto a cuál es el meollo interno que las separa. La influencia de Gorgias en el mundo de la antigua Grecia era evidentemente amplia y muchos eran los que se sentían atraídos por sus reflexiones sobre la naturaleza de las palabras y el discurso que este ofrecía. Sócrates conocía esto muy bien y, sin cohibirse en señalar a Gorgias las faltas de su lógica, se puede notar una deferencia que no le brinda a otros que participan en el foro. De no tratarse de un pensador tan importante como Gorgias, poco le hubiese interesado a Sócrates someterlo a sus interrogantes. Es entonces razonable describir como épico, el choque entre ambos. Esto, junto con el reconocido renombre de Sócrates, debió haber asegurado un amplia audiencia, curiosa de presenciar el debate entre dos gigantes de la palabra en Atenas —como lo confirma el texto— con resonancias que llegan hasta nuestros días.

Calicles, muy posible también otro personaje real, aparece en el diálogo como un joven y ambicioso ateniense, ansioso de aprender lo más posible de Gorgias, el cual, como respetado maestro, prometía con sus enseñanzas la posibilidad de posicionarse entre la más deseable de las vidas que la ciudad pudiese ofrecer, a todos aquellos que aceptaran ser sus discípulos (Cooper). Al ver a Sócrates acercarse, Calicles le dice, “ves, así es que se se debe participar correctamente en guerra o batalla,” refiriéndose al discurso que aparentemente Gorgias acababa de concluir. Querefón, amigo cercano a Sócrates y al cual este último culpa por llegar tarde, consecuencia de sus merodeos en el mercado, indica que Gorgias es su amigo y que está seguro que si le pide que repita el mismo discurso para Sócrates o quizás uno nuevo, este accederá. Sócrates aprovecha la oferta, pero indica que el discurso se puede dejar para otra ocasión, pues mejor desearía interrogar a Gorgias sobre cuales este entiende son la naturaleza y beneficios de su profesión de orador y, sobre las ganancias que pueda brindar la posición de maestro. Conociendo a Sócrates, era de esperarse que esto no fuese más que el bosquejo de una encerrona que premeditadamente le tiene preparada a Gorgias para, revelando la fragilidad de sus posiciones en el diálogo, crease una plataforma para exponer lo que ya hace algún tiempo venía reflexionando. Gorgias accede a la petición. Polo (“potro” en griego y que según avanza el diálogo resulta difícil imaginar un nombre más apropiado), personaje también real y seguidor de Gorgias, interviene alegando que este último está cansado y que él es capaz de contestar cualquier pregunta. Querefón, encargado de cuestionar a Gorgias en nombre de Sócrates accede, abriendo así el diálogo con una pomposa intervención de Polo, que finaliza con la declaración de que “Gorgias se dedica a la más admirable de las artes.” Sócrates no vacila en caracterizar esta respuesta de vacua, pues falla en contestar su pregunta. De entrada queda el estilo de los oradores establecido por el joven Polo, cual si pescado fresco servido sobre plata, para las hambrientas críticas de Sócrates. Esto provoca la rápida intervención de Gorgias quien, queriendo esclarecer la respuesta de Polo en torno a lo que se dedica su profesión, responde, “oratoria, Sócrates.”

Sócrates, conversando ahora directamente con Gorgias, le pregunta si su arte también incluye enseñarlo a otros, a lo cual Gorgias dice que sí.

— ¿Qué tipo de cosas le interesan y preocupan a la oratoria Gorgias?

— Los discursos.

— ¿Qué clase de discursos? Pregunta Sócrates, ¿o acaso la oratoria se interesa en todo tipo de discursos?

— No, Sócrates; solo en aquellos discursos que hacen la comunicación más efectiva.

Sócrates no perderá tiempo en preparar el camino que anunciará la profesión de Gorgias como una práctica que se define y pretende enseñarse, como oratoria por la oratoria misma, sin mostrar interés en el aprendizaje del conocimiento sobre lo que habla. “¿Cómo justificar —argumenta Sócrates— que se pueda ser mejor que un doctor en discursos sobre medicina, sin siquiera haber estudiado la materia?”

“Cualquier arte pudiese entonces —continúa Sócrates— ser llamado oratoria, pues todos, de alguna manera u otra, comunican lo que hacen.” Pero Gorgias esclarece que esas artes se dedican a conocimientos específicos y trabajan casi exclusivamente con las manos, a diferencia de la oratoria que el practica y enseña, la cual se preocupa solo por el discurso.

— Matemáticos y astrónomos hacen poco o ningún trabajo manual, dice Sócrates, concentrándose casi exclusivamente en su discurso.

Sócrates indica que es evidente que entre estos, números y estrellas son el contenido de sus discursos. “¿Cuál es el contenido entonces —pregunta Sócrates— sobre el que se construye el discurso de los oradores?”.

— El mejor y mayor de todos los contenidos Sócrates. Fuente de libertad de la cual bebe la humanidad, manantial del que brotan las leyes que rigen los destinos de los ciudadanos.

— Insisto. ¿Cuál es el contenido Gorgias?

— La pericia de persuadir a los jueces en las cortes de la ley, a los consejeros en reuniones oficiales y a los asambleístas o miembros de cualquier otro cuerpo político. Este arte hace de los médicos tus esclavos y permite que los expertos financieros puedan hacer dinero para otros y no solo para ellos mismos.

— ¿Algo más, además de la persuasión?

— Nada más Sócrates.

—Realmente no entiendo que quieres decir con persuasión. ¿Es acaso la persuasión algo exclusivo del arte de la oratoria?

—No lo es.

Persuasión como respuesta, le parece a Sócrates otra forma de esconder lo que este tanto anhela develar. Como decir “la más admirable de las artes (Polo),” a la pregunta de cuales en específico, son los elementos en que se basa el arte de la oratoria.

—Un matemático, repite Sócrates, diría que su oratoria, su arte de la persuasión se basa en los números. ¿Qué diría un orador?

Gorgias insiste en su contestación previa sobre el papel que los oradores ejercen en las cortes y reuniones políticas.

—Si piensas Gorgias, que existe algo como haber aprendido y ser convencido (Gorgias muestra que así es), entonces debes también creer en la diferencia entre ser convencido y convicción.

—Supongo que sí Sócrates.

—Supones bien, pues existe la verdadera y la falsa convicción (creencia), pero no el verdadero y el falso conocimiento (ciencia). Y, aquellos que han aprendido, tanto como los que han sido convencidos, ambos, fueron persuadidos. ¿Cuál de estas produce la oratoria que se practica en las cortes y lugares de debate político, en relación con lo justo y lo injusto; convencimiento sin o con conocimiento?

—Convencimiento Sócrates; un orador no es un maestro en las cortes sobre lo justo o lo injusto. Su trabajo es persuadir.

—Dime Gorgias, cuando en los foros políticos de la ciudad se discuten proyectos de construcción, como puertos y navieras, o se debate la organización de los ejércitos y el despliegue de tropas, ¿acaso no son los expertos en construcción y asuntos militares a los que se consulta para ello?

—Los proyectos de construcción en la ciudad de Atenas, Sócrates, fueron aprobados sobre las recomendaciones de políticos como Temístocles y Pericles, no sobre lo que los trabajadores y artesanos supieran sobre como edificarlos. No que estos no dieran su opinión o se les dejara de escuchar. Pero al final, fueron los consejos y opiniones de los oradores los que prevalecieron.

Sócrates reacciona sorprendido ante los poderes de un oratoria que parecen sobrenaturales. Gorgias se vale de esto para exponer lo grandioso de la oratoria la cual, en su opinión, encierra y subordina todas las demás artes y sus logros. Cuenta este sobre las muchas ocasiones que ha tenido que acompañar a doctores para cambiar el parecer de pacientes que se niegan a seguir sus recomendaciones y tratamientos. Exactamente lo mismo ocurre en las cortes y asambleas políticas, según Gorgias, donde los artesanos y expertos usan a los oradores, para convencer a los asambleístas y gobernantes sobre tal o cual proyecto que saldría de sus manos. Es entonces lógico, continua Gorgias, que los oradores, como poseedores de tal talento, lo usen para impartirlo como enseñanza a todos aquellos que quieran iniciarse en el glorioso arte de la retórica. Sin embargo, aclara Gorgias, oradores no pueden hacerse responsables de lo que sus estudiantes hagan con las destrezas que estos le imparten. De la misma manera que un entrenador de boxeo, por ejemplo, no puede ser responsable si uno de sus pupilos utiliza las aprendidas técnicas de la lucha, para ir y hacer daño físico a familiares y amigos.

Sócrates enseguida sospecha la existencia de un posible defecto en la ética que regula el ejercicio de maestro en el que los oradores buscan establecerse y, el papel que juegan tanto estos, como sus estudiantes, en sus intervenciones en los asuntos y foros políticos de la ciudad. De aquí en adelante, esto parece centrar los esfuerzos interrogatorios de Sócrates que, al final, como se verá, resulta en su tesis principal, al insistir que la práctica de la oratoria en sí misma, sin un estudio previo y compromiso con lo justo, la convierte en un mero instrumento de maldad y como tal, uno de los fallos más reprochables de la democracia ateniense. La crítica que desarrolla Sócrates en este diálogo, contra los políticos que dominan y han dominado el experimento democrático ateniense, es arrolladora y, sin duda se convierte en la base del posterior texto República, donde Platón, como siempre, en palabras de Sócrates, entiende necesaria la elaboración de las bases teóricas y prácticas de un sistema que, aprendiendo de los errores de la democracia, busque perfeccionar el arte de la política, en beneficio último de sus ciudadanos. Cuán exitoso o no resultó ser este esfuerzo platónico, es raíz de extensos debates y reflexiones que han inundado las bibliotecas de los pasados 24 siglos. Sin embargo, independientemente de la posición que se tome al respecto, resulta innegable que el pensamiento socrático sobre la democracia y el ejercicio de la política, han dominado y más, determinado su trayectoria hasta el punto de hacer imposible pensar sobre el Estado en nuestros días, sin la necesidad de ir a los diálogos de Platón, para realmente entender cómo llegamos a donde hoy nos encontramos. Esta, si se quiere, es la razón y motivo detrás de estas notas. Las cuales son parte de un proyecto mayor que, luego de estudiar y entender, dentro de lo posible, a Platón, pasando luego por Aristóteles, Hobbes, Locke, Hume, Hegel, Marx, Gramsci, Lacan, Rawls, Deleuze, Guattari, Foucault, Ranciere y Zizek, entre otros, pretende elaborar una historia de la idea democrática, su presente condición y las posibles propuestas que puedan enmendar e influenciar sus prácticas y pensamiento futuro.

— ¿Piensas Gorgias, que puedes enseñarle oratoria a cualquier estudiante?

—Por supuesto, contesta Gorgias.

Sin embargo, esta persuasión que enseñas —indica Sócrates— solo es efectiva, si se practica entre personas sin conocimiento. Por ejemplo, un orador no podría usar sus destrezas, tratando de convencer a un grupo de médicos sobre asuntos de medicina del cual el orador desconoce, pues es imposible tener mayor poder de persuasión que aquellos que conocen el arte del que se habla. Y no solo entre médicos es esto válido, sino que lo es también entre cualquier grupo de conocedores sobre el tema que se discuta. Entre estos expertos, el orador no tendría nada que decir y su poder y habilidades quedarían limitadas a grupos de ignorantes; desconocedores del tema que se debate, pues sería solo ahí donde la agilidad del orador tendrían algún tipo de utilidad. Entonces el orador no parece encontrar la necesidad de adquirir conocimiento sobre ningún otro arte que no sea el suyo, esto es, técnicas y dispositivos que le permitan enmascararse como un sabio en asunto de los cuales realmente no lo es, aunque solo lo pueda hacer frente a aquellos que saben tan poco o menos sobre el tema de lo que el conoce. Y —cuestiona Sócrates— ¿qué tal con respecto a lo que es justo o injusto, vergonzoso o admirable, bueno o malo? ¿Se encuentra aquí el orador en la misma posición que está, en relación a los expertos en cualquier arte, ignorante sobre estos? Y si resulta que no sabe sobre lo que es justo, bueno y admirable, ¿también busca estrategias para enmascararse y pretender que sí sabe frente a los que no? ¿O resulta que el orador sí investiga y sabe sobre justicia, lo admirable y bondadoso, estando así mejor preparado para enseñarlo a sus estudiantes, en caso de que estos desconozcan? ¿O acaso no lo ve como su responsabilidad?”

—De no conocerlas Sócrates, mis estudiantes aprenderán estas cosas de mí.

El sujeto del ataque que hace Sócrates, los oradores, esos individuos que con su discurso han logrado posicionarse en nichos gubernamentales de poder, llevados hasta allí tan solo por su habilidad de persuadir, han encontrado razón para también presentarse como maestros, generando así ingresos de alumnos que, seducidos por la ambición, ven en este aprendizaje su boleto de entrada a las mismas influencias y riquezas de las que gozan sus instructores. Esta costumbre educativa se consolida con el tiempo, hasta hacer de la oratoria con fines de favor y lucro en las estructuras políticas de las ciudades, una profesión de prestigio, idealizada como noble y deseada por gran número de ciudadanos. Hoy les llamamos abogados, cabilderos. Individuos que fiel a su legado sofista, han elevado la acción de persuadir, a un nivel de validez e inmunidad casi celestial, donde la consideración previa sobre lo justo o injusto de su discurso, a la hora de ejercerla en los pasillos del poder político, se hace innecesaria. Este ejercicio ha desarrollado tanta reputación que, colándose de manera extensa entre la totalidad de la ciudadanía, desemboca en un comportamiento que sin siquiera requerir educación formal, de igual manera asume una iluminación basada en la aceptación de una brillantez y lucidez nata del pensamiento propio, acarreando un similar desprecio por la investigación y la reflexión crítica. “Esa es mi opinión” —común mantra entre los conversadores de tiempos presentes—, que exige el respeto ajeno solo por ser producto de la mente del que lo dice, independiente de documentación o estudio preliminar que lo sostenga, es el heredero directo de los oradores que enfrenta Sócrates; la cosecha de lo que los sofistas mediterráneos, contemporáneos de Platón, sembraron. La advertencia socrática deja de limitarse entonces a los políticos, tanto atenienses como presentes, incluyendo las profesiones de abogado, cabildero, analista y cualquier otra de similar calaña que los siglos desarrollaran, cimentando los valores de la oratoria antigua, sino que también se aplica a cada individuo que gusta de imitar el mismo esquema, en la manera en que se relaciona con los demás. Basta con echar un vistazo a los corrientes intercambios cibernéticos, para entender que la actitud que Sócrates señalaba como uno de los cánceres de la democracia ateniense, esta hoy en día esparcida a todos los niveles de la interacción humana. Hablar y debatir sin investigar y sin mucho menos preocuparse por las consecuencias de su discurso, son prácticas que han pasado a caracterizar la cotidianidad de nuestra época.

—Estás en lo correcto Gorgias. Pues si el que aprende carpintería es carpintero y el que hace lo mismo con la música es músico, podemos decir que lo aprendido hace al hombre. Lo mismo con el que aprende lo que es justo e injusto. Por ello el hombre justo hará lo justo y el orador, como persona educada en lo justo, jamás hará lo injusto. Así que es contradictorio lo que decías antes, sobre el maestro no tener responsabilidad por las acciones erróneas de los estudiantes, pues no tiene sentido que el que bien aprendió lo justo, sea capaz de cualquier otra cosa que no sea lo justo.

Aquí Polo entra abruptamente en la conversación, acusando a Sócrates de ser un grosero, por entrampar a Gorgias en una contradicción. Sócrates celebra el ímpetu y energía del joven orador. Polo entonces exhorta a Sócrates a contestar su propia pregunta, sobre qué es entonces, en su opinión, el arte de la oratoria. Sócrates responde que no es un arte, sino tan solo un talento. Un ingenio que se manifiesta en la búsqueda y producción del placer y la gratificación. Los oradores, insiste Sócrates, son como los reposteros, poseedores de un talento que solo procura producir placer y como tal, no tiene razón para ser admirado de la manera que lo propone Gorgias, pensando incluso que es hasta vergonzoso.

Sócrates afirma la existencia del cuerpo y el alma, añadiendo que ambos requieren estar en forma, saludables. Pero al igual que el cuerpo puede aparentar salud sin tenerla, también el alma. El arte que se dedica a mantener el alma en buenas condiciones, aclara Sócrates, es la política. El arte que hace lo propio para cuidar el cuerpo, tiene dos partes, gimnasia y medicina. En la política, prosigue Sócrates, la contrapartida de la gimnasia es la legislación y su medicina, la justicia. La adulación que practican los oradores, insiste Sócrates, es similar al talento de los reposteros, los cuales deleitan al cuerpo con sus sabores, pero sin pensar en las consecuencias que esto conlleva para la salud. Así los oradores, según Sócrates, no recurren a la reflexión para determinar que le conviene al alma. Por el contrario, permanecen pendientes a la dirección en que soplan vientos, para entonces aliarse con la fórmula que parece vencedora y así, deleitar a la asamblea en el placer de decirle lo que esta quiere escuchar, sin siquiera considerar si lo que proponen es lo correcto o lo justo, cual si reposteros haciéndose pasar por médicos, distorsionando la legislación y la justicia a conveniencia. En Puerto Rico los llamamos vela güiras. Sócrates compara este ejerció legislativo y judicial de los oradores, con la competencia entre un repostero y un doctor, frente a un jurado de niños que debe decidir entre dulces o medicina.

“Cierto —responde Polo— pero nada de esto niega el gran poder que poseen tanto los oradores como los tiranos.”

— De hecho, responde Sócrates, estos poseen la menor cantidad de poder posible, por hacer lo que les parezca, sin ningún tipo de consideración intelectual.

Esta sorprendente aseveración, central como vamos viendo, en la tesis de Sócrates, confunde a Polo, como de seguro aturde a todo el que la lee por primera vez. El resto del diálogo dedica considerable energía en desarrollar esta, la idea de que los poderosos, al igual que los oradores, en el ejercicio indiscriminado de su poder y habilidades, son los que en realidad menor poder tienen y, además, los que resultan ser más infelices entre los miembros de la ciudad.

— ¿Piensas Polo, continúa Sócrates, que cuando la gente hace algo, lo hace por querer lo que hacen al momento o por lo que vendrá como consecuencias de sus presentes acciones? ¿Crees, por ejemplo, que las personas toman medicina porque les gusta o por el beneficio posterior que esperan obtener? O el pescador que enfrenta peligrosos mares, ¿Lo hace por el placer de jugarse la vida o por el beneficio de una posible buena pesca? Igual el tirano, no encarcela, confisca propiedades, exila o ejecuta por el placer que le causa el acto mismo, sino por el beneficio que le traerá al castigado, de aprender su lección sobre los erróneos actos que cometió y la esperanza de que use la oportunidad para rectificar.

— Correcto, dice Polo.

— ¿Piensas entonces, pregunta Sócrates, que el gobernante que ejerza su poder de esta manera y lo haga con el propósito de buscar beneficio personal, actúa de manera errada?

— Así lo pienso Sócrates. Pero no quiere decir que aquellos que ejercen el poder de manera injusta no sean felices. Arquelao, hijo de Pérdicas, soberano de Macedonia, ¿piensas que no es feliz?

— No lo conozco, responde Sócrates, pero si es un hombre injusto y malvado, es también miserable.

— Arquelao era hijo de la esclava de su tío, sin derecho alguno al trono, cuenta Polo. Su destino era ser esclavo de su tío, pero en su lugar lo mata, al igual que a su hijo, heredero del trono y toma su puesto como rey. Pero para ti Sócrates, esto es miseria, pues su felicidad estaba en ser un esclavo.

— Lo que dices Polo, no es más que un típico argumento de orador. Arquelao no puede ser feliz sin examinar las injusticias que corrompen su alma y lo hacen sufrir. Este solo puede encontrar dicha si acepta el castigo que conlleva los crímenes que cometió. Evitarlos sería como evitar el tratamiento médico que un cuerpo enfermo necesita.

— Eso es absurdo Sócrates y todos los que nos escuchan estarían de acuerdo.

— Llamar a votación Polo, en lugar de argumentar un punto, es también costumbre de los oradores. Como es también su costumbre el uso que hacen de sus habilidades para defender personas que han cometido las peores atrocidades, ayudándoles a buscar formas de evadir todo tipo de castigo y consecuencias.

Aquí se puede apreciar como Sócrates no solo van construyendo su argumento sobre las barbaridades de los monarcas que los oradores pretenden justificar, sino que también usa la oportunidad para continuar su vigorosa crítica a la democracia, cuestionando la idea de que la razón pertenece exclusivamente a la mayoría, no sin antes insistir en el rol oportunista que juegan los oradores en todo este esquema político. Es difícil, de nuevo, no pensar en como 24 siglos atrás, ya se veía el poder que iban acumulando estos profesionales de la palabra legal y como esto podría desembocar en lo que precisamente vemos hoy, el ejercicio de los poderes estatales en manos casi exclusivas de los oradores de las leyes, los juristas y de todos los que juegan a comportarse como tales. Aquellos que solo se preocupan en la afinación de un talento que no toma lo justo e injusto en consideración, sino que además muestran admiración en el acto de perfeccionar el ingenio de argumentar bien el caso que le toque o el que personalmente más le convenga.

Ante tan devastador planteamiento, Polo parece estar de retirada y es Calicles el que vuelve ahora a la escena para recriminar a Sócrates de hacer lo mismo que hizo con Gorgias, atrapar a su oponente en contradicciones que se basan en juegos de palabras y que solo tienen como meta, darle el placer a la audiencia de presenciar la humillación de alguno de sus interlocutores.

— Si las cosas que dices Sócrates, argumenta ahora Calicles, son ciertas, ellas revertirán lo que la humanidad ha considerado hasta ahora cierto, poniendo todo patas arriba y pretendiendo que lo que pensamos y hacemos, es lo opuesto de lo que deberíamos pensar y hacer.

Para Sócrates, como para cualquier filósofo, estas palabras de Calicles, las cuales pretenden ridiculizar sus ideas, deberían por el contrario haber sonado como música para sus oídos, pues, ¿qué puede desear un pensador más allá del reconocimiento por haber demostrado que, lo hasta ahora se considera normal pensamiento y acción, lo establecido, es en realidad falso e incorrecto?

— Lo que haces, Sócrates, prosigue Calicles, es distorsionar las ideas basadas en la Naturaleza que presentaron Gorgias y Polo, llevándolas a un plano de legalidad (convención) que solo sirve para agitar los ánimos de los oyentes que nos rodean. Te aprovechas de que lo que se discute, lo que dicta la Naturaleza, es contrario a lo que se pueda determinar por las leyes (convenciones). Eres bien conocido Sócrates por usar este truco. Cuando alguien habla sobre cosas naturales, gustas de argumentar con esquemas legales y viceversa. Yo pienso que las personas que instituyeron nuestras leyes fueron las débiles mayorías. Ellas hacen esto, gustando de repartir culpa y alabanzas, teniendo solo el beneficio propio en mente.

Esto parece ser exactamente la crítica que Sócrates le hace a la democracia ateniense. Sin embargo la diferencia estriba en que Sócrates acusa a los oradores de ser los que usan el sistema para acomodar lo que encuentran ventajoso para ellos, mientras que Calicles muestra se desdén, acusando a las mayorías de ser las verdaderas culpables de tal práctica. Sócrates nunca llega al punto de ver a los ciudadanos atenienses como maquinadores del sistema democrático, en la misma manera que lo hace con los sofistas. Sin embargo, también describe a la población como dolientes del alma —así como orador y tiranos—, en la medida en que se acomodan en búsqueda del discurso adulador que les brinden placeres de corto plazo, sin considerar las consecuencias futuras. Eventualmente en el diálogo se verá claro que la alternativa que ofrece Sócrates a la presente situación de generalizado malestar social, es un balance que busca eliminar, tanto a los engreídos sofistas y gobernantes que pretenden pasar su beneficio personal como natural, como a una actitud ciudadana que tampoco explora de antemano lo justo o injusto de los discursos y políticas que produce la democracia.

— Las mayorías, continúa Calicles, temen a los hombres capaces de agarrar y usar el poder, aquellos que han demostrado un talento especial para acumular más que el resto. Por esto, los ciudadanos promueven la idea de que es vergonzoso e injusto acumular y disfrutar del ejercicio del poder, pues supuestamente lo injusto consiste en intentar acumular más allá de lo que le corresponde a cada uno. Pero la única razón por la cual la colectividad insiste en el concepto de tener solo lo justo, es por causa de su debilidad de carácter. Una inferioridad que se refleja en su falta de actitud para triunfar en la vida. Acumular más de lo que algunos entiendes justo puede que sea en contra de la ley, pero no de la Naturaleza.

De nuevo, es sorprendente como argumentos de nuestros tiempos, parecen tan claramente enarbolados por los pensadores del siglo IV antes de nuestra era. Los ricos son aquellos que —como quienes hoy admiran a Bezos, Gates, Musk y demás— la Naturaleza ha dado capacidad para llegar lejos y acumular riquezas, demostrando una destreza especial para descubrir y crear mecanismos que los pongan en ventaja en relación a la mayoría. Aquellos que, andan temerosos y celosos de tales logros, solo tienen el argumento moral de la vergüenza e intentan usar las leyes para limitar el avance de aquellos que por naturaleza, están en su derecho de ser ricos y poderosos. Pero Sócrates parece tener respuesta para este tipo de pensamiento y por ello es pertinente, aun luego de tantos siglos, regresar al diálogo Gorgias de Platón y ver lo que tenía este que decir al respecto.

— El problema contigo Sócrates, dice Calicles, es que a esta edad que tienes, aun sigues practicado filosofía, la cual, es muy admirable en los jóvenes, pues cuando veo un adolescente argumentado e intentando mantener un hilo lógico en sus posiciones, me parece una escena saludable y esperanzadora; diferente a las actitudes de las mayoría de los jóvenes que no se interesan por estas cosas. Pero llega un momento en la vida Sócrates, en donde los hombres deben madurar y entender que sus responsabilidades están con su trabajo y su familia y no con estar andando por las calles filosofando como haces tu. Es realmente vergonzoso. En todo caso, si se va a practicar filosofía después de cierta edad, debe hacerse solo con moderación.

— Permíteme preguntar Calicles, retoma la palabra Sócrates, ¿dices que según dicta la Naturaleza, las personas superiores deben y tienen el derecho de tomar de los inferiores por la fuerza, que los mejores deben gobernar sobre los peores y que los más fuertes deben tener mayor riquezas que los débiles?

— Así es Sócrates.

— Dime Calicles, ¿son superior, mejor y más fuerte la misma cosa?

— Lo son.

— Dices que las mayorías son las que imponen las leyes a los superiores.

— Cierto

— Entonces el gobierno de las mayorías es el gobierno de los superiores.

— Sí

— Y según aclaraste Calicles, el gobierno de las mayorías debe ser también el de los mejores, pues superior y mejor son la misma cosa. ¿Cierto?

— ¿Acaso no te avergüenzas Sócrates, de insistir en que tus interlocutores tropiecen en una frase? ¿A tu edad? ¿Acaso dices que si un inmenso grupo de inservibles esclavos se organiza y hacen una declaración, esta se debe considerar como la regla a seguir?

— Es por eso que te pedía clarificación, pues me costaba trabajo pensar que en realidad dijeras que fuerte, mejor y superior fuesen la misma cosa. Así que, por favor, dime qué es lo que de verdad significa ser mejor para ti, ya que obviamente, no crees que sea similar a ser el más fuerte.

— Gustas de la ironía Sócrates. Con mejor quiero decir más valioso.

— ¿El más inteligente?

— Sí.

— ¿Quieres entonces decir que una sola persona inteligente es superior a cualquier número de personas que no lo sean y, por lo tanto, según las leyes de la Naturaleza, debería de gobernar y tener derecho a la mayor de las riquezas?

— Sí.

— O sea Calicles, ¿quieres decir que si existe un grupo grande de personas, como el que ahora nos rodea, algunos fuertes otros no y, entre ellos hay un médico, el más inteligente entre todos los presentes, quizá más fuerte o quizá más débil que algunos, este sería sin duda el más indicado para gobernar sobre todos los demás?

— Así es.

— ¿Debería este médico recibir más comida que todos los demás? O quizá, ¿debería ser el encargado de distribuir todos los bienes por estar al mando, pero sin darse mucho más a sí mismo, cosa de no atraer algún castigo futuro? ¿Debería tener una porción mayor que los débiles del grupo, pero menor a los más fuertes?

— Sigues hablando de comida y doctores Sócrates, pero no es eso a lo que me refiero.

— ¿Es el más inteligente el mejor?

— Sí.

— ¿Pero no es el mejor el merecedor de la mejor porción?

— Por lo menos no de comida y bebida. Responde Calicles.

— ¿Vestimenta entonces? ¿Debería el mejor de los hombres andar con las más finas de las ropas? Quizá le corresponde al zapatero andar siempre con el más fino de los calzados.

— ¿Seguirás hablando disparates Sócrates?

— Un agricultor que sepa más sobre la tierra y las semillas, pregunta Sócrates, ¿deberá tener más parte en la cosecha que aquellos que no saben tanto como el?

— Nuestra conversación no es sobre doctores, zapateros y agricultores Sócrates.

— ¿Sobre quiénes es entonces Calicles? ¿Entre quiénes es que el superior, el más inteligente debe tener más que el resto?

— Entre aquellos que son inteligentes en los asuntos de la ciudad. No solo por inteligentes, sino por audaces.

— Dime entonces Calicles, ¿gobiernan estos solo sobre los demás o también sobre ellos mismos? Es decir, ¿practican control sobre sus propios placeres y apetitos?

— ¿Cómo es posible que un hombre pueda decir que es feliz, siendo a la vez esclavo de alguien? El hombre que vive correctamente, de acuerdo a lo determinado por la Naturaleza, no puede permitir ningún tipo de restricciones. Aquellos que predican autocontrol, solo buscan cubrir sus propias debilidades. ¿Existe algo más vergonzoso que gobernantes se permitan tener menores riquezas que sus enemigos? Tus ideas van en contra del orden natural de las cosas Sócrates.

— ¿Piensas que aquellos que no tienen necesidad de nada son erróneamente felices?

— Si así no fuera Sócrates, las piedras y los cadáveres serían también felices.

— Es como la historia del hombre, dice Sócrates, que tiene su jarra llena de lo necesario y no tiene razón para preocuparse. Diferente a aquel que con su jarra rota, tiene que siempre estar trabajando para mantenerla llena.

— El hombre con la jarra llena vive como la piedra. Vivir placenteramente, dice Calicles, es siempre tener el mayor flujo posible.

— ¿No sería necesario que para tener un amplio flujo hacia dentro de la jarra, se deba también tener uno igualmente amplio hacia afuera de esta?

— Ciertamente.

— Dime algo Calicles, ¿existe tal cosa como el hambre y el comer cuando se está hambriento?

— Por supuesto Sócrates y para todos los apetitos, el satisfacerlos encierra la felicidad.

— ¿Dirías que rascarse una comezón por siempre es felicidad?

— Aquí vienes nuevamente con tus sandeces Sócrates. Pero sí, aquel que se rasca una comezón es un hombre feliz.

— ¿Dirías Calicles que el placer y lo bueno son la misma cosa?

— Sí.

— ¿Dirías que existe algo llamado conocimiento?

— Sí.

— ¿Dijiste también que había valentía en el conocimiento?

— Por supuesto.

— ¿Y valentía y conocimiento son diferentes?

— Lo son.

— ¿Placer y conocimiento?

— Diferentes Sócrates.

— ¿Valentía y placer?

— Diferentes.

— ¿Dices que el placer y lo bueno son lo mismo y que el conocimiento y la valentía son diferentes?

— Así es Sócrates.

— ¿Piensas que aquellos que se enriquecen tienen una experiencia opuesta a aquellos que se empobrecen?

— Así lo pienso.

— ¿Lo mismo que salud y enfermedad? Ambas se pierden y adquieren al mismo tiempo. Esto es, mientras se come, se va disminuyendo el hambre y los deseos de comer. Igual sucede con fuerza y debilidad, rapidez y lentitud; tanto para el cuerpo como para el alma.

— Cierto.

— Se puede decir entonces que una persona experimenta dolor y placer al mismo tiempo.

— Aparentemente.

— Sin embargo alegas Calicles, que una misma persona no puede apoderarse de poder y riquezas y a la misma vez, estar haciendo algo incorrecto.

— Así es Sócrates.

— Parecería que para ti, Calicles, algunos placeres son buenos, mientras que otros no.

— Así lo pienso.

— ¿También piensas que hay dolores buenos y malos?

— Sí, obviamente.

— No es tan obvio Calicles. Polo y yo estuvimos de acuerdo en que todas las cosas se deben hacer para beneficio de lo bueno. ¿Estarías también de acuerdo que el fin de toda acción es la bondad y no la acción en si misma?

— Sí Sócrates, concuerdo.

— Debemos entonces hacer cosas placenteras en beneficio de lo correcto y no lo correcto en busca de placeres.

— Así es.

— Sin embargo es un arte para cada hombre el poder determinar qué placeres conllevan a lo correcto y cuáles no. Recordemos al repostero con su habilidad para producir placer, sin considerar las consecuencias para aquel que consume sus productos. Hornea solo por el placer de hornear. Y, por otro lado, el médico, siempre preocupado por el bienestar último de sus pacientes, independientemente de que sus acciones sean placenteras o no. Quizá hasta deberíamos distinguir entre las vidas del filósofo y el orador. ¿Piensas Calicles, que es posible gratificar muchas almas al mismo tiempo, sin considerar que es lo mejor para estas?

— Sí.

— ¿Piensas que el flautista cae bajo esta categoría? Su ambición es brindar placer a las grandes concurrencias, sin preocuparse de si es bueno o no. Todos los músicos de hecho, caen bajo la misma categoría; aun los escritores de las tragedias. ¿Podríamos llamar aduladoras a todas estas acciones?

— Así es Sócrates.

— Y si a estos les quitamos sus instrumentos y su música, ¿no sería tan solo su discurso lo que quedaría, cual si poetas, portadores de la arenga pública?

— Sí.

— Así como los oradores, dando a los espectadores lo que saben les crea placer, sin preocuparse por su bienestar y, hasta en el fondo, con el mero propósito de complacerse a ellos mismo.

— No es así de simple Sócrates. Algunos sí se preocupan por el bienestar de los demás.

— Muy bien Calicles; si como dices existe también este otro grupo, ¿podrías nombrar ejemplos de oradores o políticos que consideran el beneficio de sus audiencias por encima del suyo propio?

— No en nuestros tiempos. Pero sería difícil negar los testimonios que existen sobre grandes hombres del pasado como Temístocles, probado hombre de buena voluntad, al igual que Cimón, Milcíades y Pericles quien murió recientemente y del que has oído hablar Sócrates.

— Esto Calicles, solo es cierto usando tu definición previa. Pero si estamos de acuerdo en que los oradores deben siempre buscar el beneficio del pueblo, independientemente de que sus discursos se conviertan en fuertes u onerosos, no creo entonces que los pueda incluir.

“Constructores de casas y embarcaciones —continúa Sócrates— al igual que doctores, ponen inmensa atención en los detalles de su práctica, previo al producto final. Esta atención al detalle y los propósitos, debe ser válida para los asuntos del cuerpo y el alma. ¿Cómo llamarías a los efectos que tiene sobre el cuerpo los resultados de la organización y el orden?”

— Supongo que salud y fortaleza Sócrates.

— Para el alma que sigue las mismas prescripciones yo lo llamaría el centro de la legalidad y su seguimiento, aquello que brinda justicia y autocontrol. Todo aquel que se llame orador, debería buscar el ejercicio de una justicia que repudia lo injusto, promoviendo el autocontrol y la disciplina, asegurándose de evadir toda maldad.

— Estoy de acuerdo Sócrates.

Sin embargo, para este punto Calicles se muestra altamente frustrado con Sócrates y su estilo del discurso y rehúsa seguir participando en el diálogo, alegando que hasta ahora lo había hecho solo por respeto y para complacer el pedido de Gorgias. Le pide entonces a Sócrates que continúe el con un monólogo respondiendo a sus propias preguntas y argumentos. Sócrates acepta, alegando que no tiene otra opción, procediendo este a hacer un resumen de todo lo dicho hasta el momento:

— Placer no es lo mismo que hacer lo correcto. El primero debe practicarse como instrumento para lo bueno y no como la meta misma. Sobre esto no puede haber negociación. Lo bueno para nuestro cuerpo y alma viene como resultado de la organización y el repudio al desorden. Orden y autocontrol son la misma cosa y, un alma que se sabe controlar, es una que necesariamente posee valentía y coraje, ya que es capaz de hacer lo correcto, aun cuando, como un remedio médico, pueda resultar desagradable al momento. Es esta la definición de un hombre recto y, como tal, el único que puede ser realmente feliz, mientras el corrupto solo puede ser infeliz y miserable. Si un hombre necesita ser disciplinado o castigado por haber cometido algún acto de injusticia, este debe procurar pagar su deuda lo más pronto posible y sin retraso, pues solo de esta manera podría recuperar su felicidad. Todo esto cae dentro de la lógica de un universo que se rige por las leyes del orden, la geometría y las leyes de igualdad proporcional, las cuales ejercen grandes poderes sobre los dioses y los hombres. Aquellos que no logran entenderlo así, simplemente han descuidado el arte de la matemática y, cualquiera que pretenda ejercer como orador, debe de tener todo esto claro y practicarlo.

“Por todo esto —continúa Sócrates— es que se puede ser golpeado en la quijada, tener todas sus propiedades confiscadas, ser lanzado al exilio e incluso tener que enfrentar la pena de muerte y, aun así, no sería más vergonzoso que aquel que practica la injusticia.”

“Si tuviésemos que embarcarnos en un gran proyecto de construcción para la ciudad, ¿no examinaríamos —pregunta Sócrates— las credenciales y proyectos previos de aquellos que se ofrecen como ingenieros y constructores? De la misma manera, si fuésemos a pasar juicio sobre la salud de los presentes, ¿no preguntaríamos si entre nosotros se encuentra el suficiente conocimiento y experiencia en asuntos médicos, antes de aceptar las opiniones que se puedan proponer? Sería de tontos poder nuestros cuerpos en las manos de alguien al cual no hubiésemos examinado sus credenciales.”

“¿Acaso ha mejorado Calicles la vida de los ciudadanos, con sus prácticas oratorias? O, ¿acaso puedes mostrar como has mejorado la vida de tus estudiantes en tu práctica privada, antes de tratar suerte en la arena pública?”

— Gustas de ganar Sócrates, comenta Calicles.

— No se trata de ganar, sino de saber como se deben conducir los asuntos de la ciudad entre nosotros. Pues, ahora que has avanzado a posiciones de poder político, ¿no encuentras razonables que queramos cuestionar si tus motivos son el lucro personal o el bienestar de los ciudadanos? ¿Se podría aun insistir en que Pericles, Cimón, Milcíades y Temístocles están entre los oradores que pusieron el bienestar popular por encima de los suyos propios?

— Sí, Sócrates, entiendo que se puede insistir en que así lo hicieron.

— Si este el el caso Calicles, no puede haber duda de que estos hicieron de los habitantes de la ciudad un grupo de ciudadanos mejores de lo que eran antes de sus discursos.

— Así fue Sócrates.

— Sin duda los atenienses eran peores ciudadanos antes de que Pericles comenzara sus discursos.

— Aparentemente.

— ¿Testifican los atenienses de que este es de hecho el caso? Lo que escucho es que Pericles hizo de ellos un país perezoso y cobarde, bochincheros hambrientos de riquezas, siendo que este fue el primero en instaurar el pago por servicio público. Al final el pueblo terminó condenándolo por malversación de fondos y estuvieron cerca de condenarlo a muerte por sus malos manejos.

— ¿Piensas Sócrates que esto hizo de Pericles un mal hombre?

— Si existe un hombre que reclama ser un amante de los animales, el mejor de los entrenadores y sin embargo descubres ver como sus perros terminan mordiéndolo, ¿no cuestionarios su reclamo? Más aun si sabes que antes de que estuviesen bajo su cuidado, los animales eran tiernos y mansos. “El justo es amable,” nos cuenta Homero en La Odisea. En cuanto a Cimón, el pueblo decidió que no quería saber de el por diez años. Lo mismo con Temístocles, el cual fue exiliado y a Milcíades le faltó poco para que lo tiraran por el barranco desde donde se lanzan los impíos. Gimnasia y medicina tendrían mayor derecho de gobernar sobre otras disciplinas como repostería y la confección de zapatos, ya que consideran de antemano lo que es saludable para el cuerpo.

“Es interesante —continúa Sócrates— como los presentes ciudadanos, cuando llega la hora de nombrar los culpables por los pesares que crearon los pasados gobernantes, tienden a culpar por ello a los presentes gobernantes, a la vez que recuerdan con nostalgia los buenos tiempos.”

Aunque por momentos este diálogo parece inmiscuirse en los asuntos del alma y pudiese verse como un texto más personal, ético o espiritual que político, no sería prudente dejarse llevar por esa impresión pues el mensaje, como uno que pretende hacer un juicio exhaustivo de la democracia ateniense, es puramente político y, la inclusión del aspecto personal lo entiende Sócrates como inseparable de la vida en la ciudad y sus asuntos.

“The Gorgias is an extraordinary production, not for its philosophy —which is a compendium of Socratic doctrines already familiar [through previous dialogues]—, but for its passionate and outspoken criticism of Athenian politics and politicians from the Persian War to the disaster of 404 [when Sparta finally defeats Athens and its democracy, allowing the oligarchy back in power] and the execution of Socrates [by the restored democracy] five years later (Guthrie).”

La salud del alma, tanto como la del cuerpo, son un microcosmo de la ciudad y su organización política y, como tal, ambos deben estar a tono con las prácticas de salud que promueven la felicidad.

No podría tampoco verse el Gorgias como un texto que fundamentalmente teoriza sobre moral y retórica, pues aquí de nuevo, ambas se discuten en el contexto de la función política que ejercen.

“The fact is, of course, that in Plato’s Greece rhetoric itself was a tremendous moral and political force, and to treat it in isolation would never occur to a Greek and would involve a quite illegitimate separation form from content (Guthrie).”

La democracia no puede ser una plataforma para que los gobernantes vean en ella la oportunidad de enriquecerse, sobre las espaldas de los ciudadanos y mucho menos con la pobre justificación de que esto es lo que la Naturaleza nos enseña. Sin embargo, tampoco debe ser un sistema en donde las mayorías solo buscan deleitarse en lo que momentáneamente entienden como placentero, atrayendo oradores que solo busquen decirles lo que ellos quieran oír, sin ningún tipo de consideración por lo que es correcto o justo. Es en el filo de este balance que Platón nos deja y, se deja a sí mismo, como preparación para una profundización que busca su armonía y su mayor desarrollo en el paradigma que desarrollará en el texto de la República (Medina González).

Según Sócrates, no hace ningún sentido que tanto un gobernante, como un orador, que pretende haber hecho lo correcto por los ciudadanos, se dé la vuelta e intente culpar a estos por sus dolencias cuando, si en realidad hizo lo correcto, los ciudadanos se hubieran convertido en mejores personas. Mucho mejor sería si los oradores que quieran enseñar, lo hiciesen sobre un sistema de honor, en lugar de estar cobrando por sus servicios. Sabiendo que un estudiante correctamente instruido en el conocimiento de lo justo, siempre estará agradecido de su maestro y procurará maneras de demostrarlo. Pues no es vergonzoso cobrar dinero por otros servicios como construcción y demás, pero en el caso de los oradores, los cuales se encuentran ejerciendo la tarea de hacer de sus estudiantes mejores personas, no existe esa necesidad. Pues un estudiante que no encuentre la manera correcta de agradecer a su maestro, representa la evidencia más contundente del fracaso del instructor.

“Y siendo yo, Sócrates, probablemente el único ateniense que practica estas cosas, o sea, el ejercicio real de la política, es bien posible que seré llevado a la justicia y hasta condenado a muerte, por ser lo que todos los que viven en la corrupción ven como un hombre trastornado. Uno que no dice nada por el mero hecho de crear placer, sino que dice lo que debe ser dicho, independientemente de que se sienta bien o no. Me vería entonces sin esperanza, pues sería como el médico que es llevado a juicio por el repostero, a un tribunal compuesto de niños.”

Política y su verdadero ejercicio, para Sócrates, no están automáticamente vinculados al ejercicio del mando por parte de los gobernantes, como estos y las mayorías gustan de asumir, sino en la práctica de lo justo, la cual, la más de las veces, reside fuera de los círculos de poder. Todo el diálogo parece insistir en los beneficios de esta práctica de lo justo, esto es, la salud de cuerpo y alma y, por lo tanto, la felicidad. Pero es harto conocido, para cualquiera que haya vivido un poco, lo difícil que es restringir el deseo de la gratificación inmediata y los malabares en que por lo regular los humanos se envuelven, para mantener ese flujo de placer por el mayor tiempo posible, hasta la muerte, si se es capaz, independiente del dolor que esto cause a otros y de la posibilidad, también evidenciada en la experiencia, de un quizá improbable pago, castigo o consecuencias en vida, por sus injustas acciones. Hay quienes argumentan que el mismo Platón, en su esfuerzo por construir un paradigma legal en su República que, si bien no asegura una sociedad justa como resultado, por lo menos nos acerca lo más posible, muestra un abandono tácito a la esperanza socrática de que el hombre entienda, como producto del pensamiento y la educación, el valor de procurar lo justo (Dodds).

Al final Sócrates parece comprender el problema de la poca motivación que pueda tener cualquiera, especialmente en la posición de orador u hombre de estado, para hacer lo correcto y termina, quizá por no tener una otra mejor manera de incentivar, ante un mundo, como muchos pensadores después de Sócrates han preferido explicarlo, carente de sentido y en donde los malos, en muchas ocasiones parecen ganar y los buenos tener todas las de perder, con la historia y tradición del Hades y del juicio final, del cual nadie escapará y en donde nos veremos desnudos y juzgados, por el resto de la eternidad, por nuestras prácticas de lo justo e injusto. Entiende Sócrates que Calicles puede considerar esto —al igual que cualquiera que lo escucha o lee— como “cuentos de viejas,” y por ello exhorta a proponer una mejor historia, sabiendo que, a falta de ella, debe de encontrarse razonable el creer en las tradiciones que heredamos de nuestros antepasados, acerca de lo que ocurre después de la muerte. Platón, en su muy particular adaptación de la tradición órfico-pitagórica, sostuvo la validez de esta creencia hasta sus escritos tardíos (Dodds):

“Debemos siempre creer con firmeza en las sagradas palabras de los antiguos cuando nos decían que el alma es inmortal y que, cuando separada del cuerpo, se hallará frente a sus jueces para pagar el máximo de los castigos por las injusticias cometidas (Platón / Séptima Carta).”

Esta narrativa sobre la realidad de ultratumba, junto con sus posibles alternativas y contra-propuestas, sobre lo que nos espera o no después de la muerte, han pasado casi íntegras hasta nuestros días.

Referencias

— Cooper, John M. (editor, introduction and notes) “Plato, Complete Works” Hackett Publishing Company, Indianapolis / Cambridge, 1997

— Dodds, E. R., “Plato and The Irrational” The Journal of Hellenic Studies, vol. 65 (1945) pp. 16-25

— Guthrie, W. K. C., “A History of Greek Philosophy – Volume IV, Plato, The Man and His Dialogues: Earlier Period” Cambridge University Press, 1975

— Kennedy, George A. (translator), “Aristotle On Rhetoric, A Theory of Civic Discourse” Oxford University Press (2006), 2nd edition, (Appendix I – Supplementary Texts) “Encomium of Helen” Gorgias

— Medina González, Alberto, “El Gorgias Como Precedente A La República de Platón” La Albolafia: Revista de Humanidades y Cultura, pp. 155-170, (2014)